El Avispero (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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12

Colt soltó un jadeo y, en un destello cegador de intuición, pensó que alguien le había hundido un taco de billar en el hueco de su recio cuello. Luego se filtró en su ya casi desvanecida conciencia que aquella zorra le estaba hundiendo el índice en el hueco blando situado sobre la tráquea. No podía respirar. La mujer perforaba y él jadeaba y sacaba la lengua, buscando aire con los ojos desorbitados, hasta que cayó de rodillas con el cañón de una pistola apuntándole a la nariz. A Colt le pitaban los oídos y la sangre rugía en sus venas mientras aquella zorra gritaba como si fuera a comérselo crudo.

—¡Muévete y te vuelo la tapa de los sesos, cabrón!

Minx continuó su baile. Los clientes continuaron bebiendo. Varios agentes de refuerzo irrumpieron por la puerta principal, al otro extremo de la sala oscura y llena de humo. West tenía una rodilla en la espalda carnosa de Colt y estaba ocupada en colocarle las esposas en las muñecas, que sujetaba a su espalda. Brazil contempló la escena con respetuoso asombro. Los agentes se llevaron a Colt y a los borrachos a comisaría. Minx vio su oportunidad, dio por terminado el número, se sacó del tanga unos billetes doblados de cualquier manera, se envolvió en una sudadera y encendió un cigarrillo, libre de hacerlo por una vez.

—¿Por qué he dejado que me metieras en esto? —decía West mientras abría la puerta del coche—. No vuelvo a hacer esto por ningún motive. —Montó en el coche, se puso el cinturón de seguridad, soltándolo a tirones, y dio al contacto.

Los dos estaban excitados pero intentaban no demostrarlo. Brazil se sujetaba la camisa destrozada del uniforme, a la que faltaba la mitad de los botones. West advirtió que el reportero tenía un pecho muy bien desarrollado, acorde con los hombros, los brazos y las piernas. Al instante dejó de transmitir cualquier tipo de señales, como el lenguaje corporal, las miradas, las palabras o el calor. ¿Y de dónde venía todo aquello, por cierto? Del espacio exterior, probablemente. De ella no, desde luego. Abrió la guantera y revolvió el interior hasta encontrar la pequeña grapadora que estaba segura de que guardaba allí dentro, en alguna parte.

—Quédate quieto —le dijo, como dándole una orden.

Se inclinó hacia Brazil porque no había otro modo de corregir la situación, juntó las diversas partes de la camisa y empezó a coserla con grapas. A él se le aceleró el corazón. Olió los cabellos de la mujer y se le puso la piel de gallina. No se movió. Le producía pánico hasta respirar mientras los dedos de West lo rozaban. Sabía que ella se percataba de lo que él sentía, y si se movía lo más mínimo y la rozaba inadvertidamente en cualquier parte, ella nunca creería que había sido un accidente. Lo tomaría por un salido más que era incapaz de guardársela dentro de los pantalones. Nunca volvería a verlo como una persona, como un ser humano sensible. Quedaría reducido a «esa cosa», a «ese tipo objeto». Si la mujer se inclinaba medio centímetro más hacia su derecha, Brazil se moriría allí mismo, en el asiento del coche.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste que hacer una cosa así? —consiguió preguntar.

West completó su trabajo grapándole la corbata sobre el remiendo. Cuanto más se esforzaba por no rozarle, más torpes se hacían sus dedos. Nerviosa, intentó poner a un lado la grapadora y se le cayó de la mano.

—La utilizo para los informes —explicó mientras la buscaba a tientas debajo del asiento—. No creas que la he empleado nunca para coser camisas.

Al tercer intento consiguió cerrar la guantera.

—No —respondió Brazil, carraspeando—. Me refiero a lo que has hecho ahí dentro. El tipo debía de pesar ciento diez kilos y lo has derribado al suelo. Tú sola.

West puso el coche en movimiento.

—Tú también podrías hacerlo —dijo—. Lo único que necesitas es entrenamiento.

