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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (10 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—De todas formas, ¿guardará el secreto?… No me siga.

Cruzó la calle y se dirigió en la oscuridad hacia los pequeños peldaños que, bajo el arco, llevan a la calle de Essex. Dejé que se fuera. Y fue la última vez que lo vi.

Posteriormente recibí dos cartas suyas pidiéndome que le enviara billetes de banco, nada de cheques, a ciertas direcciones. Yo sopesé el asunto e hice lo que consideré más prudente. Una vez vino a casa cuando estaba fuera. Mi hijo lo describió como un hombre delgado, sucio, harapiento y con una tos horrible. No dejó ningún mensaje. En lo que a mi historia concierne, ése fue el punto final. Nunca más volví a tener noticias suyas. A veces me pregunto qué habrá sido de él. ¿Era un monomaniaco ingenioso, un fraudulento comerciante de bisutería, o había fabricado realmente los diamantes como aseguraba? Esto último es lo suficientemente creíble como para hacerme pensar a veces que he perdido la oportunidad más brillante de mi vida. Quizás esté muerto y sus diamantes tirados por ahí… Uno, repito, era casi tan grande como mi pulgar. Quizás aún esté intentando vender los diamantes. También es posible que vuelva todavía triunfante a la sociedad y, al pasar por mi casa con la serena altivez sagrada de los ricos y famosos, me reproche en silencio mi falta de valor. A veces pienso que al menos podía haber arriesgado cinco libras.

LA ISLA DE ÆIORNIS

El hombre de la cicatriz en la cara se inclinó sobre la mesa y miró mi fardo.

—¿Orquídeas? —preguntó.

—Unas cuantas —respondí.

—¿Cypripedios? —continuó.

—Principalmente.

—¿Alguno nuevo? Yo pensaba que no. Hice esas islas hace veinticinco… veintisiete años. Si encuentra usted algo nuevo aquí, bueno, entonces es novísimo. No dejé gran cosa.

—No soy coleccionista —aclaré.

—Entonces era joven —continuó—. ¡Cielos, cómo solía volar por ahí!

Parecía estar tomándome la medida.

—Estuve en las Indias Occidentales dos años y en Brasil siete. Luego fui a Madagascar.

—Conozco de nombre a algunos exploradores —expliqué previendo una historia increíble—. ¿Para quién recogía usted?

—Para Dawson. ¿Ha oído alguna vez el nombre de Butcher?

Butcher… Butcher… El nombre parecía vagamente presente en mi memoria. Entonces recordé:
Butcher contra Dawson
.

—¡Anda! —exclamé yo—, usted es el hombre que los demandó por el sueldo de cuatro años… naufragó y arribó a una isla desierta…

—Servidor —dijo el hombre de la cicatriz haciendo una inclinación—. Un caso divertido, ¿verdad? Ahí estaba yo, ganando una pequeña fortuna en esa isla, no haciendo tampoco nada para ganarla, y ellos completamente incapaces de avisarme. A menudo solía divertirme pensando en eso mientras estaba allí. Hice cálculos sobre ello —grandes—, por todo el bendito atolón con figuras decorativas.

—¿Cómo ocurrió?

—Bueno… ¿Ha oído hablar del Æpiornis?

—Bastante. Andrews me contaba de una nueva especie en la que estaba trabajando hace sólo un mes o así. Justo antes de embarcarme. Consiguieron, según parece, un fémur de casi una yarda de largo. ¡Un monstruo debió de ser el animal!

—Le creo —dijo el hombre de la cicatriz—. Era realmente un monstruo. El ave gigantesca de Simbad no era más que una leyenda sobre ellos. Pero ¿cuándo encontraron esos huesos?

—Hace unos tres o cuatro años, en el 91 creo. ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Porque fui yo el que los encontró… ¡Cielos! Hace casi veinte años. Si Dawson no se hubiera comportado estúpidamente sobre ese sueldo podían haber hecho un buen negocio con ellos. No pude evitar que el infernal bote se fuera a la deriva.

