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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (23 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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China estaba iluminada por un resplandor blanco, pero sobre Japón y Java y todas las islas del este de Asia la gran estrella era una bola de sordo fuego rojo a causa del vapor y el humo y las cenizas que los volcanes escupían para saludar su llegada. Arriba estaban la lava, los ardientes gases y las cenizas, y abajo las bullentes aguas, y toda la tierra oscilaba y retumbaba con las sacudidas de los terremotos. Pronto las inmemoriales nieves del Tíbet y del Himalaya estaban derritiéndose y precipitándose por diez millones de canales que se hacían más hondos y convergían sobre las llanuras de Birmania y el Indostán. Las enmarañadas cumbres de las junglas de la India estaban en llamas en mil sitios, y debajo de las apresuradas aguas en torno de los tallos había objetos oscuros que todavía se agitaban débilmente y reflejaban las lenguas rojas de sangre del fuego. Y en desordenada confusión una multitud de hombres y mujeres huían por los anchos márgenes de los ríos hacia la última esperanza de los humanos… el mar abierto.

Mayor y mayor se hizo la estrella, y más calurosa y brillante, ahora con una rapidez terrible. El océano tropical había perdido la fosforescencia, y el remolino de vapor se elevaba en espirales fantasmales desde las negras olas que caían incesantemente, moteadas de barcos sacudidos por la tormenta.

Y luego llegó el misterio. A los que en Europa vigilaban la salida de la estrella les pareció que el movimiento de rotación de la Tierra debía de haber cesado. En miles de sitios en campo abierto de las tierras altas y bajas a los que la gente se había dirigido huyendo de las inundaciones, de las casas que se hundían y de las laderas de los montes que se desplazaban, esperaron la salida en vano. Una hora siguió a otra en medio de un terrible suspense y la estrella no salió. Una vez más los hombres vieron las viejas constelaciones que daban por perdidas para siempre. En Inglaterra la atmósfera estaba caliente y despejada aunque el suelo temblaba constantemente, pero en los trópicos, Sirio, Cabra y Aldebarán se veían a través de un velo de vapor. Y cuando por fin la estrella salió con un retraso de casi diez horas, el Sol salió muy cerca de ella y en el centro de su blanco corazón tenía un disco negro.

Fue sobre Asia donde la estrella había comenzado a quedarse rezagada en relación con el movimiento del cielo, y luego, de repente, mientras estaba sobre la India, su luz se había velado. Toda la llanura de la India desde la desembocadura del Indo a la del Ganges era aquella noche un yermo poco profundo de brillantes aguas del que sobresalían templos y palacios, montes y montículos, negros de gente. Cada minarete era una arracimada masa de gente que caía, uno tras otro, en las turbias aguas a medida que el calor y el pánico los dominaban. Todo el país parecía estar gimiendo, y de repente una sombra cruzó aquel horno de desesperación, y de la enfriada atmósfera salió una ráfaga de aire frío y una congregación de nubes. Los hombres, que miraban arriba, casi cegados, a la estrella, vieron que un disco negro cruzaba lentamente la luz. Era la Luna que se interponía entre la estrella y la Tierra. Y hasta cuando los hombres clamaban a Dios por este alivio, por el este, con extraña e inexplicable dulzura, salió el Sol. Y entonces estrella, Sol y Luna cruzaron precipitadamente los cielos al mismo tiempo.

Y así fue cómo al poco, para los observadores europeos, la estrella y el Sol se elevaban muy cerca la una del otro, avanzaron precipitadamente durante un rato y después más despacio, y finalmente pararon, estrella y Sol se fundieron en un resplandor de fuego en el cenit del cielo. La Luna ya no eclipsaba a la estrella, sino que había dejado de ser visible en el celeste resplandor. Y aunque los que todavía estaban vivos lo miraron, en su mayoría, con esa obtusa estupidez que engendran el hambre, la fatiga, el calor y la desesperación, todavía hubo hombres capaces de percibir el significado de estas señales. La estrella y la Tierra habían alcanzado el punto más próximo, habían girado una sobre la otra, y la estrella había pasado. Ya estaba retirándose, cada vez más rápida, en la última etapa de su precipitada caída hacia el Sol.

Y entonces se juntaron las nubes obstruyendo la visión del cielo, los rayos y los truenos tejieron una tela en torno al mundo. Por toda la tierra hubo tal diluvio como los hombres no habían visto jamás, y donde los volcanes lanzaban rojas llamas contra el dosel de las nubes descendieron torrentes de lodo. Por todas partes las aguas abandonaban torrencialmente las tierras dejando a su paso ruinas cubiertas de cieno, y la tierra llena de basura como una playa batida por la tormenta con todo lo que flotaba y los cuerpos muertos de hombres y bestias, sus hijos. Durante días las aguas estuvieron escurriéndose de las tierras arrastrando a su paso suelo, árboles y casas, y amontonando enormes terraplenes y excavando titánicos barrancos por los campos. Ésos fueron los días de tinieblas que siguieron a la estrella y al calor. Durante todos ellos, a lo largo de muchas semanas y meses, continuaron los terremotos.