—¿Quizá tú…?

West levantó la mano como si detuviese el tráfico.

—¡No! ¡No me voy a convertir en una academia de policía unipersonal, maldita sea! —Señaló el transmisor policial con unos golpecitos y añadió—: Venga, salgamos de aquí.

Brazil puso los dedos en el teclado con gesto dubitativo y empezó a mecanografiar. El aparato emitió un pitido, como si el humano le cayera bien.

—Esto es genial —murmuró.

—Bobadas —comentó West.

—Unidad 700 —anunció Radar por la radio—. Persona desaparecida en el cinco cincuenta y seis de Midland.

—¡Mierda! Otra vez, no. —West cogió el micrófono y lo lanzó a su compañero—. Veamos qué les enseñan ahora a los voluntarios.

—Aquí unidad 700 —dijo por las ondas para que pudieran oírlo todos—. Acudimos al cinco cincuenta y seis de Midland.

Los informes sobre personas desaparecidas representaban un papeleo increíble. Las investigaciones al respecto eran casi siempre infructuosas, porque la persona no estaba desaparecida realmente, o porque lo estaba y había muerto. Radar habría preferido que West se hubiera llevado una buena paliza en Fat Man's, pero por lo menos podría conseguir que pasara el resto de su vida rellenando formularios, y Midland, una zona de casas que contaban con subsidios del Gobierno, no era realmente un buen lugar para una mujer ni para el periodista que la acompañaba.

Luellen Wittiker vivía en un piso de una habitación. El número de su casa, el 556, estaba pintado con cifras enormes sobre la puerta de entrada, como en todos los demás edificios de Midland Court. El consejo municipal lo había hecho a su cargo para que los agentes pudieran localizar las casas con rapidez cuando vigilaran la zona de noche, con linternas y entre jadeos de los perros adiestrados. Luellen Wittiker acababa de trasladarse desde Mint Hill, donde había trabajado de cajera en el Wal-Mart hasta que había cumplido el octavo mes de embarazo y se había hartado de la insistencia de Jerald. ¿Cuántas veces tendría que repetirle que no?

Deambuló por la habitación, estrujándose las manos mientras Tangine, su hija de cuatro años, la observaba desde la cama, colocada junto a la puerta. Junto a una de las paredes había aún unas cajas apiladas, aunque no eran muchas puesto que la familia Wittiker viajaba ligera. Luellen rogaba a Dios a todas horas que Jerald no descubriese adonde se había trasladado. Pero aparecería. Seguro que aparecería. Continuó deambulando. ¿Dónde cojones estaba la policía? ¿Acaso consideraban aquello un asunto secundario? ¿No podían ocuparse del asunto ahora y volver luego a lo suyo?

Sí, Jerald la encontraría. Por culpa de aquel otro hijo suyo de mal carácter. Wheatie andaba por ahí en aquellos momentos, Dios sabía dónde, tratando de encontrar, probablemente, el modo de ponerse en contacto con Jerald, que no era su padre biológico sino sólo el último novio de su madre. Wheatie tenía a Jerald por un héroe; lo veneraba, y allí estaba el problema. Tangine observó el agitado pasear de su madre mientras daba lametones a un polo helado. Jerald no era más que un camello de poca monta que compraba y vendía de todo. Y que consumía también.

Cocaína, crack, marihuana, toda esa mierda. Rondaba por ahí con su gran mono de calentamiento y zapatillas Fila, como si estuviera en la NBA, y también llevaba un anillo de diamantes y tenía un todoterreno negro con detalles en rojo y amarillo. Cuando aparecía, Wheatie empezaba a mostrarse respondón y a caminar, a decir palabrotas y a hablar fríamente, como hacía Jerald. Dentro de poco, se dijo Luellen, empezaría a insultarla, incluso a maltratarla, o a fumar marihuana. Igual que Jerald. Oyó pisadas en los peldaños y preguntó quién era, para asegurarse.

—Policía —dijo una voz femenina.

