—Buenos días, Nancy —dijo la jefa.
—Gracias. —La fiscal de distrito asintió con una sonrisa y cruzó las manos sobre su despejado escritorio—. ¿Qué puedo hacer por ti, Judy?
—Ya estarás al corriente del incidente de ayer en la estación de autobuses de la Greyhound…
—Lo sabe todo el mundo —asintió Gorelick.
Hammer acercó una silla al lateral del escritorio, negándose a sentarse directamente delante de Gorelick con un gran tablero de madera entre ambas. Pocas cosas había más valiosas que la psicología de despacho, y Hammer era una maestra en ella. En aquel instante, la actitud de la fiscal era abiertamente reticente y defensiva. Gorelick estaba inclinada hacia delante con las manos en el secante, en una postura de superioridad y de dominio. Le molestaba visiblemente que Hammer hubiera cambiado el orden de las cosas y estuvieran en aquel momento frente a frente, sin nada entre ambas salvo las piernas cruzadas.
—El caso Johnny Martino —señaló Gorelick.
—Sí —dijo Hammer—. También conocido como Magic.
—Treinta y tres cargos de atraco callejero con arma blanca —continuó Gorelick—. Pedirá un pacto. Le ofreceremos retirar diez y lo forzaremos a aceptar una sentencia por otros cinco. Como el tipo ya es reincidente con condenas en firme, estará fuera de la circulación tanto tiempo que se convertirá en un esqueleto.
—¿Cuándo calculas que se fijará fecha para el juicio, Nancy? —Hammer no se sentía impresionada, y lo cierto es que no creía una palabra. El tipo recibiría la pena mínima. Todos lo conseguían.
—Ya está fijada. —La fiscal cogió su gran agenda de tapas negras y pasó las hojas—. Vista en el tribunal superior, el veintidós de julio.
Hammer quería matarla.
—Estoy de vacaciones toda esa semana. En París. Lo he programado desde hace un año. Llevo a mis hijos y a sus familias y ya tengo los billetes, Nancy. Por eso he venido esta mañana. Las dos somos profesionales con agendas y responsabilidades abrumadoras. Sabes perfectamente que los jefes de policía por lo general no efectúan detenciones ni declaran ante los tribunales. ¿Cuándo fue la última vez que oíste hablar de algo así? Por eso te pido que colabores conmigo en este caso.
A Gorelick no le importaba qué cargo ocupaba nadie, y menos aún aquella jefa de policía, con tanta fama y fortuna personal. En el tribunal de Gorelick todo el mundo tenía trabajo pendiente, agendas apretadas y apuros de tiempo, salvo los abogados defensores, por supuesto, quienes por lo general no tenían nada en su dietario salvo espacios en blanco que llenar con problemas. Gorelick no había sentido nunca una especial admiración por Judy Hammer. La jefa era arrogante, competitiva, ebria de poder, nada colaboradora y pagada de sí misma. Destinaba una buena cantidad de dinero a trajes de diseñadores, perlas y accesorios, y desde luego no padecía de los mismos problemas —grasa corporal, acné de adulto, desequilibrios de estrógenos o rechazo— que tanta gente.
—No me han elegido para trabajar contigo ni con nadie —declaró Gorelick—. Mi trabajo consiste en señalar fechas para juicios que convengan al tribunal, y eso es lo que he hecho. Los planes de vacaciones no son asunto del tribunal y tendrás que hacer los arreglos que sean necesarios. Como todo el mundo.
Hammer observó que Gorelick iba extremada como de costumbre. La fiscal tenía tendencia a las faldas cortas, a los colores brillantes y a los escotes amplios, que invitaban a mirar cada vez que se inclinaba hacia delante para consultar documentos, expedientes o sumarios. Llevaba demasiado maquillaje, sobre todo rímel. Corrían rumores de sus muchos líos, pero hasta aquel momento Hammer había preferido considerarlos infundados. La fama que tenía entre los agentes era peor que mala; se la tenía por una golfa. La psicología de despacho dictaba que Hammer debía levantarse de su asiento.
