Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online
Authors: H. G. Wells
Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento
Al fin sus oscuros sentimientos se fueron aclarando, convirtiéndose en ideas primero y en actos después. Una mañana, al entrar en el rugiente cobertizo, saludó reverentemente al Dios de las dinamos y después, cuando Holroyd estaba fuera, se acercó a la atronadora máquina para susurrarle que él era su servidor, y pedirle que tuviera piedad de él y lo librara de Holroyd. En ese momento un raro rayo de luz entró por el arco del trepidante cobertizo y el Dios de las dinamos, que giraba y rugía, parecía radiante con el dorado resplandor. Azuma-zi supo entonces que sus servicios eran del agrado de su Señor. Desde aquel momento ya no se sintió tan solo, porque verdaderamente había estado muy solo en Londres hasta entonces. Incluso después de terminado su trabajo, lo que no sucedía a menudo, vagaba por el cobertizo.
La próxima vez que Holroyd lo maltrató, Azuma-zi se fue inmediatamente a rezar al Dios de las dinamos:
—Contempla a tu siervo maltratado, ¡oh Dios mío!
Y el airado zumbido de la maquinaria pareció responderle. Después dio en creer que cada vez que Holroyd entraba en el cobertizo una nota diferente se incorporaba al sonido de la dinamo.
—Mi Señor aguarda el momento oportuno —se decía—. La iniquidad del necio no es todavía completa.
Y vigilaba a la espera del ajuste final. Un día había muestras de cortocircuito y Holroyd, al hacer una revisión imprudente —era por la tarde—, recibió una sacudida bastante fuerte. Azuma-zi, que estaba detrás de la máquina, le vio saltar y maldecir a la pecadora bobina.
—Ya está avisado —se dijo Azuma-zi—. Ciertamente mi Señor es muy paciente.
Al principio Holroyd había iniciado a su negro en aquellos aspectos elementales del funcionamiento de la dinamo que le permitieran hacerse cargo del cobertizo temporalmente durante su ausencia. Pero cuando observó el comportamiento de Azuma-zi con el monstruo empezó a sospechar. Se dio cuenta veladamente de que su ayudante tramaba algo, y relacionándole con la utilización de aceite en las bobinas que había dañado al barniz protector en una parte, dictó la siguiente orden voceada sobre el ruido de la maquinaria:
—¡No te acerques más a la dinamo grande, Pooh-bah, o te desuello vivo!
Además, precisamente porque a Azuma-zi le gustaba estar junto a la gran máquina, era de puro sentido común el mantenerlo alejado de ella.
Azuma-zi obedeció entonces, pero más tarde Holroyd le sorprendió haciendo reverencias al Dios de las dinamos, así que le dobló el brazo y lo pateó cuando se volvió para marcharse. Tan pronto como Azuma-zi estuvo detrás de la máquina con la mirada fija en la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la maquinaria adoptaron nuevos ritmos y sonaban como cuatro palabras de su idioma nativo.
Es difícil decir con cierta exactitud qué es la locura, pero me imagino que Azuma-zi estaba loco. Los ruidos y las rotaciones incesantes del cobertizo de las dinamos quizás habían revuelto completamente sus pocos conocimientos y sus muchas supersticiones produciendo finalmente una especie de delirio. En cualquier caso, cuando en medio de ese frenesí vislumbró la idea de hacer con Holroyd un sacrificio humano a la dinamo-ídolo, le invadió un tumultuoso y extraño regocijo.
Esa noche los dos hombres con sus negras sombras estaban solos en el cobertizo que, iluminado con una gran lámpara, centelleaba trémulos destellos rojizos. Las sombras oscurecían la parte posterior de las dinamos, así que las bolas reguladoras de las máquinas iban de la luz a las tinieblas y los pistones golpeaban estrepitosa y regularmente. El mundo exterior, visto desde el extremo abierto del cobertizo, parecía increíblemente incierto y remoto. Parecía, también, absolutamente silencioso, puesto que el estruendo de la maquinaria ahogaba todo sonido exterior. A lo lejos quedaba la negra valla del patio, y tras ella las casas grises y borrosas, y encima el profundo cielo azul y las diminutas y pálidas estrellas. De repente Azuma-zi cruzó el centro del cobertizo sobre el que se desplazaban las correas de cuero y se metió en la sombra de la gran dinamo. Holroyd oyó un chasquido, y el giro del inducido cambió.
—¿Qué diablos estás haciendo con ese interruptor? —gritó sorprendido—. ¿No te había dicho…?
Luego vio la resuelta expresión en la mirada de Azuma-zi cuando el asiático salió de la sombra y avanzó hacia él.
A continuación los dos hombres peleaban ferozmente delante de la gran dinamo.
—¡Tú, idiota, cabeza de café! —jadeó Holroyd con la mano del negro en la garganta—. ¡Aparta esos anillos de contacto!
Al instante una zancadilla le tambaleaba de espaldas sobre el Dios de las dinamos. Instintivamente retiró las manos de su antagonista para protegerse de la máquina.