Luellen retiró un gran ladrillo de detrás de la puerta y apartó una barra de acero de las usadas para el hormigón armado, que había encontrado en un solar en construcción. En la puerta de atrás tenía instalados los mismos seguros improvisados. Aunque Jerald o sus nada recomendables amigos pudieran entrar, Luellen oiría, por lo menos, el ruido de aquellas cosas al caer al suelo o ser arrastradas y tendría tiempo de coger su pistola Baretta 92FS de nueve milímetros, negra mate, con sus visores nocturnos Tritium, cachas de madera y cargador de quince balas. El arma también procedía de Jerald, que había cometido un gran error al darle aquella arma de segunda mano. Si se atrevía a llamar a su puerta otra vez, sería el último gesto que haría.

—Pasen —dijo Luellen a los dos agentes de policía que aguardaban en el rellano de la escalera de cemento.

Los ojos de Brazil se habituaron a la luz inclemente de una bombilla desnuda que remataba una lámpara en forma de columna griega de plástico. En un pequeño televisor, los Braves jugaban contra los Dodgers. Había un altavoz en un rincón, las paredes estaban desnudas, la cama por hacer y allí, en la sala, una chiquilla sentada en ella. La niña llevaba trenzas y tenía los ojos tristes. En el piso hacía un calor terrible y Brazil empezó a sudar. West también. La jefa ayudante había colocado un formulario interminable sobre la tablilla metálica y se dispuso a tomar un montón de notas. Luellen empezó por contarle a la mujer policía todo lo relacionado con Wheatie, incluido el hecho de que era adoptado y de que tenía unos celos terribles de Tangine y del bebé por nacer, que aún no tenía nombre.

—Dice que la llamó después de perder el autobús… —repitió West sin dejar de escribir.

—Quería que fuera a buscarlo y le dije que de ninguna manera —expuso Luellen—. La última vez que estuve embarazada, me derribó de un empujón y perdí el bebé. Entonces tenía quince años. Ya se lo he dicho, siempre ha sido un resentido porque es adoptado. Dio problemas desde el primer día.

—¿Tiene alguna foto reciente de él? —preguntó West.

—Están guardadas. No sé si las encontraré.

La madre describió al muchacho: Wheatie era menudo, de piel estropeada, llevaba unas Adidas, unos vaqueros que le hacían bolsas, una camiseta de color verde té de los Hornets y una gorra de béisbol, y se había decolorado los cabellos. Podía estar en cualquier parte, pero a Luellen le preocupaba que estuviera por ahí con malas amistades y metiéndose en asuntos de drogas. Brazil sintió pena por Tangine, que no parecía importar en el desarrollo de las cosas y se descolgaba de la cama, fascinada por aquel hombre rubio y su bonito uniforme con tanto cuero lustroso. Sacó su linterna Mag-Lite y empezó a barrer el suelo con el haz de luz, jugando con la niña al juego de la ratita. Tangine no supo cómo tomarse aquello y se asustó. Cuando el policía se marchó, lloraba y berreaba y no parecía que tuviera intención de parar. La madre siguió con la vista a Brazil y a West mientras descendían a tientas los escalones, en completa oscuridad.

—Queda mucho —comentó West a su compañero mientras Tangine seguía con sus lloros y chillidos.

Brazil dio un paso en falso y aterrizó de culo.

—Encendería una luz si la tuviera —dijo Luellen desde el rellano de su piso.

Las dos horas siguientes las pasaron en la sala de archivo. West continuó rellenando formularios. No imaginaba que hubiera tantos en aquellas fechas. Era asombroso, y además no conocía a ninguno de los presentes allí aquella noche, y todos se mostraban rudos y poco dispuestos a respetar el rango de West. De haber sido paranoica, quizás habría sospechado una conspiración, como si alguien hubiera dado orden a los archiveros para que le montaran un mal recibimiento a la jefa ayudante, para hacerle el vacío. Sobre todo le daban la espalda, enfrascados en sus teclados, y bebían sus Diet Coke y otros refrescos. West hubiera podido imponerse por rango, pero no lo hizo. Ella misma se encargó de introducir la información sobre personas desaparecidas en el NCIC.