Lo hizo y se inclinó sobre el escritorio, invadiendo con ello el dominio de su oponente, y jadeó cuanto quiso. Cogió un pisapapeles de cristal del USBank y lo manoseó. Hammer estaba muy cómoda y dominaba la situación. Hablaba con tono razonable, suave y sincero.
—Como es lógico, la prensa ha estado llamándome respecto al incidente de ayer —confesó. El juego que se llevaba con el pisapapeles incordiaba visiblemente a Gorelick—. La prensa nacional. El
Washington Post,
el
Time,
el
Newsweek,
el noticiario matinal de la CBS, Jay Leño, el
New York Times,
Don Imus, Howard Stern… —Empezó a pasear por el despacho dando golpecitos con la yema de los dedos en el pisapapeles del USBank que sostenía en la palma de la mano, como si fuera una palmeta de payaso—. Estoy segura de que todos quieren cubrir el proceso. Supongo que es una gran historia. —Continuó caminando y jugando con la pieza de cristal—. Sí, supongo que si una se detiene a pensarlo, ¿cuándo ha sucedido algo parecido? Y eso me recuerda… También han llamado algún estudio y un par de productores de Hollywood. ¿Te lo imaginas? —añadió con una carcajada.
Gorelick no se sentía bien.
—Es una situación inusual —tuvo que reconocer.
—Es un ejemplo asombroso de política comunitaria, Nancy. Que la gente haga lo que debe. —Hammer, en su deambular, hizo un gesto con el pequeño edificio de cristal rematado por una corona—. Estás tratando a una jefa de policía y a su ayudante como si fueran cualquiera, sin hacer ninguna consideración especial. —Con un gesto de asentimiento, añadió—: Me parece que a todos esos periodistas les va a gustar el asunto. ¿Tú qué opinas?
Gorelick estaría perdida; aparecería como la testaruda burócrata que era. Alguien la vencería en las elecciones del otoño siguiente y tendría que ir a trabajar a un bufete de abogados como pasante de un grupo de socios arrogantes que no le permitirían añadirse a su círculo exclusivo.
—Se lo contaré todo —dijo Hammer con una sonrisa—. Ahora mismo. Supongo que lo mejor será convocar una conferencia de prensa.
La fecha para el juicio se adelantó una semana y se fijó en una fecha conveniente para todos, excepto para Johnny Martino, alias Magic, que aguardaba en su celda, enfundado en un mono naranja chillón con el rótulo DEPT. DE CORR. grabado en la espalda. En el Corr. todo el mundo llevaba uno de esos monos y de vez en cuando, si se le ocurría pensar en ello, se preguntaba qué cojones significaría CORR. A él las letras sólo le evocaban el nombre de la compañía de ferrocarril, C&O RailRoads. Su padre había trabajado para la Amtrack; se encargaba de limpiar los vagones cuando los pasajeros los desocupaban.
Martino hijo no estaba dispuesto a ensuciarse las manos en trabajos como aquél. De ninguna manera. Era increíble cómo le dolía la pierna donde le había dado la patada aquella zorra. Menudas armas llevaba la gente hoy en día, sobre todo las tías.
¡Las dos apuntándolo a la cabeza con unas malditas semiautomáticas de calibre 40! ¿De dónde cojones salía aquello? ¿De Marte? ¿Aquellas dos tías, las habían teletransportado? Aún seguía sin entenderlo, y llevaba toda la mañana sentado en el estrecho catre diciéndose que lo del día anterior en el autobús no había sucedido.
