El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (29 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Se puso en pie todavía aturdido de la caída y, al hacerlo, los dispersos fugitivos se volvieron a mirarlo. Algunos apuntaron al caballo que se alejaba y cuchicheaban. Él caminó despacio hacia ellos, con la mirada fija. Se olvidó del caballo, se olvidó de sus propias magulladuras con el creciente interés del encuentro. Eran menos que antes —supuso que los otros se debían de haber escondido—, el montón de helechos para el fuego nocturno no era tan alto. Junto a los montones de pedernal debía de estar sentado Wau —pero entonces recordó que él había matado a Wau. Devuelto súbitamente a su escenario familiar, el desfiladero y Eudena parecían cosas remotas, soñadas.

Se detuvo en la orilla y se quedó mirando a la tribu. Sus habilidades matemáticas eran de lo más endeble, pero estaba seguro de que había menos personas. Quizá los hombres estuvieran ausentes, pero había menos mujeres y niños. Dio el grito de la vuelta a casa. Había luchado con Uya y con Wau, no con los demás.

—Hijos de Uya —gritó.

Ellos respondieron con su nombre, un poco aterrorizados a causa de la extraña manera de llegar.

Durante un rato hablaron todos a la vez. Luego una vieja elevó una voz chillona y le respondió:

—Nuestro señor es un león.

Ugh-lomi no entendió lo que decía. De nuevo varios le respondieron a la vez:

—Uya vuelve. Vuelve en forma de león. Nuestro señor es un león. Viene por la noche. Da muerte a quien quiere. Pero ningún otro nos puede matar, Ugh-lomi, ningún otro nos puede matar.

Ugh-lomi todavía no comprendía.

—Nuestro señor es un león. Ya no habla a los hombres.

Ugh-lomi se quedó mirándolos. Había tenido sueños. Sabía que aunque él había matado a Uya, Uya todavía existía. Y ahora le decían que Uya era un león.

La vieja apergaminada, la jefa de las cuidadoras del fuego, se volvió de repente y habló con suavidad a los que estaban junto a ella. Era realmente muy vieja, había sido una de las primeras esposas de Uya y él le había permitido vivir por encima de la edad a la que parecía decente que se permitiera vivir a una mujer. Había sido astuta desde el principio, astuta para agradar a Uya y para conseguir comida. Y ahora era grande aconsejando. Habló suavemente y Ugh-lomi observó su apergaminada figura desde el otro lado del río con curiosa repugnancia.

Entonces ella dijo en voz alta:

—Ven con nosotros, Ugh-lomi.

Una chica súbitamente elevó la voz.

—Ven con nosotros, Ugh-lomi —dijo.

Y todos comenzaron a gritar:

—Ven con nosotros, Ugh-lomi.

Fue extraño cómo cambiaron su actitud después de haber hablado la vieja.

Él se quedó totalmente inmóvil observándolos. Era agradable que lo llamaran, y la chica que había llamado primero era muy bonita. Pero le hizo pensar en Eudena.

—Ven con nosotros, Ugh-lomi —gritaban, y la voz de la vieja apergaminada sobresalía por encima de las de todos los demás. Al oír su voz, la duda se apoderó de nuevo de Ugh-lomi.

Estaba en la orilla del río, Ugh-lomi, el Pensador, con sus pensamientos tomando forma lentamente. Al poco, uno y después otro hicieron una pausa para ver qué decisión tomaba. Quería volver, no quería volver. De repente el miedo o la cautela consiguió la delantera. Sin responderles se volvió y caminó hacia los distantes espinos por donde había venido. Inmediatamente toda la tribu empezó a gritarle de nuevo con mucha impaciencia. Dudó y se volvió, luego continuó, después se volvió otra vez, y luego una vez más, mirándolos con ojos preocupados mientras gritaban. La última vez retrocedió dos pasos antes de que el miedo le detuviera. Le vieron detenerse una vez más y de repente negó con la cabeza y desapareció entre los espinos.

