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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (2 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—Más —gritó— si conseguimos escapar.

—De acuerdo —respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.

La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.

Se estremeció.

—¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?

En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.

Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.

—¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!

El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.

—¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo. Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.

—Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas —dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.

—Sería mejor que subieras al coche —indicó, todavía mirando.

Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.

—¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño —respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:

—No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez.

»¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora…? ¡Oh!, muy bien…

LA FLORACIÓN DE LA EXTRAÑA ORQUÍDEA

La compra de orquídeas siempre conlleva cierto aire especulativo. Uno tiene delante el marchito pedazo de tejido marrón, y por lo demás debe fiarse de su criterio o del vendedor o de su buena suerte, según se inclinen sus gustos. La planta puede estar moribunda o muerta, o puede que sea una compra respetable, un valor justo a cambio de su dinero, o quizá —pues ha sucedido una y otra vez— lentamente se despliegue día tras día ante los encantados ojos del feliz comprador alguna nueva variedad, alguna nueva riqueza, una rara peculiaridad del
Labellum
, una sutil coloración o un mimetismo inesperado. El orgullo, la belleza y la ganancia florecen juntos en una delicada espiga verde y puede que incluso la inmortalidad. Porque el nuevo milagro de la naturaleza puede andar necesitado de un nuevo nombre específico, y ¿cuál tan conveniente como el de su descubridor?
¡Juangarcía!
Nombres peores se han puesto.

Fue quizá la esperanza de un descubrimiento feliz de ese género la que hizo a Wedderburn asistir con tanta asiduidad a esas subastas, esa esperanza y también, quizá, el hecho de que no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer. Era un hombre tímido, solitario, bastante ineficaz, con ingresos suficientes como para mantener alejado el aguijón de la necesidad y sin la suficiente energía nerviosa que le impulsara a buscar cualquier ocupación exigente. Podía haber coleccionado sellos, monedas o traducido a Horacio o encuadernado libros o descubierto alguna nueva especie de diatomeas. Pero de hecho cultivaba orquídeas y disponía de un pequeño pero ambicioso invernadero.

—Tengo la sensación —dijo tomando el café— de que hoy me va a suceder algo.

Hablaba, igual que se movía y pensaba, despacio.

—¡Oh!, no digas eso —dijo el ama de llaves, que era también prima lejana suya. Pues
suceder algo
era un eufemismo que para ella sólo significaba una cosa.

—No me has entendido bien. No quiero decir nada desagradable… aunque apenas si sé a lo que me refiero.

»Hoy —continuó después de una pausa—, en casa de Peter van a vender un lote de plantas procedentes de las islas Andamán y las Indias. Me acercaré a ver lo que tienen. Quizás haga una buena compra sin saberlo, puede que sea eso.

Le pasó la taza para que se la llenara de café por segunda vez.

—¿Es eso lo que coleccionaba ese pobre joven del que me hablaste el otro día? —preguntó su prima mientras le llenaba la taza.

—Sí —respondió, y se quedó pensativo mientras sostenía un trozo de tostada.

»Nunca me pasa nada —observó al poco tiempo, empezando a pensar en voz alta—. Me pregunto por qué. A otros les pasan bastantes cosas. Ahí está Harvey. Sin ir más lejos, la pasada semana, el lunes encontró seis peniques, el miércoles todos sus pollos tenían la modorra, el viernes su prima volvió a casa desde Australia, y el sábado se rompió el tobillo. ¡Qué torbellino de emociones comparado conmigo!

—Por mi parte preferiría pasar de tanta excitación —dijo el ama de llaves—. No puede ser bueno para uno.

—Supongo que es molesto. Con todo… ya sabes, nunca me pasa nada. De niño nunca tuve ningún accidente. Siendo adolescente nunca me enamoré. Nunca me casé… Me pregunto qué se sentirá cuando te pasa algo, algo realmente notable.

»Ese coleccionista de orquídeas sólo tenía treinta y seis, veinte años más joven que yo, cuando murió. Se había casado dos veces y divorciado una. Había tenido malaria cuatro veces y una vez se fracturó el fémur. En una ocasión mató a un malayo y otra le hirieron con un dardo envenenado. Finalmente lo mataron las sanguijuelas de la jungla. Debe de haber sido todo muy molesto, pero también debe de haber sido muy interesante, sabes, excepto quizá, las sanguijuelas.

—Estoy segura de que no fue bueno para él —dijo la señora con convicción.

—Puede que no.

Entonces Wedderburn miró su reloj.

—Las ocho y veintitrés minutos. Voy a ir en el tren de las doce menos cuarto, así que hay mucho tiempo. Creo que me pondré la chaqueta de alpaca —hace bastante calor—, el sombrero gris de fieltro y los zapatos marrones. Supongo…

Miró por la ventana al cielo sereno y al soleado jardín, y, después, nerviosamente, a la cara de su prima.

—Creo que sería mejor que llevaras el paraguas si vas a Londres —dijo con una voz que no admitía negativa—. A la vuelta tienes todo el trayecto desde la estación hasta aquí.

Cuando volvió se encontraba en un estado de suave excitación. Había hecho una compra. Era raro que lograra decidirse con la rapidez suficiente para comprar, pero esta vez lo había hecho.

—Hay Vandas —explicó—, un Dendrobio y algunas Palaeonophis.

Repasó las compras amorosamente al tiempo que tomaba la sopa. Estaban extendidas delante de el sobre el impoluto mantel y le estaba contando a su prima todo sobre ellas mientras se demoraba lentamente con la comida. Tenía la costumbre de revivir por la tarde todas sus visitas a Londres para entretenimiento propio y de ella.