Después se concentró en el retrete de acero, de cuya cadena no se había preocupado de tirar la noche anterior. La espinilla le dolía muchísimo y tenía un bulto del tamaño de una naranja, con la piel rota en el medio, como un ombligo, en el punto donde había impactado la puntera metálica del zapato. Ahora que había reflexionado un poco más a fondo sobre lo sucedido, se daba cuenta de que debería haber sospechado de que dos señoras ricas como aquéllas tomaran un Greyhound. La gente como ellas no cogía nunca el autobús. Algunos de los tipos que ocupaban las celdas no paraban de gastarle bromas, diciendo que una vieja lo había puesto fuera de la circulación de una patada. El hombre sacó un cigarrillo y pensó en poner una demanda. También pensó en hacerse otro tatuaje; tendría tiempo, mientras estaba encerrado.
Brazil tampoco tenía un día especialmente favorable. Packer y él estaban revisando otro artículo bastante largo —iniciativa del propio Brazil— sobre madres solas en un mundo sin hombres. Brazil continuó encontrando marcas tipográficas, espacios y blancos que sabía que no eran cosa suya. Alguien había entrado en la papelera de su ordenador y había revuelto sus ficheros. Estaba explicándoselo a Packer, el redactor jefe de información local, mientras revisaban los párrafos para estudiar la violación.
—¿Ve? —decía Brazil con ardor, vestido de uniforme y dispuesto para otra noche en la calle—. Es muy raro. Hace un par de días que encuentro continuamente cosas así.
—¿Y estás seguro de que no es cosa tuya? Tienes tendencia a retocar demasiado tus escritos —dijo Packer.
Lo que había observado el redactor jefe era que la admirable productividad de Brazil había alcanzado ya el nivel de lo «no humanamente posible». El muchacho vestido de policía asustaba a Packer. Éste ni siquiera quería ya sentarse al lado de Brazil. Brazil no era normal. Recibía elogios de la policía y firmaba un promedio de tres artículos cada mañana, incluso los días que tenía que librar. Por otra parte su trabajo era increíblemente bueno, tratándose de alguien tan inexperto que nunca había estado en la escuela de periodismo. Packer sospechaba que Brazil ganaría un Pulitzer a los treinta; tal vez incluso antes. Por esa razón se proponía seguir siendo el redactor jefe del muchacho aunque el trabajo fuera intenso y agotador y le hiciera aborrecer la existencia un poco más cada día.
Aquella mañana era un ejemplo típico. El despertador había sonado a las seis y se había levantado aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo. Mildred, su esposa, estaba fresca y contenta como era habitual en ella y preparaba el desayuno en la cocina mientras
Dufus,
su cachorro de Boston terrier de pura raza, resbalaba en el suelo de costado y miraba muy atento, buscando algo más que roer, o que marcar con la orina, o dónde hacer las deposiciones. Packer procedía a meterse la camisa por dentro del cinturón en el momento de asomarse a aquella escena doméstica, mientras intentaba despejarse y se preguntaba si su esposa estaría perdiendo el poco juicio que le quedaba.
—Mildred —dijo—. Estamos en verano. Las gachas no apetecen con este calor.
—Claro que sí. —La mujer se sentía activa y contenta—. Son buenas para la hipertensión.
Dufus
saltó sobre Packer y le hizo fiestas, danzando en torno a sus pies e hincando los dientes en las perneras del pantalón en un intento por encaramarse a él. Packer nunca tocaba al cachorro de su mujer si podía evitarlo y se había negado a tener cualquier participación en su desarrollo más allá de bautizarlo, con las protestas de Mildred, quien había impuesto como cláusula matrimonial que nunca estaría sin uno de aquellos repulsivos perritos de la infancia.
Dufus
no andaba muy bien de la vista. Desde su perspectiva, Packer era un árbol muy grande y nada amistoso, un poste de electricidad o de teléfono, una valla, tal vez.
Cada vez que captaba el olor de Packer,
Dufus
se veía aerotransportado y aplastado en la hierba, obligado a acuclillarse y a aliviar otras funciones básicas que no tenían ningún sentido para
Dufus.
El perro desató los cordones de los zapatos de Packer.
