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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (20 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Pues bien, desde el comienzo, esta luz en el cristal ejerció una fascinación irresistible sobre el señor Cave. Que no contara sus observaciones a ningún ser humano explica mejor la soledad de su alma de lo que lo haría todo un volumen de escritos patéticos. Parece haber estado viviendo en tal atmósfera de mezquinos resentimientos que el admitir la existencia de un placer habría significado el riesgo de perderlo. Observó que a medida que avanzaba el amanecer y aumentaba la cantidad de luz esparcida el cristal perdía toda traza de luminosidad. Y durante algún tiempo fue incapaz de ver nada dentro de él, excepto por la noche, en rincones oscuros de la tienda.

Pero se le ocurrió utilizar una vieja pieza de terciopelo negro que empleaba como fondo para una colección de minerales y, doblándolo y cubriéndose con él la cabeza y las manos, pudo obtener una visión del movimiento luminoso en el interior del cristal incluso a la luz del día. Era muy cauteloso, no fuera a ser descubierto en esa guisa por su esposa, y practicaba esta ocupación sólo por las tardes, mientras ella dormía en el piso de arriba, y aun entonces, de manera muy circunspecta en un hueco debajo del mostrador. Y un día, dando vueltas al cristal en las manos, vio algo. Apareció y desapareció como un destello, pero le dio la impresión de que por un instante el objeto le había mostrado la visión de un país, ancho, extenso y extraño, y al girarlo de nuevo, precisamente cuando se debilitaba la luz, volvió a contemplar la misma visión.

Está claro que resultaría tedioso e innecesario relatar todas las fases del descubrimiento del señor Cave desde ese momento. Baste con decir que la conclusión fue ésta: cuando se observaba el interior del cristal formando éste un ángulo de 137 grados respecto de la dirección del rayo luminoso, mostraba una imagen clara y coherente de un paisaje extenso y extraño. No se parecía en absoluto a un sueño, daba una clara impresión de realidad, y cuanto mejor era la luz, más real y sólida parecía. Era una imagen en movimiento: es decir, ciertos objetos se movían dentro de ella, pero de forma lenta y ordenada como las cosas reales y, según cambiaba la dirección de la iluminación y de la visión, también cambiaba la imagen. Debió de haber sido, ciertamente, como contemplar una vista a través de un cristal ovalado girándolo para conseguir ver los diferentes detalles.

El señor Wace me asegura que las declaraciones del señor Cave eran extremadamente detalladas y carecían por completo de cualquiera de los aspectos emocionales que impregnan las impresiones alucinadoras. Pero hay que recordar que todos los esfuerzos del señor Wace para ver una claridad similar en la desvaída opalescencia del cristal fracasaron completamente por más que lo intentó. La diferencia de intensidad en las impresiones recibidas por los dos hombres era muy grande, y puede que lo que para el señor Cave era una visión para el señor Wace fuera una mera nebulosidad difusa.

La visión, tal como la describía el señor Cave, era invariablemente la de una extensa llanura, y parecía que siempre la contemplaba desde una altura considerable, como desde una torre o un mástil. Al este y al oeste la llanura estaba flanqueada a una distancia remota por vastos acantilados rojizos que le recordaban a los que había visto en un cuadro, pero el señor Wace no pudo determinar de qué cuadro se trataba. Estos acantilados iban de norte a sur —sabía los puntos cardinales por las estrellas que eran visibles por la noche—, alejándose en una perspectiva casi ilimitada y desdibujándose en las nieblas de la distancia antes de encontrarse. En el momento de su primera visión él estaba más cerca del macizo de acantilados orientales, el sol se elevaba sobre ellos y, negras contra la luz del sol y pálidas contra su sombra, aparecieron muchas formas volantes que el señor Cave tomó por pájaros. Una vasta hilera de edificios se extendía por debajo, de forma que él parecía estar mirándolos desde arriba, y, a medida que se acercaban al extremo borroso y refractado de la imagen se tornaban indistintos. También había árboles con formas curiosas y, en cuanto a color, era de un verde profundo como de musgo y de un gris exquisito, junto a un canal ancho y reluciente. Y algo grande, de colores brillantes, cruzó la imagen volando. Pero la primera vez que el señor Cave vio estas imágenes, lo hizo sólo en destellos, las manos le temblaban, la cabeza se le movía, la visión aparecía y desaparecía y se tornaba nebulosa y poco nítida. Al principio tuvo las mayores dificultades para volver a recuperar la imagen una vez perdida su dirección.