—Sabía que hoy pasaría algo. Y he comprado todas esas cosas. Algunas, algunas de ellas, estoy seguro, ¿sabes?, de que algunas serán notables. No sé cómo, pero lo siento con tanta seguridad como si alguien me lo hubiera dicho. Ésta —apuntó a un marchito rizoma— no fue identificada. Quizá sea una Palaeonophis o puede que no. Quizá sea una especie nueva o incluso un género nuevo. Fue la última que recogió el pobre Batten.

—No me gusta su aspecto —dijo el ama de llaves—. Tiene una forma tan fea…

—Para mí que apenas si llega a tener forma alguna.

—No me gustan esas cosas que asoman —dijo el ama de llaves.

—Mañana estará fuera en una maceta.

—Parece —continuó el ama de llaves— una araña que se hace la muerta.

Wedderburn sonrió e inspeccionó la raíz ladeando la cabeza.

—Ciertamente no es que sea un bonito pedazo de material. Pero nunca se pueden juzgar estas cosas por su apariencia cuando están secas. Desde luego puede que termine siendo una orquídea muy hermosa. ¡Qué ocupado estaré mañana! Esta noche tengo que ver exactamente lo que hago con ellas y mañana me pondré a la obra.

»Encontraron al pobre Batten, que yacía muerto o moribundo en un manglar, no recuerdo cuál —continuó de nuevo al poco rato—, con una de estas mismas orquídeas aplastadas bajo su cuerpo. Había estado enfermo durante algunos días con cierto tipo de fiebre nativa y supongo que se desmayó. Esos manglares son muy insalubres. Dicen que las sanguijuelas de la jungla le sacaron hasta la última gota de sangre. Puede que se trate de la mismísima planta que le costó la vida.

—Eso no mejora mi opinión de ella.

—Los hombres tienen que trabajar aunque las mujeres puedan llorar —sentenció Wedderburn con profunda gravedad.

—¡Mira que morir lejos de todas las comodidades en un pantano! ¡Anda que enfermar de fiebre con nada que tomar más que específicos y quinina, y nadie a tu lado más que horribles nativos! Dicen que los nativos de las islas Andaman son unos desgraciados de lo más repugnante, y de todas formas, a duras penas pueden ser buenos enfermeros sin haber tenido la preparación necesaria. ¡Y sólo para que la gente en Inglaterra disponga de orquídeas!

—No creo que fuera agradable, pero algunos hombres parecen disfrutar con ese tipo de cosas —continuó Wedderburn—. En todo caso los nativos de su grupo eran lo suficientemente civilizados para cuidar toda su colección hasta que su colega, que era un ornitólogo, volvió del interior, aunque no conocían la especie de orquídea y la habían dejado marchitarse. Eso hace a estas plantas más interesantes.

—Las hace repugnantes. A mí me daría miedo que tuvieran restos de malaria adheridos. ¡Y sólo pensar que un cuerpo muerto ha estado extendido sobre esa cosa tan fea! No había pensado en eso antes. ¡Se acabó! Te digo que no puedo comer ni un bocado más de la cena.

—Las quitaré de la mesa si te parece y las pondré en el hueco de la ventana. Allí las puedo ver igual.

Los días siguientes estuvo, desde luego, especialmente ocupado en el pequeño invernadero lleno de vapor yendo de acá para allá con carbón vegetal, trozos de teca,, musgo y todos los demás misterios del cultivador de orquídeas. Pensaba que disfrutaba de un tiempo maravillosamente lleno de acontecimientos. Por la tarde hablaba de las nuevas orquídeas a los amigos y una y otra vez insistía en sus expectativas de algo extraño.

Varias de las Vandas y los Dendrobios fenecieron bajo sus cuidados, pero pronto la extraña orquídea empezó a dar señales de vida. Estaba encantado y tan pronto como lo descubrió hizo que el ama de llaves abandonara la elaboración de mermelada para verlo de inmediato.

—Ése es un brote —explicó—, pronto habrá muchas hojas ahí, y esas cositas que salen por aquí son raicillas aéreas.

A mí me parecen deditos blancos asomándose del tejido marrón —opinó el ama de llaves—. No me gustan.

—¿Por qué no?

—No lo sé. Parecen dedos intentando agarrarte. Lo que me gusta, me gusta, y lo que no me gusta, no me gusta; no puedo remediarlo. —No lo sé seguro, pero creo que ninguna orquídea de las que conozco tiene raicillas aéreas exactamente como ésas. Desde luego pueden ser imaginaciones mías. ¿Ves que están un poco aplanadas en el extremo?

—No me gustan —dijo el ama de llaves temblando repentinamente y dándose la vuelta—. Sé que es estúpido por mi parte, y lo siento mucho especialmente porque te gustan tanto. Pero no puedo por menos de pensar en ese cadáver.

—Pero puede que no fuera esa planta en particular. Eso no fue más que una suposición mía.

El ama de llaves se encogió de hombros.

—De todas maneras, no me gustan —concluyó.

Wedderburn se sintió un poco dolido por su aversión a la planta, pero eso no le impidió hablarle de las orquídeas en general y de ésta en particular siempre que le apeteció.

—Pasan cosas tan curiosas con las orquídeas —le contó un día— …hay tantas posibilidades de sorpresa. Darwin estudió su fertilización y mostró que toda la estructura de una flor de orquídea común estaba ideada para que las polillas pudieran llevar el polen de una planta a otra. Bueno, pues se conocen cantidades de orquídeas cuya flor no puede ser fertilizada de esa manera. Algunos Cypripediums, por ejemplo, no hay insecto conocido que pueda fertilizarlos, y a algunos jamás se les ha encontrado semilla.

—Entonces ¿cómo forman las nuevas plantas?

—Con estolones y tubérculos y ese tipo de brotes. Eso tiene fácil explicación. El enigma está en ¿para qué sirven las flores?

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