Entonces todas las mujeres y niños elevaron sus voces a la vez y lo llamaron en un último y vano esfuerzo.

Lejos, río abajo, los juncos se agitaban en la brisa, donde, lugar conveniente para su nuevo tipo de alimentación, el viejo león, al que le había dado por comer carne humana, había asentado su guarida.

La vieja volvió el rostro en aquella dirección y apuntó hacia los arbustos de espino.

—Uya —gritó—, ahí va tu enemigo. Ahí va tu enemigo, Uya. ¿Por qué nos devoras cada noche? Intentamos hacerle caer en la trampa. Ahí va tu enemigo, Uya.

Pero el león que devoraba la tribu estaba durmiendo la siesta y el grito no fue oído. Aquel día se había cenado a una de las chicas más rollizas y su estado de ánimo era de una cómoda placidez. Realmente no entendía que él fuera Uya ni que Ugh-lomi fuera su enemigo.

Así fue como Ugh-lomi montó el caballo y oyó por primera vez de Uya, el león, que había reemplazado a Uya, el jefe, y estaba devorando a la tribu. Y mientras volvía deprisa al desfiladero ya no tenía la cabeza ocupada con el caballo, sino con el pensamiento de que Uya todavía estaba vivo para matar o ser muerto. Una y otra vez veía a una apergaminada banda de mujeres y niños gritando que Uya era un león. ¡Uya un león!

Y pronto, temiendo que el anochecer lo sorprendiera, Ugh-lomi empezó a correr.

IV

Uya, el León

El viejo león estaba de suerte. La tribu tenía cierto orgullo de su jefe, pero ésa era toda la satisfacción que conseguía de él. Llegó la mismísima noche que Ugh-lomi mató a Uya, el astuto, y por eso le llamaron Uya. Un chaparrón había reducido los fuegos a un brillo oscureciendo la noche. Y mientras conversaban juntos y se miraban unos a otros en la oscuridad y se preguntaban aterrados lo que Uya les haría en sus sueños ahora que él estaba muerto, oyeron, muy cerca, el retumbar ascendente de los rugidos del león. Luego todo se quedó quieto. Contuvieron la respiración de forma que casi los únicos sonidos eran los del golpear de la lluvia y el susurro de las gotas de agua sobre las cenizas. Y luego, después de un tiempo interminable, un choque, un chillido de miedo y un gruñido. Se pusieron en pie de un salto, gritando, chillando, corriendo por aquí y por allí, pero las antorchas no ardían y en un minuto la víctima estaba siendo arrastrada a través de los helechos. Era Irk, el hermano de Wau.

Así fue como vino el león.

Los helechos estaban todavía húmedos de la lluvia la noche siguiente. Vino y se llevó a Click, el pelirrojo. Eso bastó durante dos noches. Luego en la oscuridad entre las lunas vino tres noches, noche tras noche, y eso a pesar de que tenían buenas hogueras.

Era un león viejo, de patas gastadas, pero muy silencioso y frío. Ya conocía el fuego de antes. No eran los primeros humanos que habían satisfecho las necesidades de su vejez. La tercera noche se introdujo entre el fuego exterior y el interior, saltó el montón de piedras de pedernal y derribó a Irm, el hijo de Irk, que había dado la impresión de ser el jefe. Fue una noche terrible porque encendieron grandes fuegos con helechos y corrieron gritando y el león soltó las garras con que atenazaba a Irm. Gracias al resplandor del fuego vieron a Irm forcejear y correr un pequeño trecho hacia ellos, y luego el león, en dos saltos, lo había derribado de nuevo. Ése fue el final de Irm.

