El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (13 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Me apresuré a ver a Davidson. Tenía un librito delante de la cara y estaba mirándolo y riéndose levemente.

—Es sorprendente —dijo—. Hay como un parche puesto allí —apuntó con el dedo—. Estoy como de costumbre sobre las rocas, y los pingüinos están tambaleándose y aleteando como siempre, y ha estado apareciendo una ballena de vez en cuando, pero se ha puesto demasiado oscuro para divisarla. Sin embargo pon algo allí, y lo veo, de veras que lo veo. Está muy borroso y con fisuras en algunas partes, pero a pesar de todo lo veo, como un tenue espectro de sí mismo. Lo descubrí esta tarde cuando me estaban vistiendo. Es como un agujero en este mundo fantástico. Pon tu mano junto a la mía. No, ahí no. ¡Ah, sí, la veo! ¡La base del pulgar y un poco del puño de la camisa! Parece el fantasma de un trozo de tu mano asomándose en el oscuro cielo. Justo a su lado está saliendo un grupo de estrellas como una cruz.

Desde este momento Davidson comenzó a sanar. Su relato del cambio, como la descripción de su alucinación, era extrañamente convincente. Por los parches de su campo de visión el mundo fantástico se fue debilitando y transparentándose, por decirlo así, y a través de estas brechas traslúcidas comenzó a ver borrosamente el mundo real en torno suyo. Los parches aumentaron en cantidad y tamaño, se juntaron y extendieron hasta que sólo quedaron acá y allá algunos puntos ciegos en su vista. Podía levantarse y moverse, comer sin ayuda otra vez, leer, fumar y comportarse de nuevo como un ciudadano normal. Al principio le resultaba muy confuso tener estos dos cuadros sobreponiéndose el uno al otro como las vistas cambiantes de un foco, pero muy pronto comenzó a distinguir lo real de lo ilusorio.

Cuando empezó a sanar estaba contento de verdad y no parecía más que impaciente por completar su curación haciendo ejercicio y tomando tónicos. Pero al tiempo que aquella extraña isla suya empezó a desvanecerse él se volvió extrañamente interesado en ella. Especialmente deseaba bajar de nuevo a las profundidades marinas y se pasaba la mitad del tiempo deambulando por las partes bajas de Londres, intentando encontrar el barco naufragado que había visto a la deriva. El resplandor de la auténtica luz del día muy pronto le impresionó tan vivamente que borró todos los rastros de su mundo visionario, aunque, por la noche, en su habitación a oscuras, todavía podía ver las blancas rocas de la isla batidas por el agua y a los torpes pingüinos tambaleándose de acá para allá. Pero incluso estas imágenes se debilitaron cada vez más, y, por fin, poco después de casarse con mi hermana, las vio por última vez. Y ahora tengo que contar lo más extraño de todo. Unos dos años después de la curación cené con los Davidson, y, terminada la cena, se presentó un hombre llamado Atkins. Es teniente de la marina y una persona agradable y habladora. Tenía una relación de amistad con mi cuñado y pronto la tuvo conmigo. Resultó que estaba prometido con la prima de Davidson y casualmente sacó una especie de cartera con fotografías para enseñarnos un retrato nuevo de su novia.

—Y por cierto —dijo— aquí está el viejo
Fulmar
.

Davidson lo miró de pasada. Luego, de repente, se le iluminó la cara:

—¡Cielos! —exclamó—, casi podría jurar…

—¿Qué? —preguntó Atkins.

—Que había visto ese barco antes.

—No sé cómo lo has podido ver. No ha salido de los mares del sur en seis años y antes…

—Pero… —comenzó Davidson y siguió—. Sí, ése es el barco con el que soñé. Estoy seguro de que es el barco con el que soñé. Estaba junto a una isla de pingüinos y disparó un cañón.

—¡Dios mío! —exclamó Atkins, que ya estaba enterado de los detalles de la alucinación—, ¿cómo diantres podías soñar con eso?

Luego, poco a poco, nos fuimos enterando de que el mismísimo día del acceso de Davidson el
Fulmar
había estado frente a un islote al sur de la Isla de las Antípodas. Un bote había desembarcado durante la noche para conseguir huevos de pingüino, se había retrasado y, habiendo estallado una tormenta, la tripulación del bote había decidido esperar hasta la mañana para retornar al barco. Atkins había sido uno de ellos y corroboró, palabra por palabra, las descripciones que Davidson había hecho de la isla y del bote. No nos cabe la menor duda de que Davidson ha visto realmente el lugar. De alguna forma indescriptible, mientras iba de acá para allá en Londres, su vista se movía paralelamente de acá para allá en esa isla distante. El cómo es absolutamente un misterio.