El mensajero enviado a toda prisa desde la planta para averiguar lo que había sucedido en el cobertizo de las dinamos se encontró a Azuma-zi en la caseta del portero junto a la entrada. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero no lograba sacar nada en claro del incoherente inglés del negro y continuó apresuradamente hasta el cobertizo. Las máquinas estaban todas funcionando ruidosamente y nada parecía desajustado. Se apreciaba, no obstante, un peculiar olor a pelo chamuscado. Luego vio una gran masa arrugada, de aspecto extraño, que colgaba de la parte delantera de la gran dinamo, y, al acercarse, reconoció los deformados restos de Holroyd.
El hombre miró fijamente y dudó un momento. Luego vio la cara y cerró los ojos convulsivamente, dándose la vuelta antes de abrirlos de nuevo para no volver a ver a Holroyd, y salió del cobertizo en busca de asesoramiento y ayuda.
Cuando Azuma-zi vio morir a Holroyd atrapado por la gran dinamo, las consecuencias de su acto le alarmaron algo. Sin embargo sentía un gozo extraño y sabía que el Dios de las dinamos tenía puesta en él su predilección. Cuando encontró al hombre que venía de la planta ya tenía el plan decidido, y el director técnico, que llegó rápidamente al lugar de los hechos, sacó precipitadamente la conclusión obvia de suicidio. Este experto apenas si reparó en Azuma-zi excepto para hacerle unas preguntas.
—¿Vio a Holroyd suicidarse?
Azuma-zi explicó que había estado fuera de allí, en el fogón de la máquina, hasta que notó un ruido diferente en las dinamos. No fue un examen difícil al no estar influido por la sospecha.
Los deformados restos de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron rápidamente cubiertos por el portero con un mantel manchado de café. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de ir a buscar un médico. Lo que realmente preocupaba al experto era poner de nuevo en funcionamiento la máquina, pues siete u ocho trenes estaban parados en medio de los sofocantes túneles del ferrocarril eléctrico. Así que hizo volver rápidamente al fogón a Azuma-zi, que estaba respondiendo o equivocando las preguntas de la gente que por autoridad o atrevimiento había entrado en el cobertizo. Por supuesto una muchedumbre se congregó a las puertas del patio —en Londres, por razones desconocidas, siempre hay una multitud rondando durante un día o dos junto al escenario de una muerte repentina—, dos o tres reporteros se colaron de alguna forma en el cobertizo, y uno llegó hasta Azuma-zi, pero el experto, que era también periodista aficionado, los sacó de allí.
Luego se llevaron el cadáver, y el interés de la gente desapareció con él. Azuma-zi permaneció inmóvil y silencioso junto a su fogón viendo una y otra vez entre los carbones una figura que se retorcía violentamente y luego se quedaba quieta. Una hora después del asesinato cualquiera que entrara en el cobertizo tendría la impresión de que allí nunca había pasado nada extraordinario. Poco después, fisgando desde su rincón, el negro veía al Dios de las dinamos girar y rotar junto a sus hermanos menores, y las ruedas motoras se movían con fuerza y los pistones de vapor golpeaban con su ruido acostumbrado, exactamente igual que al comienzo de la noche. Después de todo, desde el punto de vista mecánico había sido un incidente de lo más insignificante, la simple desviación de una corriente. Pero ahora la sólida corpulencia de Holroyd estaba reemplazada por la delgada figura y la escasa sombra del director técnico que iba y venía por la línea de luz sobre el suelo trepidante debajo de las correas entre los motores y las dinamos.
—¿No he servido a mi Señor? —susurró Azuma-zi desde la oscuridad, y la nota de la gran dinamo sonó plena y clara.
Mientras contemplaba el gran mecanismo rotatorio, la extraña fascinación que ejercía sobre él, un tanto paralizada desde la muerte de Holroyd, volvía a adquirir toda su fuerza. Jamás había visto Azuma-zi a un hombre asesinado tan rápida y despiadadamente. La gran máquina rugiente había aniquilado a su víctima sin vacilar un segundo en su golpear incesante. Ciertamente era un gran dios.
El director técnico, ajeno a los pensamientos de Azuma-zi, estaba de pie dándole la espalda. Su sombra se proyectaba sobre los pies del monstruo.
¿Estaba el Dios de las dinamos todavía hambriento? Su servidor estaba dispuesto.
Azuma-zi dio un cauteloso paso hacia adelante, luego se detuvo. El director técnico de repente dejó de escribir, caminó por el cobertizo hasta el final de las dinamos y comenzó a examinar las escobillas.
Azuma-zi dudó un momento y luego se deslizó silenciosamente hasta la sombra junto al interruptor. Allí esperó. Al poco tiempo se podían oír los pasos del director técnico que volvía. Se detuvo en el mismo sitio que antes sin advertir al fogonero, agazapado a tres metros de distancia. Entonces la gran dinamo silbó de repente, y al instante, Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad.