Y así llegó el miedo y todo el encanto de la primavera desapareció de sus vidas. Cinco ya habían desaparecido de la tribu, y cuatro noches añadieron tres más a la cifra. La búsqueda de comida perdió interés, ninguno sabía quién sería el siguiente, y todo el día las mujeres trabajaban, incluso las favoritas, amontonando desechos y palos para los fuegos nocturnos. Y los cazadores apenas si cazaban: en la cálida primavera el hambre volvió como si todavía fuera invierno. La tribu podía haberse marchado de haber tenido un jefe, pero no tenían jefe y nadie sabía adónde ir para que el león no los siguiera. Así que el viejo león engordó y dio gracias al cielo por la amable raza de los hombres. Dos de los niños y un joven murieron mientras hubo todavía luna nueva, y luego fue la apergaminada vieja cuidadora del fuego la primera que se acordó en sueños de Eudena y de Ughlomi y de la forma en que habían matado a Uya. Todos los días de su vida había vivido con miedo a Uya y ahora vivía aterrada por el león. Que Ugh-lomi pudiera matar a Uya para siempre —Ugh-lomi a quien ella había visto nacer— era imposible. Ése era Uya buscando todavía a su enemigo. Y luego tuvo lugar la extraña vuelta de Ughlomi, un maravilloso animal al que se veía galopar a lo lejos al otro lado del río, que de repente se transformó en dos animales: un caballo y un hombre. Siguió a este portento la visión de Ugh-lomi en la orilla opuesta del río… Sí, para ella estaba todo claro. Uya los estaba castigando porque no habían perseguido a Ugh-lomi y a Eudena.

Los hombres volvieron trabajosamente a lo que la noche pudiera depararles mientras el Sol estaba todavía dorado en el cielo. Fueron recibidos con la historia de Ugh-lomi. Ella cruzó con ellos el río y les mostró su indecisa pista en la otra orilla. Siss, el rastreador, conocía los pies de Ugh-lomi.

—Uya necesita a Ugh-lomi —gritó la vieja, en pie a la izquierda del recodo, una figura gesticulante de bronce resplandeciente en el crepúsculo. Sus gritos eran sonidos extraños revoloteando de acá para allá en las fronteras del discurso articulado, pero éste era el mensaje que transmitían:

—El león necesita a Eudena. Viene noche tras noche en busca de Eudena y Ugh-lomi. Cuando no puede encontrar a Eudena y a Ughlomi se enfurece y mata. Cazad a Eudena y a Ugh-lomi. ¡Eudena a la que perseguía y Ugh-lomi para el que decretó la palabra mortal! ¡Cazad a Eudena y a Ugh-lomi!

Se volvió hacia la distante mata de cañas igual que a veces había mirado a Uya cuando estaba vivo.

—¿No es así, mi Señor? —gritó.

Y como en respuesta las altas cañas se inclinaron con un soplo de viento. Hasta muy entrado el anochecer se oyó el ruido de tajos en el campamento. Eran los hombres afilando sus lanzas de fresno para la caza de la mañana siguiente. Y por la noche temprano, antes de que saliera la Luna, el león vino y se llevó a la hija de Siss, el rastreador.

Por la mañana, antes de que saliera el Sol, Siss, el rastreador, y el jovenzuelo Wau-Hau que ahora tallaba pedernales, y Un-ojo, y Bo, y el Comecaracoles, los dos pelirrojos, y el Piel-de-gato y el Serpiente, todos los hombres que aún quedaban vivos de los Hijos de Uya cogieron sus lanzas de fresno y sus piedras de matar, y con piedras arrojadizas en las bolsas de patas de animal se pusieron en marcha sobre el rastro de Ugh-lomi a través de los arbustos de espino, donde Yaaa el rinoceronte y sus hermanos se alimentaban, y subieron por las desnudas tierras bajas hacia los bosques de hayas.

Esa noche los fuegos ardieron altos y fieros cuando la Luna creciente se puso y el león dejó en paz a las mujeres acurrucadas y a los niños. Y al día siguiente, mientras el Sol estaba todavía alto, los cazadores volvieron, todos salvo Un-ojo, que yacía muerto con el cráneo destrozado al pie del saliente —cuando Ugh-lomi volvió aquella tarde de acechar a los caballos observó que los buitres ya estaban ocupándose de él. Y con ellos los cazadores trajeron a Eudena, magullada y herida, pero viva.

