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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (17 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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La polilla o mariposa, arrastrando un extraño sabor a Pawkins con ella, siguió entrometiéndose en ese paseo, aunque hizo todo lo que pudo para mantener la mente alejada de ella. Una vez la vio con toda claridad, con las alas aplastadas contra el viejo muro de piedra que corre por el límite oeste del parque, pero al acercarse a él observó que se trataba sólo de dos trozos de liquen gris y amarillo.

—Esto —dijo Hapley— es lo contrario del mimetismo. En lugar de una mariposa con aspecto de piedra, he aquí una piedra que se parece a una mariposa.

Una vez algo saltó y revoloteó alrededor de su cabeza, pero mediante un esfuerzo de la voluntad se quitó de nuevo esa impresión del pensamiento. Por la tarde Hapley hizo una visita al Vicario y discutió con él de cuestiones teológicas. Estaban sentados en la pequeña pérgola cubierta de brezo y fumaban mientras discutían.

—Mire esa polilla —indicó Hapley bruscamente apuntando al borde de la mesa de madera.

—¿Dónde? —preguntó el Vicario.

—¿No ve una polilla sobre el borde de la mesa, allí? —inquirió Hapley.

—Desde luego que no —respondió el Vicario.

Hapley quedó como partido por un rayo. Jadeó. El vicario le miraba fijamente. Estaba claro que el hombre no veía nada.

—El ojo de la fe no es mejor que el ojo de la ciencia —dijo Hapley con torpeza.

—No comprendo su punto de vista —intervino el vicario pensando que era parte de la discusión.

Esa noche Hapley encontró la polilla gateando por la colcha. Se sentó en el borde de la cama en mangas de camisa y razonó consigo mismo. ¿Era una pura alucinación? Él sabía que estaba durmiendo y luchaba por su cordura con la misma silenciosa energía que anteriormente había desplegado con Pawkins. Los hábitos mentales son tan persistentes que él sentía como si todavía se tratara de la lucha con Pawkins. Conocía bien la Psicología. Sabía que semejantes ilusiones visuales ciertamente aparecen como resultado de tensiones mentales. Pero la cuestión estaba en que él no sólo vio la polilla, la había oído cuando tocó el borde de la pantalla y después cuando golpeó contra la pared, y había sentido que le golpeaba la cara en la oscuridad.

La miró. No era en absoluto como un sueño, sino perfectamente clara y con aspecto sólido a la luz de la vela. Vio el peludo cuerpo, las cortas antenas plumosas, las articuladas patas, incluso un sitio donde el plumón estaba borrado por el ala. Repentinamente se sintió furioso contra sí mismo por tener miedo de un pequeño insecto.

La patrona había hecho dormir a la sirvienta con ella esa noche porque tenía miedo de estar sola. Además había cerrado la puerta con llave y puesto la cómoda contra ella. Escuchaban y hablaban en susurros después de ir a la cama, pero no ocurrió nada que las alarmara. Hacia las once se habían aventurado a apagar la vela y las dos se habían quedado dormidas. Despertaron con un sobresalto y se irguieron en la cama escuchando en la oscuridad.

Entonces oyeron ruido de zapatillas que iban de acá para allá en la habitación de Hapley. Cayó una silla y hubo un violento raspado de la pared. Luego un adorno de porcelana de la chimenea se hizo pedazos contra el guardafuego. De repente la puerta de la habitación se abrió y le oyeron en el descanso. Se pegaron la una a la otra, escuchando. Parecía que estaba bailando en la escalera. Ya bajaba tres o cuatro peldaños rápidamente ya los subía de nuevo, luego bajaba apresuradamente hasta el vestíbulo. Oyeron caer al paragüero y romperse el montante de la puerta. Después el cerrojo saltó y sonó el ruido de la cadena. Estaba abriendo la puerta.

Corrieron a la ventana. Era una noche gris y oscura. Una lámina casi continua de acuosas nubes cruzaba la luna y el seto y los árboles de delante de la casa destacaban en negro contra la carretera pálida. Vieron a Hapley con aspecto de fantasma en camisa y pantalones blancos corriendo de acá para allá en la carretera dando golpes al aire. Ya se paraba, ya se lanzaba rápidamente contra algo invisible, ya se movía sobre ello con sigilosas zancadas. Finalmente desapareció de la vista carretera arriba hacia la colina. Luego, mientras discutían quién debía bajar a cerrar la puerta con llave, volvió. Caminaba muy deprisa, entró directamente en la casa, cerró la puerta con cuidado y subió tranquilamente a su dormitorio. Entonces todo quedó en silencio.

—Señora Colville —dijo Hapley bajando la escalera a la mañana siguiente—, espero no haberla alarmado anoche.

—Ni que lo diga —respondió la señora Colville.

—El hecho es que soy sonámbulo y durante las últimas dos noches he estado sin mi medicina para dormir. No hay nada de que alarmarse realmente. Siento haber hecho tanto el ridículo. Cruzaré la colina hasta Shoreham para conseguir la medicina que me haga dormir bien. Debí haberlo hecho ayer.