La siguiente visión clara, que se le presentó una semana más o menos después que la primera —en el intervalo no había cosechado más que tentadores vislumbres y alguna experiencia útil—, le mostró el valle en toda su longitud. La visión era diferente, pero tuvo la curiosa convicción, confirmada repetidamente por subsiguientes observaciones, de que estaba contemplando ese extraño mundo exactamente desde el mismo sitio, aunque mirando en una dirección diferente. La larga fachada del gran edificio cuyo tejado había mirado antes desde arriba ahora se alejaba en la perspectiva. Reconoció el tejado. En la parte delantera de la fachada había una terraza de masivas proporciones y extraordinaria longitud, y en medio de la terraza, a ciertos intervalos, se erguían mástiles enormes, pero muy gráciles sosteniendo pequeños objetos brillantes que reflejaban la puesta de sol. La importancia de estos pequeños objetos no se le ocurrió al señor Cave hasta algún tiempo después, cuando describía la escena al señor Wace. La terraza sobresalía por encima de un seto de la vegetación más exuberante y grácil, más allá había un amplio y herboso césped sobre el que reposaban ciertas criaturas anchas, de forma parecida a la de los escarabajos, pero muchísimo más grandes. Más allá todavía había una calzada de piedra rosácea ricamente decorada, y más allá, subiendo valle arriba en exacto paralelo con los remotos acantilados, bordeada de una densa maleza de color rojo, había una ancha extensión de agua parecida a un espejo. El aire parecía rebosar de escuadrillas de grandes pájaros que se deslizaban en curvas majestuosas, y al otro lado del río había una multitud de espléndidos edificios de muchos colores que relucían con sus tracerías y múltiples caras metálicas en medio de un bosque de árboles parecidos al musgo y al liquen. Y de repente algo cruzó la visión aleteando repetidamente como el ondear de un enjoyado abanico o el batir de un ala; un rostro o más bien la parte superior de un rostro con unos ojos muy grandes apareció, por decirlo así, muy cerca de la suya propia, y como si estuviera al otro lado del cristal. Al señor Cave la absoluta realidad de estos ojos le dejó tan atónito e impresionado que retiró la cabeza del cristal para mirar por detrás. Se había quedado tan absorto observando que le sorprendió mucho encontrarse en la fría oscuridad de su pequeña tienda con los familiares olores a metílico, humedad y podrido. Y mientras miraba pestañeando a su alrededor, el resplandeciente cristal se oscureció y se apagó.

Tales fueron las primeras impresiones generales del señor Cave. La historia es curiosamente directa y detallada. Desde el comienzo, cuando el valle destelló por primera vez momentáneamente sobre sus sentidos, su imaginación quedó extrañamente afectada, y, a medida que empezaba a apreciar los detalles de la escena que veía, su asombro se convertía en pasión. Atendía su negocio apático y destrozado, pensando sólo en el momento en que podría volver a su observación. Entonces, unas semanas después de su visión del valle, llegaron los dos clientes, la tensión y excitación de su oferta, y el cristal que se libra de la venta por los pelos como ya he contado.

Ahora bien, mientras aquello constituyó el secreto del señor Cave siguió siendo una pura maravilla, algo a lo que se va sigilosamente para observar a hurtadillas, como un niño podría mirar un jardín prohibido. Pero el señor Wace posee unos hábitos mentales especialmente lúcidos y consecuentes para un joven investigador científico. Tan pronto como el cristal y la historia llegaron hasta él y se convenció, al ver la fosforescencia con sus propios ojos, de que las declaraciones del señor Cave disponían realmente de ciertas pruebas procedió a desarrollar el asunto sistemáticamente. El señor Cave estaba más que deseoso de regalarse la vista con el maravilloso mundo que veía, y acudía todas las noches desde las ocho y media hasta las diez y media, y a veces, en ausencia del señor Wace, durante el día. También iba las tardes de los domingos. El señor Wace tomó abundantes notas desde el principio, y gracias a su método científico se demostró la relación entre la dirección por la que el rayo inicial entraba en el cristal y la orientación de la imagen. Y metiendo el cristal en una caja perforada únicamente con una pequeña abertura para permitir el acceso del rayo excitador, y sustituyendo las cortinas color beige por otras de holanda negra mejoró muchísimo las condiciones de las observaciones, de forma que en poco tiempo fueron capaces de examinar el valle en cualquiera de las direcciones que querían.

Una vez despejado el camino, podemos dar una breve explicación de este mundo visionario del interior del cristal. El que veía las cosas era siempre el señor Cave, y el método de trabajo consistía invariablemente en que él observaba el cristal e informaba de lo que veía, mientras el señor Wace, que como estudiante de ciencias había aprendido el truco de escribir a oscuras, redactaba una breve nota de su informe. Cuando el cristal se oscurecía, lo colocaban en su caja en la posición adecuada y daban la luz eléctrica. El señor Wace hacía preguntas y sugería observaciones para aclarar puntos difíciles. Nada, verdaderamente, podía haber sido menos visionario y más práctico.