Hizo una pausa.

—Supongo que es el mismo sitio. Una especie de ciénaga a unas noventa millas al norte de Antananarivo. ¿Lo conoce acaso? Hay que ir por la costa en barca. ¿No lo recordará usted por casualidad, quizá?

—No. Creo que Andrews dijo algo sobre una ciénaga.

—Debe de ser la misma. Está en la costa este. Y de todas formas hay algo en el agua que impide que las cosas se descompongan. Huele como a creosota. Me recordó a Trinidad. ¿Siguen consiguiendo huevos? Algunos de los que yo encontré medían pie y medio de largo. La ciénaga lo rodea todo alrededor, sabe, y deja aislado este trozo. La mayor parte es sal, también. Bueno… ¡Qué mal lo pasé! Los encontré totalmente por casualidad. íbamos buscando huevos, yo y los dos nativos, en una de esas extrañas canoas, todos apretujados, y encontramos los huesos al mismo tiempo. Teníamos una tienda y provisiones para cuatro días, y acampamos en uno de los sitios más firmes. Pensar en ello me trae a la memoria aquel extraño olor a brea incluso ahora. Es un trabajo curioso. Se va sondeando el barro con barras de hierro, sabe. Generalmente el huevo termina hecho pedazos. Me pregunto cuánto tiempo hace que vivieron realmente estos Æpiornis. Los misioneros dicen que los nativos tienen leyendas de cuando estaban vivos, aunque yo jamás oí esas historias
[2]
. Pero, desde luego, los huevos que conseguimos estaban tan frescos como si los acabaran de poner. ¡Frescos! Al llevarlos a la canoa, uno de mis negros dejó caer uno contra una roca y se hizo pedazos. ¡Qué paliza le di al desgraciado! Pero el huevo era fresco como recién puesto, ni siquiera olía, y su madre llevaba muerta los últimos cuatrocientos años, quizá. Dijo que un ciempiés le había mordido. Pero voy a contar la historia seguida. Nos había llevado todo el día cavar en el fango para conseguir esos huevos enteros y estábamos todos embadurnados de ese bestial barro negro, y naturalmente yo estaba cabreado. Por lo que yo sabía eran los únicos huevos que se habían sacado, y además enteros. Posteriormente fui a ver los que tienen en el Museo de Historia Natural de Londres. Todos ellos estaban rotos y pegados como un mosaico y con fragmentos que faltaban. Los míos era perfectos, y yo tenía la intención de abrirlos cuando estuviera de vuelta. Naturalmente me molestó que el estúpido inútil dejara caer tres horas de trabajo por culpa de un ciempiés. Le golpeé bastante.

El hombre de la cicatriz sacó una pipa de arcilla. Yo puse mi petaca delante de él y llenó la pipa distraídamente.

—¿Qué pasó con los otros? ¿Los trajo a casa? No recuerdo…

—Ésa es la parte curiosa de la historia. Tenía otros tres. Huevos absolutamente frescos. Bueno, los pusimos en el bote y luego yo subí a la tienda a hacer algo de café, dejando a mis dos infieles abajo en la playa, uno tonteando con la picadura y el otro ayudándole. Nunca se me ocurrió que el desgraciado se aprovecharía de la posición especial en que me encontraba para montar una bronca. Pero supongo que el veneno del ciempiés y las patadas que le había dado le habían trastornado —siempre fue un tipo pendenciero— y persuadió al otro.

»Recuerdo que estaba sentado, fumando e hirviendo el agua en una lámpara de alcohol que solía llevar en estas expediciones. Casualmente admiraba la ciénaga en la puesta de sol. Estaba toda negra y rojo sangre a rayas, una hermosa vista. Y más allá la tierra se elevaba gris y brumosa hasta las montañas, y el cielo detrás de ellas estaba rojo como boca de horno. Y cincuenta yardas a mis espaldas estaban estos benditos paganos —sin pensar para nada en la tranquila aura de las cosas— conspirando para marcharse con la barca y dejarme completamente solo con provisiones para tres días, una tienda de lona y nada de beber en absoluto salvo un pequeño barril de agua. Oí una especie de alarido detrás de mí, y allá estaban en esa especie de canoa —no era propiamente una barca— y, quizás a veinte yardas de tierra. Me di cuenta de lo que pasaba al instante. Tenía la escopeta en la tienda, y además no tenía balas, sólo perdigones para patos salvajes. Ellos lo sabían. Pero tenía un pequeño revólver en el bolsillo y lo saqué al tiempo que bajaba corriendo a la playa.