Pero a medio camino por la colina, junto a las canteras de creta, la polilla se le presentó de nuevo a Hapley. Éste continuó, tratando de mantener el pensamiento concentrado en problemas de ajedrez, pero no servía de nada. El insecto le revoloteó en la cara y el le lanzó un golpe con el sombrero en defensa propia. Luego, la rabia, la vieja rabia, la rabia que había sentido contra Pawkins, le dominó de nuevo. Siguió saltando y atacando al insecto que se movía en remolinos. Súbitamente pisó en el aire y cayó de bruces.

Hubo un vacío en sus sensaciones y Hapley se encontró sentado sobre un montón de pedernales delante del comienzo de los pozos de yeso con una pierna torcida debajo de él. La extraña polilla estaba todavía revoloteando en torno a su cabeza. La golpeó con la mano y volviendo la cabeza vio a dos hombres que se le acercaban. Uno era el médico del pueblo. A Hapley le pareció buena suerte. Después le vino a la cabeza con extraordinaria viveza que nadie sería capaz de ver la extraña polilla jamás excepto él y que le interesaba mantener silencio sobre ella.

No obstante, aquella noche, ya tarde, después de componerle la pierna rota, estaba febril y se olvidó de dominarse. Yacía tumbado en la cama y empezó a recorrer la habitación con la vista para ver si la polilla estaba todavía por allí. Intentó no hacerlo, pero sin resultado alguno. Pronto la avistó descansando muy cerca de su mano, junto a la lámpara de noche, sobre el mantel verde. Las alas temblaban. Con un brusco arrebato de ira la golpeó con el puño y la enfermera se despertó con un chillido. Había fallado.

—Esa polilla —dijo y añadió luego—. Imaginaciones mías. ¡Nada!

Todo el tiempo pudo ver con entera claridad que el insecto andaba por la cornisa y cruzaba lanzado la habitación, y también pudo ver que la enfermera no veía nada y le miraba de forma extraña. Tenía que controlarse, sabía que estaba perdido si no se controlaba. Pero a medida que avanzaba la noche le subió la fiebre y el mismísimo terror que tenía de ver la polilla le hizo verla. Hacia las cinco, justo cuando la aurora estaba gris, trató de levantarse de la cama para cogerla a pesar de que la pierna le ardía de dolor. La enfermera tuvo que forcejear con él.

Por culpa de ello le ataron a la cama. En esa situación la polilla se tornó más osada y una vez la sintió posándosele en el pelo. Entonces, como golpeó violentamente con los brazos, se los ataron también. A continuación la polilla vino a gatear por su rostro y Hapley juró, gritó, les suplicó en vano que se la quitaran de encima.

El médico era un imbécil, un médico de cabecera que acababa de licenciarse y completamente ignorante en psicología. Y sencillamente decía que no había ninguna polilla. De haber tenido algo de ingenio quizás hubiera podido todavía salvar a Hapley de su destino aceptando su alucinación y tapándole la cara con una gasa como suplicaba que le hicieran. Pero, como digo, el médico era un zopenco y hasta que se curó la pierna a Hapley le mantuvieron atado a la cama con la polilla imaginaria gateando sobre él. Nunca le abandonó cuando estaba despierto y en sus sueños creció hasta convertirse en un monstruo. Cuando estaba despierto anhelaba dormir y del sueño se despertaba gritando.

Así que ahora Hapley pasa el resto de sus días en una habitación acolchada obsesionado por una polilla que nadie más puede ver. El médico del asilo lo llama alucinación, pero Hapley cuando se encuentra mejor de ánimo y puede hablar dice que es el fantasma de Pawkins, y consecuentemente un espécimen único que merece la pena capturar.

EL TESORO EN EL BOSQUE

La canoa estaba acercándose ahora a tierra firme. La bahía se abría, y un intervalo en el blanco oleaje del arrecife indicaba el lugar por donde el pequeño río desembocaba en el mar. La zona de verde más espesa y profunda del bosque virgen delataba su curso bajando desde la distante ladera montañosa. Aquí el bosque casi llegaba hasta la playa. A lo lejos se levantaban las montañas de textura oscura y semejantes a nubes, como si fueran olas repentinamente heladas. El mar estaba en calma salvo por un oleaje casi imperceptible. El cielo resplandecía. El hombre del pequeño remo tallado a mano se detuvo.

—Debe de estar en algún sitio por aquí.

Puso el remo en la embarcación y estiró los brazos directamente delante de él. El otro hombre había estado en la parte delantera de la canoa escudriñando minuciosamente el terreno. Tenía en su rodilla una cuartilla de papel amarillento.

Ven a ver esto, Evans.

Los dos hablaban bajo y tenían los labios duros y secos. El que se llamaba Evans vino tambaleándose por la canoa hasta que pudo mirar por encima del hombro de su compañero. El papel tenía el aspecto de un tosco mapa. De tanto doblarlo estaba tan arrugado y gastado que se rompió, y el otro hombre sostuvo los descoloridos fragmentos por donde se habían roto. Sólo se podía descifrar de forma borrosa, a lápiz casi borrado, el contorno de la bahía.