Brazil y ella recorrieron un rato la zona de Midland con la esperanza de reconocer al pequeño hijo adoptivo de piel estropeada y gorra de los Hornets. Pasaron despacio ante grupos de jóvenes que haraganeaban en las esquinas y bajo las farolas de las calles y que los seguían con miradas de odio. Wheatie seguía en paradero desconocido. Con el transcurso de las horas, Brazil había desarrollado cierta relación con él. Brazil imaginó la desgraciada existencia del muchacho, su soledad y su rabia. ¿Qué oportunidades tenía alguien como él? Nada más que malos ejemplos y un montón de policías que esperaban, como
cowboys,
a echarle el lazo e inmovilizarlo.

Los años de adolescencia de Brazil tampoco habían sido perfectos, pero no había comparación. Él había tenido el tenis y buenos vecinos. Los guardas de seguridad de Davidson lo trataban como si fuera de la familia y siempre era bien recibido en sus visitas al pequeño cuerpo de guardia de ladrillo, donde escuchaba sus anécdotas, chismorreos y exageraciones. Allí lo hacían sentirse especial tan pronto como entraba. Lo mismo podía decir de la lavandería, con su tejado de alambre metálico oxidado que habían ido formando los estudiantes cuando recogían su ropa y arrojaban las perchas allí arriba, donde permanecían durante años. Doris, Bette y Sue siempre tenían tiempo para Brazil. Lo mismo cabía decir de la cafetería, de la dulcería M&M, de la librería y en realidad de todos los sitios adonde iba.

Wheatie no había tenido experiencias semejantes, y posiblemente no las tendría jamás. En el mismo momento en que West daba una reprimenda a un conductor porque no llevaba puesto el cinturón de seguridad, Wheatie estaba tramando planes con sus héroes en los barrios marginales próximos a Beatties Ford Road. Eran cuatro amigos, todos ellos unos años mayores que Wheatie. Sus compañeros llevaban pantalones grandes, zapatos grandes, pistolas grandes y gruesos fajos de billetes en los bolsillos. Estaban divirtiéndose, riendo, dejándose llevar en las alas del humo de la hierba. La noche había resultado redonda y, por un dulce momento se llenó aquel punto hueco y dolido del corazón de Wheatie, y el muchacho se sintió bien.

—Dame un arma y trabajaré para ti —le dijo a Slim.

—¿Una pistola pequeña como tú? —Slim soltó una risotada—. Nada de eso —añadió, negando con la cabeza—. Te encargo un trabajo, lo estropeas y yo termino sin nada.

—Chorradas —replicó Wheatie con su tono de voz más estridente y ufano—. Conmigo no juega nadie.

—Sí, eres malo —dijo Tote.

—Sí, eres malo. —Fright imitó a Tote al tiempo que le daba unos golpecitos en la cabeza al joven Wheatie.

—Colegas, tengo que meterme algo en el estómago —dijo Slim, capaz de comerse un neumático cuando estaba colocado—. ¿Y si damos un golpe en un Hardee's?

Lo decía en serio. Slim y compañía estaban armados y colocados, y asaltar un Hardee's era una idea tan buena como cualquiera de las que habían tenido aquella noche. Todo el grupo se amontonó en el interior del Geo Tracker rojo de Slim y emprendieron la marcha con la radio tan alta que el bajo podía oírse a cinco coches de distancia. Mientras se dirigían a su objetivo, Wheatie urdió sus planes y pensó en Jerald y en lo orgulloso que se sentiría de él en aquel momento. Jerald se quedaría impresionado con los colegas de Wheatie. Ojalá Slim, Tote y Fright conociesen a Jerald. Así quizá le tendrían un poco más de respeto. Bueno, seguro que sí. Contempló los postes de teléfono y los coches que dejaban atrás y se le aceleró el corazón. Wheatie sabía lo que tenía que hacer.

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