Esto completa la extraordinaria historia de los ojos de Davidson. Quizás es el caso mejor autentificado que existe de verdadera visión a distancia. No sé de ninguna explicación excepto la que ha lanzado el profesor Wade. Pero su teoría implica la cuarta dimensión, y una disertación sobre tipos teóricos de espacio. Hablar de una torsión en el espacio me parece una tontería, quizá se deba a que no soy matemático. Cuando dije que nada alteraría el hecho de que el lugar está a ocho mil millas, respondió que dos puntos pueden estar a una yarda de distancia en una hoja de papel y, sin embargo, se los puede juntar doblando el papel. El lector quizá comprenda este argumento, yo ciertamente no. Su idea parece consistir en que Davidson, al inclinarse entre los polos del gran electroimán, recibió una sacudida extraordinaria en sus elementos retinales a través del repentino cambio en el campo de fuerza debido al rayo.

En consecuencia, piensa que quizá sea posible vivir visualmente en una parte del mundo, mientras se vive corporalmente en otra. Hasta ha realizado algunos experimentos para apoyar sus puntos de vista, pero hasta ahora sólo ha conseguido dejar ciegos a unos cuantos perros. Creo que ése es el único resultado de su trabajo, aunque hace algunas semanas que no lo veo. Últimamente he estado tan ocupado con el trabajo relacionado con la instalación de Saint Pancras que no he tenido oportunidad de visitarlo. Pero toda su teoría me parece fantástica. Los hechos concernientes a Davidson van por otros derroteros completamente diferentes, y personalmente puedo atestiguar la exactitud de cada uno de los detalles que he referido.

EL DIOS DE LAS DINAMOS

El encargado jefe de las tres dinamos que zumbaban y rechinaban en Camberwell para mantener en marcha el ferrocarril eléctrico procedía del condado de York, y se llamaba James Holroyd. Era un electricista práctico, pero aficionado al whisky, un bruto pelirrojo y pesado con una dentadura irregular. Dudaba de la existencia de Dios, pero aceptaba el ciclo de Carrot y había leído a Shakespeare, encontrándolo flojo en química. Su ayudante procedía del misterioso Este y se llamaba Azuma-zi. Pero Holroyd le llamaba Pooh-ba. A Holroyd le gustaban los ayudantes negros porque soportaban las patadas —una costumbre de Holroyd—, y no fisgaban en la maquinaria ni trataban de aprender su funcionamiento. Holroyd nunca fue plenamente consciente de algunas raras potencialidades de la mente negra al entrar en contacto con la quintaesencia de nuestra civilización, aunque justo al final de su vida alcanzara a atisbarlas.

Describir a Azuma-zi sobrepasaba cualquier etnología. Era, quizá, más negroide que otra cosa, aunque tenía el pelo rizado más que apelmazado, y su nariz disponía de caballete. Además tenía la piel más morena que negra y el blanco de sus ojos era de color amarillo. Los anchos pómulos y el estrecho mentón daban a su rostro la forma de una V viperina. También tenía la cabeza ancha en la parte posterior y baja y angosta en la frente, como si le hubieran embutido el cerebro a la inversa que a un europeo. Bajo de estatura, su inglés era todavía más reducido que su altura. Al hablar producía numerosos ruidos extraños sin valor comercial conocido, y sus escasas palabras estaban esculpidas y vaciadas en grotescos gestos heráldicos. Holroyd intentó aclarar sus creencias religiosas y, especialmente después del whisky, le sermoneaba contra la superstición y los misioneros. Azuma-zi, sin embargo, evadía la discusión sobre sus dioses aunque por ello recibiera buenos puntapiés.

Azuma-zi, vestido con blanca pero insuficiente indumentaria, había venido a Londres en la bodega del
Lord Clive
procedente de los Estrechos y aun de más allá. Ya en su juventud había oído hablar de la grandeza y las riquezas de Londres, donde todas las mujeres son blancas y rubias, y hasta los mendigos callejeros son blancos. Así que había llegado, con unas monedas de oro recién ganadas en los bolsillos, para adorar en el santuario de la civilización. El día de su llegada era sombrío: el cielo estaba cubierto y una llovizna movida por el viento se filtraba hasta las calles grasientas, pero él se sumergió temerariamente en los deleites de Shadwell. Civilizado sólo en el vestido, con la salud destrozada, sin dinero y prácticamente una bestia si exceptuamos lo más elemental, pronto se vio obligado a trabajar para James Holroyd y a soportar sus malos tratos en el cobertizo de las dinamos de Camberwell. Y para James Holroyd los malos tratos eran una muestra de cariño.

En Camberwell había tres dinamos con sus motores. Las dos que estaban desde el principio eran máquinas pequeñas. La mayor era nueva. Las máquinas pequeñas hacían un ruido razonable, sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en cuando las escobillas ronroneaban sordamente y el aire rugía constante entre los polos, uhuu, uhuu, uhuu. Una tenía las sujeciones sueltas y hacía vibrar el cobertizo. Pero la dinamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el continuo zumbido de su cilindro de hierro que, de alguna manera, hacía zumbar parte de la estructura metálica. El lugar hacía tambalear las cabezas de los visitantes con el sordo, monótono y constante latido de las máquinas, la rotación de las grandes ruedas, los giros de la válvula de bola, las ocasionales expulsiones del vapor, y, sobre todo, la nota profunda, incesante, como de rompeolas, de la gran dinamo. Este último ruido era un defecto desde el punto de vista de la ingeniería, pero Azuma-zi lo atribuía al poder y orgullo del monstruo.