La atención del señor Cave se vio rápidamente dirigida hacia las criaturas parecidas a pájaros que tanto abundaban en sus primeras visiones. Pronto corrigió su primera impresión y durante algún tiempo consideró que podían representar una especie diurna de murciélagos. Después pensó, de forma bastante grotesca, que podían ser querubines. Sus cabezas eran redondas y curiosamente humanas, y fueron los ojos de uno de ellos los que le habían asustado tanto en la segunda observación. Tenían anchas alas plateadas, sin plumas, pero que resplandecían casi con el mismo brillo que los peces recién pescados y con el mismo sutil juego de colores, y estas alas, según supo el señor Wace, no estaban hechas a la manera de las alas de pájaros o murciélagos, sino soportadas por costillas curvas que irradiaban del cuerpo —una especie de ala de mariposa con costillas curvas parece lo mejor para indicar su aspecto. El cuerpo era pequeño, pero dotado de dos manojos de órganos prensiles, semejantes a largos tentáculos, inmediatamente debajo de la boca. Por increíble que le pudiera parecer al señor Wace, al final tuvo el convencimiento de que estas criaturas eran las propietarias de los grandes edificios cuasi-humanos y del magnífico jardín que daba tanto esplendor al ancho valle. Y el señor Cave percibió que, entre otras peculiaridades, los edificios no tenían puertas, sino que las grandes ventanas circulares que se abrían libremente eran las que servían de entrada y salida a las criaturas. Se posaban sobre los tentáculos, plegaban las alas reduciéndolas casi al tamaño de un bastón y, saltando, entraban en el interior. Pero entre ellas había una multitud de criaturas de alas más pequeñas, como de grandes libélulas, polillas y escarabajos voladores, y por el césped se arrastraban perezosamente de un lado para otro gigantescos escarabajos de tierra de brillantes colores. Además, en las calzadas y terrazas se veían unas criaturas de grandes cabezas similares a las de las moscas aladas más grandes, pero sin alas, muy ocupadas saltando sobre su manojo de tentáculos en forma de mano.

Se ha aludido ya a los relucientes objetos sobre los mástiles que se erguían sobre la terraza del edificio más próximo. Después de observar uno de estos mástiles minuciosamente en un día especialmente claro, al señor Cave se le ocurrió que el objeto reluciente allí situado era un cristal exactamente igual al que estaba mirando. Y una inspección aún más meticulosa le convenció de que cada uno de ellos, unos veinte en conjunto, tenía un objeto similar.

De vez en cuando una de las grandes criaturas voladoras revoloteaba hasta uno de ellos, y, plegando las alas y enroscando algunos tentáculos alrededor del mástil, miraban fijamente el cristal durante un rato, a veces hasta un cuarto de hora. Una serie de observaciones hechas a sugerencia del señor Wace convencieron a ambos observadores de que, por lo que a este mundo visionario concernía, el cristal cuyo interior ellos miraban estaba en realidad en la punta del último mástil de la terraza, y que al menos en una ocasión uno de esos habitantes del otro mundo había mirado al señor Cave a la cara mientras hacía estas observaciones.

Y éstos son los hechos esenciales de esta historia singularísima. A menos que lo rechacemos todo como una ingeniosa invención del señor Wace, tenemos que admitir una de las dos alternativas: o bien que el cristal del señor Cave se encontraba en dos mundos a la vez, y que mientras en uno se le llevaba de acá para allá en el otro permanecía estacionario, lo que parece completamente absurdo, o bien que tenía una especial relación de simpatía con otro cristal exactamente igual en ese otro mundo, de forma que lo que se veía en el interior de uno en este mundo era, en las condiciones adecuadas, visible para el observador del cristal correspondiente del otro mundo, y viceversa. De momento, desde luego, no conocemos ninguna forma en la que dos cristales pudieran entrar en comunicación, pero hoy día sabemos lo suficiente como para comprender que la cosa no es completamente imposible. Esta teoría de los cristales en comunicación fue la suposición que se le ocurrió al señor Wace, y al menos a mí, me parece extremadamente plausible…

¿Y dónde estaba ese otro mundo? Sobre esto también la despierta inteligencia del señor Wace arrojó luz rápidamente. Después de ponerse el sol el cielo se oscurecía muy deprisa —el crepúsculo no constituía realmente más que un breve intervalo— y las estrellas se ponían a brillar. Eran evidentemente las mismas que vemos nosotros, formando las mismas constelaciones. El señor Cave reconoció la Osa, las Pléyades, Aldebaran y Sirio, de modo que el otro mundo debía de encontrarse en algún lugar del sistema solar y, como máximo, sólo a unos cientos de millones de millas del nuestro. Siguiendo esta pista, el señor Wace averiguó que el cielo de medianoche era de un azul más oscuro incluso que el de nuestro cielo a mitad del invierno, y que el Sol parecía un poco más pequeño. ¡
Y había dos lunas pequeñas
; como la nuestra, pero más pequeñas y con marcas muy diferentes, una de las cuales se movía tan deprisa que su movimiento resultaba claramente visible al mirarla. Estas lunas nunca estaban altas en el cielo, sino que se ponían cuando se elevaban: es decir, cada vez que daban vuelta se eclipsaban por estar tan cerca de su planeta primario. Todo esto responde completamente, aunque el señor Cave no lo supiera, a las condiciones que deben de darse en Marte.

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