Aquí —dijo Evans— está el arrecife, y aquí está el hueco —deslizó la uña del pulgar por el dibujo—. Esta línea curva y torcida es el río. ¡Qué bien me vendría un trago ahora! Y esta estrella es el sitio.

—¿Ves esta línea de puntos? —dijo el que tenía el mapa—. Es una línea recta y va desde la abertura en el arrecife hasta un grupo de palmeras. La estrella está justo donde corta al río. Tenemos que senalar el sitio cuando entremos en la laguna.

—Es extraño —comentó Evans tras una pausa—. ¿Para qué están estas pequeñas marcas aquí abajo? Parece el plano de una casa o algo así, pero no tengo ni idea de qué puedan significar todas esas rayitas por aquí y por ahí. ¿En qué está escrito?

—En chino —dijo el hombre con el mapa.

—Por supuesto. Era chino —recordó Evans.

—Todos eran chinos —subrayó el del mapa.

Los dos se sentaron durante unos minutos clavando la vista en tierra mientras la canoa se movía suavemente a la deriva. Luego Evans miró hacia el remo.

—Es tu turno con el remo, Hooker —le dijo.

Su compañero plegó tranquilamente el mapa, lo puso en el bolsillo, pasó a Evans con cuidado y comenzó a remar. Sus movimientos eran lánguidos, como los de alguien casi sin fuerzas.

Evans estaba sentado con los ojos medio cerrados observando el espumoso rompeolas de coral que se aproximaba cada vez más. El cielo estaba ahora como un horno porque el sol se hallaba cerca del cenit. Aunque estaban tan cerca del tesoro no sentía la exaltación que habían previsto.

La intensa excitación de la lucha por el plano y el largo viaje nocturno desde el continente en la canoa sin provisiones —para usar su propia expresión—
le habían quitado toda la emoción
. Había intentado levantar la moral pensando en los lingotes de los que habían hablado los chinos, pero su mente no se concentraba en ello y volvía tercamente a la idea de agua dulce haciendo rizos en la superficie del río y a la casi insoportable sequedad de los labios y la garganta. El rítmico batir del mar sobre el arrecife se hacía ahora audible y le proporcionaba un sonido agradable en los oídos; el agua batía el costado de la canoa y el remo goteaba entre cada golpe. Al poco empezó a quedarse adormilado.

Era todavía borrosamente consciente de la isla, pero una extraña textura onírica se entremezclaba con sus sensaciones. Una vez más volvía a la noche en que el y Hooker habían descubierto el secreto del chino. Vio los árboles iluminados por la luna, la pequeña hoguera ardiendo y las negras figuras de los tres chinos, plateados de un lado por la luz de la luna y dorados por el otro con el resplandor de la hoguera, y les oyó hablar en el inglés chapurreado en China, pues venían de distintas provincias. Hooker fue el primero en captar la marcha de la conversación y le había hecho escuchar. Algunos fragmentos de la conversación eran inaudibles y otros incomprensibles. Un galeón español procedente de las Filipinas desesperadamente encallado y su tesoro enterrado hasta que pudieran volver por el era el trasfondo de la historia; la tripulación del naufragio diezmada por la enfermedad, una pelea o así y la necesidad de disciplina y finalmente la vuelta a los barcos sin que nunca más se volviera a oír hablar de ellos. Después Chang-hi, hacía de eso sólo un año, vagando por la playa se había topado por casualidad con los lingotes escondidos durante doscientos años, había desertado de su junco, y los había vuelto a enterrar con infinito esfuerzo él solo, pero con mucha seguridad. Puso mucho énfasis en lo de la seguridad, era un secreto exclusivamente suyo. Ahora lo que quería era ayuda para volver y exhumar los lingotes. Pronto apareció el pequeño mapa y las voces se apagaron. Una buena historia para que la oyeran dos desocupados calaveras británicos.

El sueño de Evans pasó al momento en que tenía la coleta de Chang-hi entre las manos. La vida de un chino apenas si es sagrada como la de un europeo. La astuta carita de Chang-hi, primero penetrante y furiosa como una serpiente espantada, y después terrible, traicionera y miserable, se destacó abrumadoramente en el sueño. Al final Chang-hi había puesto una sonrisa burlona, la mueca más incomprensible y sobrecogedora. Bruscamente las cosas se pusieron muy desagradables, como sucede a veces en los sueños. Chang-hi farfulló y lo amenazó. Vio en el sueño montones y montones de oro y a Chang-hi interponiéndose y luchando por retenerlo en su poder. Cogió a Chang-hi por la coleta, ¡qué grande era el bruto amarillo! ¡Y cómo luchaba y se reía! ¡Y además seguía creciendo y creciendo! Luego los relucientes montones de oro se convirtieron en un horno rugiente, y un enorme diablo de un sorprendente parecido con Chang-hi pero con un inmenso rabo negro comenzó a echar carbón. Le quemaron la boca horriblemente. Otro diablo gritaba su nombre: ¡Evans! ¡Evans!, dormilón; o ¿era Hooker? Se despertó. Estaban en la boca de la laguna.

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