Si fuera posible, haríamos que el lector estuviera escuchando los ruidos de ese cobertizo en cada una de estas páginas, contaríamos toda nuestra historia al compás de semejante acompañamiento. Era como una corriente constante de estrépito en la que el oído distinguía primero un ruido y después otro; se podía oír el intermitente resoplar, jadear y bullir de las máquinas de vapor, la succión y el golpe seco de los pistones, el sordo zumbido del aire entre los radios de las grandes ruedas motrices, el restallar de las correas de cuero al tensarse y aflojarse, el irritante bullicio de las dinamos, y, sobre todos los demás, inaudible a veces, como si el oído se cansara de ella para volver de nuevo furtivamente a los sentidos, estaba la nota de trombón de la gran máquina. Al pisar, el suelo nunca parecía firme y seguro, sino que temblaba y trepidaba. El lugar desorientaba y aturdía lo suficiente como para reducir los pensamientos de cualquiera a extraños zigzags. Y en los tres meses que duraba la gran huelga de los mecánicos ni Holroyd, que era un esquirol, ni Azuma-zi, que era un simple negro, habían salido de aquel agitado remolino, sino que dormían y comían en la pequeña garita de madera situada entre el cobertizo y los portones de entrada.

Holroyd hizo una disertación teológica sobre la gran máquina poco después de llegar Azuma-zi. Tenía que gritar para hacerse oír: —Mira eso —decía Holroyd—. ¿Dónde está tu ídolo pagano que pueda igualársele?

Y Azuma-zi miraba. Durante unos momentos la voz de Holroyd fue inaudible, luego Azuma-zi oyó:

—Mata cien hombres. Doce por ciento mejores que los corrientes —dijo Holroyd—, y eso es algo muy parecido a un dios.

Holroyd estaba orgulloso de su gran dinamo, y habló tanto a Azuma-zi de su tamaño y potencia que Dios sabe qué extrañas representaciones mentales desataron dentro del negro y rizoso cráneo su conversación y el estruendo incesante. Explicó del modo más gráfico la aproximadamente docena de maneras con las que la máquina podía matar a un hombre, y una vez le dio un buen susto como muestra. Desde entonces, en los descansos del trabajo —un trabajo pesado puesto que no sólo hacia el suyo, sino la mayor parte del de Holroyd—, Azuma-zi se sentaba a observar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chispeaban y lanzaban destellos azulados, lo que hacía proferir maldiciones a Holroyd, pero todo lo demás era tan suave y rítmico como la respiración. La rueda de transmisión corría zumbando sobre el eje, y siempre a las espaldas del que miraba se oía el complaciente golpe sordo del pistón. Así es que la máquina pasaba todo el día en ese ligero y amplio cobertizo, siendo atendida por él y por Holroyd. No se hallaba aprisionada ni esclavizada para mover un barco como las otras máquinas que conocía —simples demonios cautivos del salomón británico—, sino que ésta estaba entronizada. Azuma-zi despreciaba por la pura fuerza del contraste las dos dinamos más pequeñas, y a la grande la bautizó secretamente con el título de
Dios de las dinamos
. Las pequeñas eran inquietas e irregulares, pero la grande era segura. ¡Qué grande era! ¡Qué fácil y sereno su funcionamiento! Mayor y más sosegada incluso que los budas que había visto en Rangún, y además no inmóvil, sino ¡viva! Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban, los anillos daban vueltas bajo las escobillas y la profunda nota de su muelle fortalecía el conjunto. Esto afectó misteriosamente a Azuma-zi.

Azuma-zi no amaba el trabajo. Cuando Holroyd se marchaba a convencer al mozo del patio para que le trajera whisky, se sentaba por allí a observar al Dios de las dinamos, aunque su puesto no estaba en el cobertizo de la dinamo, sino detrás de las máquinas, y, además, si Holroyd le pillaba remoloneando le golpeaba con una vara de grueso alambre de cobre. Se acercaba al coloso y se quedaba allí de pie mirando la gran correa de cuero que corría por encima. La correa tenía un parche negro y a él, por alguna razón, le gustaba contemplar en medio de todo aquel estruendo cómo volvía el parche una y otra vez. Extraños pensamientos bailaban al compás de aquella rotación. Los científicos nos cuentan que los salvajes atribuyen almas a las rocas y a los árboles, y una máquina es algo mil veces más vivo que una roca o un árbol. Azuma-zi era todavía prácticamente un salvaje, la civilización no había calado más allá de las baratas vestimentas, las magulladuras y las manos y la cara tiznadas de carbón. Su padre antes que él había adorado a un meteorito y quizá la sangre de sus parientes había salpicado las grandes ruedas del carro de Krishna.

Aprovechaba todas las oportunidades que le daba Holroyd para tocar y manejar la gran dinamo que le fascinaba. La pulía y limpiaba hasta que las partes metálicas deslumbraban con el sol, y, al hacerlo, experimentaba una misteriosa sensación de servicio. Solía acercarse a la máquina para tocar las bobinas suavemente. Los dioses que había adorado estaban todos muy lejos. Las gentes de Londres escondían a sus dioses.

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