Pero la estrella había pasado, y los hombres, impulsados por el hambre y recobrando fuerzas muy poco a poco, pudieron volver lentamente a las arruinadas ciudades, los enterrados graneros y los empapados campos. Los pocos barcos que habían escapado a las tormentas llegaron aturdidos y desmantelados, sondeando con cautela la ruta por las nuevas marcas y bajíos de los otrora familiares puertos. Y cuando las tormentas remitieron, los hombres se dieron cuenta de que en todas partes los días eran más calurosos que antes y el Sol mayor, y la Luna, encogida a un tercio de su tamaño anterior, ahora tardaba ochenta días en pasar de luna nueva a luna nueva.

Pero esta historia no dice nada de la nueva fraternidad que pronto surgió entre los hombres, ni de la preservación de las leyes, los libros y las máquinas, ni del extraño cambio que habían sufrido Islandia y Groenlandia y las costas de la bahía de Baffin, de forma que los marineros que iban allí pronto las encontraron verdes y gráciles y apenas si podían creer lo que veían. Ni tampoco de la migración de la humanidad ahora que la Tierra era más calurosa, hacia el norte y hacia el sur, en dirección a los polos. Se ocupa únicamente de la llegada y el paso de la estrella.

Los astrónomos marcianos —pues hay astrónomos en Marte, aunque sean seres muy diferentes a los hombres— estuvieron naturalmente muy interesados en estos fenómenos. Por supuesto, los vieron desde su propio punto de vista.

Considerando la masa y la temperatura del proyectil que fue lanzado a través de nuestro sistema solar contra el Sol —escribía uno de ellos— es sorprendente el escaso daño que ha sufrido la Tierra, con la que no se estrelló por muy poco. Todas las familiares delimitaciones continentales y las masas de los mares continúan intactas, y ciertamente la única diferencia parece consistir en la disminución de la mancha blanca (que se suponía ser agua helada) alrededor de los dos polos.

Lo que sólo muestra lo pequeña que puede parecer la mayor de las catástrofes humanas a una distancia de unos cuantos millones de millas.

UNA HISTORIA DE LA EDAD DE PIEDRA
I

Ugh-lomi y Uya

Esta historia pertenece a tiempos más allá de la memoria de los hombres, antes del comienzo de la historia, a una época en la que se podía caminar a pie enjuto desde Francia —como la llamamos ahora— a Inglaterra, cuando un ancho y lento Támesis corría entre sus marismas al encuentro de su padre el Rin, fluyendo por una tierra ancha y plana que en estos recientes tiempos nuestros está bajo el agua y a la que conocemos con el nombre de Mar del Norte. En esa edad remota el valle que se extiende a los pies de los Downs no existía y el sur de Surrey era una cadena de montañas cubiertas de abetos en las laderas medias y coronadas de nieve la mayor parte del año. Lo fundamental de aquellas cumbres todavía existe con los nombres de Leith Hill, Pitch Hill y Hindhead. En las laderas más bajas de la cadena, por debajo de los hierbales donde pastaban los caballos, había bosques de tejos, castaños y olmos, y los matorrales y los lugares oscuros escondían al oso pardo y a la hiena, y los monos grises trepaban por las ramas. Y más abajo aún, entre el bosque y la marisma y el campo abierto a lo largo del Wey, se desarrolló de principio a fin este pequeño drama que he de contaros. Sucedió hace cincuenta mil años —cincuenta mil años si los cálculos de los geólogos son correctos.

En aquellos tiempos la primavera era tan jovial como lo es ahora y hacía hervir la sangre en las venas de igual manera. El cielo vespertino estaba azul con amontonadas nubes blancas deslizándose por él y el viento del suroeste soplaba como una suave caricia. Las recién llegadas golondrinas iban de un lado para otro. La cuenca del río estaba tachonada de ranúnculos blancos y los lugares pantanosos salpicados de berros e iluminados de malvavisco allí donde los regimientos de juncias bajaban sus espadas, y los hipopótamos, que se dirigían hacia el norte, brillantes monstruos negros, torpemente deportivos, llegaban atravesándolo todo a trancas y barrancas con oscuro regocijo y obsesionados con la idea bien clara de convertir el río en un barrizal con sus chapoteos.

Río arriba y bien a la vista de los hipopótamos, algunos animalillos de color pardo chapoteaban en el agua. No había miedo, ni rivalidad ni enemistad entre ellos y los hipopótamos. Cuando las grandes moles llegaban aplastando las cañas y rompiendo el espejo del río en plateadas salpicaduras, estas diminutas criaturas gritaban y gesticulaban de alegría. Era la señal más segura de la primavera avanzada.

—¡Bolú! —gritaban—. ¡Baayah Bolú!

Eran los hijos de los humanos, el humo de cuyo campamento se elevaba desde el montículo del recodo del río, jovenzuelos de mirada salvaje con una maraña de pelo y caras pequeñas y pícaras de ancha nariz, cubiertas —como algunos niños incluso en nuestros días— con un delicado plumón de pelo. Eran estrechos de espalda y largos de brazos. Y sus orejas no tenían lóbulos, sino pequeños extremos puntiagudos, algo que todavía perdura en casos raros. Vivaces gitanillos desnudos, activos como monos y muy parlanchines, aunque algo faltos de palabras.