El director técnico se vio agarrado y empujado hacia la gran dinamo. Pateando con las rodillas y forzando con las manos la cabeza de su antagonista, logró liberar la cintura y evitar la máquina con un balanceo. Luego el negro lo cogió de nuevo, poniéndole la cabeza rizada contra el pecho, y estuvieron tambaleándose y jadeando durante lo que pareció un siglo. A continuación el director técnico se sintió impelido a colocar una oreja negra entre sus dientes y morder furiosamente. El negro dio un grito espantoso.
Rodaron por el suelo, y el negro, que aparentemente se había zafado de la maldad de los dientes o desprendido de una oreja —el director técnico no sabía en aquel momento cuál de las dos—, intentó estrangularlo. El director técnico estaba haciendo vanos esfuerzos para coger algo con las manos y dar puntapiés, cuando se oyó el grato sonido de rápidos pasos sobre el suelo. Al momento Azuma-zi lo dejó y se precipitó hacia la gran dinamo. Hubo un chisporroteo en medio del ruido.
El empleado de la empresa que había entrado se quedó mirando cómo Azuma-zi cogía con sus manos los terminales al descubierto, sufría una horrible convulsión y luego colgaba inmóvil de la máquina con la cara violentamente deformada.
—Me alegro muchísimo de que llegaras cuando lo hiciste —dijo el director técnico todavía sentado en el suelo.
Miró a la figura aún palpitante.
—No es una muerte agradable, aparentemente, pero es rápida.
El empleado todavía miraba fijamente el cadáver. Era un hombre de comprensión lenta.
Hubo una pausa.
El director técnico se puso en pie torpemente. Se pasó los dedos por el cuello con cuidado y movió la cabeza varias veces.
—¡Pobre Holroyd! Ahora comprendo.
Luego, casi mecánicamente, se dirigió al interruptor que estaba en la oscuridad y volvió de nuevo la corriente al circuito del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo chamuscado se soltó de la máquina y cayó de cara hacia adelante. El cilindro de la dinamo rugió alto y claro, y el inducido batió el aire.
Así terminó prematuramente el culto al Dios de las dinamos, quizá la más efímera de todas las religiones. A pesar de su brevedad también pudo vanagloriarse de al menos un martirio y un sacrificio humano.
Es un punto controvertido si el robo en domicilios ha de considerarse un deporte, un oficio o un arte. Para oficio la técnica es muy poco rigurosa, y sus pretensiones de que se lo considere un arte están viciadas por el elemento mercenario que determina sus triunfos. En general lo más apropiado parece ser clasificarlo como deporte, un deporte para el que en la actualidad todavía no se han formulado las reglas y cuyos premios se distribuyen de una manera extremadamente informal. Fue esta informalidad del robo domiciliario lo que llevó a la lamentable extinción de dos prometedores novatos en el parque de Hammerpond.
Los premios ofrecidos en este asunto consistían principalmente en diamantes y otros diversos objetos personales propiedad de la recién casada Lady Aveling. Dicha señora, como recordará el lector, era la hija única de la señora Montague Pangs, la famosa anfitriona. Su enlace matrimonial con Lord Aveling fue extensamente anunciado en los periódicos, así como la cantidad y calidad de los regalos de boda, y el hecho de que la luna de miel la iban a pasar en Hammerpond. El anuncio de estos valiosos premios creó una gran sensación en el pequeño círculo cuyo líder indiscutible era el señor Teddy Watkins y se decidió que, acompañado por un ayudante debidamente cualificado, visitaría la aldea de Hammerpond en plan profesional.
Siendo como era hombre de natural retraído y modesto, el señor Watkins decidió realizar la visita de incógnito y, tras considerar debidamente las condiciones de la empresa, escogió el papel de pintor de paisajes y el nada comprometido apellido de Smith. Precedió a su ayudante, quien, según se decidió, no se le uniría hasta la última tarde de su estancia en Hammerpond.
Ahora bien, el pueblecito de Hammerpond es uno de los rincones más bellos de Sussex. Todavía sobreviven muchas casas con tejado de paja; la iglesia, construida en pedernal y con la alta aguja de la torre anidando bajo la colina es una de las más finas y menos restauradas del país, y los bosques de hayas y junglas de helecho por los que discurre la carretera hasta la gran mansión son especialmente ricos en lo que los artistas y fotógrafos vulgares llaman
estampitas
. De forma que cuando llegó el señor Watkins con dos lienzos vírgenes, un caballete flamante, una caja de pintura, baúl de viaje, una ingeniosa escalerilla construida por secciones —siguiendo el modelo del difunto y llorado maestro Charles Peace—, palanca y rollos de alambre se encontró con que le daban la bienvenida con efusión y cierta curiosidad media docena de otros hermanos del pincel. Esto convirtió en inesperadamente plausible el disfraz que había escogido, pero le obligó a soportar una cantidad considerable de conversación estética para la que estaba muy mal preparado.