»—Volved —grité yo, blandiendo el revólver.

»—Me chapurrearon algo, y el que había roto el huevo se burló. Apunté al otro porque no estaba herido y llevaba el remo, y fallé. Se rieron. Pero yo no estaba vencido. Sabía que tenía que mantener la calma. Lo intenté de nuevo y le hice saltar con el golpe. Esa vez no se rió. La tercera le alcancé en la cabeza y se fue por la borda, y el remo con él. Fue un bonito disparo con suerte para un revólver. Calculo que serían cincuenta yardas. Se hundió directamente. No sé si le di o simplemente se aturdió y se ahogó. Luego empecé a gritar al otro que volviera, pero él se acurrucó en la canoa y no quiso contestar. Así que disparé mi revólver contra él, pero no conseguí alcanzarle.

»Le digo que me sentí como un completo idiota. Allí estaba yo en esa podrida playa negra, toda una ciénaga plana a mis espaldas y el mar liso, frío tras la puesta de sol, y sólo esta negra canoa deslizándose a la deriva hacia alta mar. Le digo que maldije a Dawson y a Jamrach y a los museos y a todo eso por igual. Me desgañité diciéndole al negro que volviera hasta que mi voz se convirtió en un chillido.

»No había otra solución que nadar tras él y arriesgarme con los tiburones. Así que abrí la navaja, me la puse en la boca, me quité la ropa y entré vadeando. Tan pronto como estuve en el agua perdí de vista a la canoa, pero tomé el rumbo que juzgué adecuado para interceptarla. Esperaba que el hombre que iba en ella estuviera demasiado mal para dirigirla y que seguiría a la deriva en la misma dirección. Pronto apareció de nuevo en el horizonte en dirección suroeste. El resplandor del crepúsculo se había extinguido ya completamente y avanzaba la oscuridad de la noche. Las estrellas hacían su aparición en el azul. Nadé como un campeón aunque pronto empezaron a dolerme los brazos y las piernas.

»A pesar de todo, cuando casi todas las estrellas habían salido ya, llegué hasta él. Según oscurecía empecé a ver todo tipo de cosas resplandecientes en el agua, fosforescencias, ¿sabe? A veces me daban mareos. Apenas si podía distinguir las estrellas de las fosforescencias, y si nadaba hacia adelante o hacia atrás. La canoa era negra como el pecado y los rizos del agua bajo la proa parecían fuego líquido. Naturalmente fui muy cauteloso para subirme a ella. Ante todo estaba ansioso por ver lo que tramaba. Parecía estar acurrucado hecho un ovillo en la proa y la popa estaba toda fuera del agua. La canoa seguía girando alrededor lentamente al tiempo que derivaba, como bailando una especie de vals, ¿sabe? Fui hasta la popa y tiré de ella hacia abajo esperando que despertara. Luego empecé a subirme con la navaja en la mano y preparado para un ataque. Pero no se movió. Así que allí me senté, en la popa de la pequeña canoa a la deriva por un mar calmo y fosforescente, y con todas las estrellas encima de mí, esperando que sucediera algo.