Packer cruzó la redacción como si no viera en el mundo otro color que el gris. Volvió a meterse la camisa en los pantalones y se dirigió al lavabo con la sensación de que tenía necesidad de ir, aunque sabía que no haría nada, una vez más. Recordó que el miércoles siguiente, a las dos, tenía cita con el urólogo.
Brazil bajó las escaleras mecánicas corriendo, decidido a tomar el asunto en sus manos. Abrió a empujones varias puertas hasta entrar por fin en el espacio de atmósfera enrarecida, mantenida con aire acondicionado, en el que Brenda Bond gobernaba el mundo desde una silla de tela verde y con ruedas, ergonómicamente correcta. Sus pies descansaban en un escabel ajustable y sus valiosas manos estaban colocadas sobre un teclado sinuoso diseñado para evitar el síndrome del túnel carpiano.
Bond estaba rodeada de ordenadores IBM y Hewlett Packard, aparatos multiplex, modems, vitrinas que contenían enormes carretes de cinta magnética, descodificadores y un receptor de satélite de la Associated Press. Aquélla era su cabina de mando, y Brazil había llegado hasta allí. Bond no daba crédito a la presencia del joven delante de ella; no podía creer que él la hubiera buscado y hubiese querido estar con ella y sólo con ella en aquel punto preciso del tiempo y del espacio. Las mejillas le ardían mientras lo miraba de arriba abajo. Brazil era atractivo y lo sabía, y ya empezaba a mostrar su desprecio hacia ella.
—Creo que alguien revuelve en mi papelera y abre mis archivos —anunció Brazil.
—Imposible —replicó con arrogancia Bond, la genio—. A menos que hayas dado la contraseña a alguien.
—Quiero cambiarla.
Brenda Bond estaba estudiando los pantalones de uniforme del joven y cómo le quedaban, sobre todo en la parte de la cremallera, con un sentido de la propiedad y de conciencia de superioridad. Brazil se ocupó de mirar ostentosamente hacia donde ella miraba, como si tuviera algo en el pantalón.
—¿Qué? ¿Se me ha caído algo? —preguntó mientras salía.
No se trataba de que llevase unos pantalones demasiado ceñidos, ni que fueran provocativos en modo alguno. Brazil no se ponía nunca nada para atraer la atención hacia sí o para impresionar a otros. Nunca le había gustado ir de compras. Todo su guardarropa podía acomodarse en un par de cajones y una veintena de perchas. Tenía sobre todo uniformes y ropa de tenis que le suministraba el equipo y la marca Wilson, que lo había colocado en una lista de patrocinados cuando estaba en el instituto y figuraba entre los cinco mejores juniors del estado. A decir verdad, los pantalones de uniforme le hacían bolsas. Aun así, gente como Brenda Bond seguía mirándolo. También Axel.
Brazil no tenía idea del efecto que producía en otros cuando vestía de azul noche y cuero negro. Si se hubiera detenido a analizarlo unos instantes, habría descubierto que los uniformes tenían que ver con el poder, y éste era un afrodisíaco. Axel lo sabía bien. Se levantó de su mesa y cruzó la redacción al trote, en su persecución. Brazil era famoso por sus
sprints
escaleras abajo hasta el aparcamiento. Axel hacía ejercicio en el gimnasio Powerhouse cada mañana, muy temprano, y tenía un cuerpo espectacular y escultural.
Bebía Met-Rx dos veces al día y era muy admirado cuando relucía de sudor y cuando hacía pesas con sus minúsculos pantalones cortos, una camiseta de tirantes y el cinturón apretado y las venas le sobresalían. Otros gimnastas en buena forma dejaban lo que estaban haciendo para contemplarlo. Más de una vez lo había acosado algún vecino en aquel bloque de apartamentos. Tommy Axel podía tener a quien quisiera, y probablemente lo había tenido cuando había querido. Pero no le interesaba el aerobic porque no era un deporte para espectadores. Se quedaba sin resuello fácilmente.