Sus mayores estaban ocultos de los retozones hipopótamos por la cima del montículo. El campamento humano era una zona pisoteada entre ramas secas y marrones de helecho real por las que los nuevos brotes del año se estaban abriendo a la luz y al calor. La hoguera era un montón de carbones ardiendo a fuego lento, de color gris claro y negro, alimentado de vez en cuando por las ancianas con hojas secas. La mayoría de los hombres estaban dormidos —dormían sentados con la frente sobre las rodillas. Esa mañana habían matado una buena presa, suficiente para todos, un ciervo herido por perros de caza, así que no había habido pelea entre ellos, y algunas de las mujeres todavía estaban royendo los huesos que yacían desparramados. Otras estaban haciendo un montón de hojas y palos para alimentar al Hermano Fuego cuando volviera la oscuridad, de modo que así pudiera crecer alto y fuerte y protegerlos contra las bestias. Dos amontonaban pedernales que traían, una brazada cada vez, desde el recodo del río donde jugaban los niños.

Ninguno de estos salvajes de piel parda estaba vestido, pero algunos llevaban alrededor de las caderas rudos cinturones de piel de víbora o de crujiente cuero sin curtir de los que colgaban pequeñas bolsas no fabricadas por ellos, sino arrancadas de las garras de las bestias, y en las que trasportaban los bastos pedernales que constituían las armas e instrumentos fundamentales del hombre. Y una mujer, la compañera de Uya, el Astuto, llevaba un maravilloso collar de fósiles perforados —que otras habían llevado antes que ella. Junto a algunos de los hombres dormidos yacían las grandes astas de alce con los troncos tallados en bordes afilados, y palos largos con las puntas afiladas cortadas a tajo de pedernal. Salvo estas cosas y el ardiente fuego poco más había que distinguiera a estos seres humanos de los animales salvajes que habitaban la región. Pero Uya, el Astuto, no dormía, sino que estaba sentado con un hueso en la mano, muy ocupado en arañarlo con un pedernal, algo que no haría ningún animal. Era el hombre más viejo de la tribu, con frente de escarabajo, prognato, de brazos desgarbados. Tenía barba y mejillas peludas y el pecho y los brazos eran negros a causa del tupido vello. Y gracias tanto a su fuerza como a su astucia era el jefe de la tribu y su parte era la mayor y la mejor.

Eudena se había escondido entre los alisos porque tenía miedo de Uya. Era todavía una niña, de ojos brillantes y una sonrisa que daba gusto ver. Él le había dado un trozo de hígado, una pieza de hombres, y un maravilloso agasajo para una chica, pero cuando la cogió, la otra mujer con el collar la había mirado, una mirada malvada, y Ugh-lomi había hecho un ruido con la garganta, por lo que Uya le había mirado fija y largamente y Ugh-lomi había bajado el rostro. Luego Uya la había mirado a ella. Estaba asustada y se había escapado mientras la comida continuaba y Uya estaba entretenido con la médula de un hueso. Después había andado por allí como buscándola. Y ahora estaba agachada entre los alisos, completamente intrigada por lo que Uya pudiera estar haciendo con el pedernal y el hueso. Y a Ugh-lomi no se le veía por ninguna parte.

Al poco una ardilla llegó saltando por los alisos y ella yacía tan inmóvil que el hombrecillo estuvo a seis pies de ella antes de verla. Al hacerlo blandió precipitadamente un tallo y comenzó a parlotear y a regañarla.

—¿Qué haces aquí —le preguntó—, alejada de las demás bestias humanas?

—Paz —respondió Eudena.

Pero él no hizo más que seguir hablando, y entonces ella empezó a romper las diminutas piñas negras para tirárselas. Él las esquivó y la desafió, y ella se excitó y se levantó para lanzar mejor, y entonces vio a Uya bajando por el montículo. Éste había visto el movimiento del pálido brazo entre el matorral —tenía muy buena vista.

Al verlo olvidó la ardilla y salió corriendo por los alisos y las cañas tan deprisa como pudo. No le importaba adónde iba mientras escapara de Uya. Chapoteó casi hasta las rodillas a través de una ciénaga y vio delante una ladera de helechos que crecían más esbeltos y verdes según subían pasando de la luz a la sombra de los jóvenes castaños. Pronto estuvo entre los árboles, pues era muy ágil, y corrió y corrió hasta internarse en la parte más vieja del bosque, donde los valles eran más amplios, y las enredaderas alrededor de los tallos a los que llegaba la luz eran tan gruesas como árboles jóvenes, y las lianas de hiedra gruesas y tensas. Allá siguió corriendo y dobló la distancia y volvió a doblarla de nuevo, y entonces se tumbó al fin entre unos helechos en un claro cerca de unos matorrales, y escuchó con el corazón latiéndole en los oídos.

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