»Después de mucho tiempo le llamé por su nombre, pero no respondió. Yo estaba demasiado cansado para arriesgarme a llegar hasta donde estaba él. Así que allá seguimos sentados. Creo que me quedé dormido dos o tres veces. Cuando llegó la aurora vi que estaba tan muerto como un clavo, todo hinchado y color púrpura. Mis tres huevos y los huesos yacían en medio de la canoa, y el barrilillo de agua, algo de café y las galletas envueltas en un ejemplar del Argus del Cabo estaban a sus pies, y una lata de alcohol metílico debajo de él. No había ningún remo, ni de hecho nada que pudiera emplear como tal a no ser la lata de alcohol, por lo que decidí seguir a la deriva hasta que me recogieran. Le inspeccioné, establecí un veredicto contra la serpiente, escorpión o ciempiés desconocido y lo envié por la borda. Después tomé un trago de agua y unas galletas y eché un vistazo alrededor. Supongo que alguien en una posición baja como estaba yo no ve muy lejos, de todos modos Madagascar no se veía por ninguna parte, ni tampoco rastro de tierra. Vi una vela que iba en dirección suroeste, parecía una goleta, pero nunca llegué a ver el casco. Pronto el sol estuvo alto en el cielo y empezó a caer sobre mí. ¡Cielos! Casi me hacía hervir el cerebro. Traté de mojar la cabeza en el mar, pero después de un rato me fijé por casualidad en el Argus del Cabo, me tumbé en la canoa y lo extendí sobre mí. ¡Qué maravillosos son los periódicos! Nunca había leído uno de cabo a rabo, pero es curioso las cosas que hace uno cuando está solo como lo estaba yo. Supongo que leí ese bendito Argus del Cabo atrasado veinte veces. La pez de la canoa simplemente humeaba con el calor y estalló en grandes ampollas.

»Estuve a la deriva diez días —prosiguió el hombre de la cicatriz—. Es poca cosa cuando se cuenta, ¿verdad? Cada día como el anterior. Excepto de madrugada y ya avanzada la tarde nunca mantuve una vigilancia constante, tan infernal era el resplandor. No vi una vela hasta pasados los tres primeros días, y las que vi no me hicieron caso. Hacia la sexta noche un barco pasó apenas a media milla de mí con todas las luces encendidas y las portillas abiertas, parecía una gran luciérnaga. Había música a bordo. Me puse en pie y voceé y chillé. El segundo día abrí uno de los huevos de Æpiornis, quité el extremo de la cáscara raspándola poco a poco y lo probé y me alegré al comprobar que era lo bastante bueno para comer. Un poco fuerte —no malo, quiero decir—, pero con algo del sabor de los huevos de pato. Había una especie de mancha circular, de unas seis pulgadas, en un lado de la yema, y con rayas de sangre y una mancha blanca como una escalera que me pareció extraña, pero no entendí lo que significaba en aquel momento, y no estaba para quisquillosidades.

»El huevo me duró tres días con galletas y un trago de agua. Masqué granos de café también… vigorizante sustancia. El segundo huevo lo abrí hacia el octavo día, y me escamó.

El hombre de la cicatriz hizo una pausa.

—Sí —dijo—, estaba empollando. Me atrevería a decir que lo encuentra difícil de creer. Yo no lo creía ni con la cosa delante de mí. Ahí había estado el huevo, hundido en ese frío lodo negro, quizá trescientos años. Pero no cabía error. Allí estaba —¿cómo se llama?— el embrión con su gran cabeza y la espalda curvada y el corazón latiendo bajo la garganta y la yema apergaminada y grandes membranas extendiéndose dentro de la cáscara y por toda la yema. Y allí estaba yo incubando los huevos del mayor de todos los pájaros extinguidos en una pequeña canoa en medio del océano índico. ¡Si el viejo Dawson lo hubiera sabido! Eso merecía el sueldo de cuatro años. ¿Qué piensa usted? A pesar de todo tuve que comerme esa maravilla completamente, hasta la última pizca, antes de avistar el arrecife y algunos de los bocados fueron bestialmente desagradables. No comí el tercero. Lo levanté y miré al trasluz, pero la cáscara era demasiado gruesa para sacar ninguna idea de lo que pudiera estar ocurriendo dentro, y aunque yo me imaginé que oía latir la sangre, podía haber sido el ruido de mis propias orejas, como ocurre cuando se escucha el sonido de una concha.

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