Ésas habían sido las órdenes de la vieja apergaminada, que tenían que traerla viva.

—No es presa para nosotros. Es para Uya, el león.

Tenía las manos atadas con correas, como si fuera un hombre, y venía hastiada y desmayada —el pelo sobre los ojos y manchada de sangre. Caminaban a su alrededor, y una y otra vez el Comecaracoles, a quien ella había puesto el nombre, se reía y la golpeaba con su lanza de fresno. Y después de haberla golpeado con la lanza miraba por encima del hombro como alguien que hubiera hecho una hazaña temeraria. Los otros también miraban por encima del hombro una y otra vez, y todos tenían prisa excepto Eudena. Cuando la vieja les vio venir dio un grito de alegría.

Hicieron cruzar el río a Eudena con las manos atadas, aunque la corriente era fuerte, y cuando se resbaló, la vieja chilló primero de alegría y después de temor de que pudiera ahogarse. Y cuando hubieron arrastrado a Eudena a la orilla, durante un rato no pudo mantenerse en pie a pesar de que la golpearon con fuerza. Así que le permitieron sentarse con los pies tocando el agua, los ojos fijos hacia adelante y el rostro inmóvil, hicieran lo que hicieran y dijeran lo que dijeran. Toda la tribu bajó al campamento, incluso el pequeño y rizoso Haha, que todavía apenas sí podía dar los primeros pasos, y se quedó mirando fijamente a Eudena y a la vieja igual que ahora miraríamos a alguna extraña bestia herida y a su captor.

La vieja arrancó el collar de Uya que rodeaba el cuello de Eudena y se lo puso —había sido la primera en llevarlo. Luego tiró a Eudena del pelo, cogió a Siss una lanza y la golpeó con todas sus fuerzas. Y cuando hubo descargado el calor de su corazón sobre la muchacha, la miró atentamente a la cara. Eudena tenía los ojos cerrados, las facciones rígidas y estaba tan quieta que por un momento la vieja temió que estuviera muerta. Entonces sus fosas nasales palpitaron y la vieja le abofeteó la cara, se rió, devolvió la lanza a Siss, se apartó de ella un poco y empezó a hablar y a mofarse de ella a su manera.

La vieja tenía más palabras que nadie en la tribu. Y su charla era algo terrible de oír. A veces chillaba y gemía de forma incoherente, y a veces sus gritos guturales eran meros fantasmas de pensamientos. Pero comunicó a Eudena, a pesar de todo, muchas de las cosas que estaban todavía por venir sobre el león y los tormentos que le causaría.

—¡Y Ugh-lomi! ¡Ja, ja! ¡Ugh-lomi está muerto!

Y de repente los ojos de Eudena se abrieron, se irguió de nuevo y su mirada, sostenida e imparcial, hizo frente a la de la vieja.

—No —dijo despacio como alguien que trata de recordar—. No vi a mi Ugh-lomi muerto. No vi a mi Ugh-lomi muerto…

—Contadle —gritó la vieja—. Contadle, quien lo matara. Contadle cómo mataron a Ugh-lomi.

Ella miró y todas las mujeres que estaban allí miraron de un hombre a otro. Nadie la contestó. Se quedaron con la cara avergonzada.

—Contadle —insistió la vieja.

Los hombres se miraron unos a otros. La cara de Eudena se iluminó repentinamente.

—Contadle —dijo—. Contadle, hombres valerosos. Contadle la muerte de Ugh-lomi.

La vieja se levantó y la golpeó bruscamente en medio de la boca.

—No pudimos encontrar a Ugh-lomi —dijo Siss, el rastreador, lentamente—. Quien persigue a dos no mata a ninguno.

Entonces el corazón de Eudena dio un salto, pero ella mantuvo el rostro rígido, aunque no importó porque la vieja la miró severamente con la muerte en los ojos.

Luego la vieja volvió su lengua contra los hombres porque habían tenido miedo de seguir tras Ugh-lomi. No temía a nadie ahora que Uya estaba muerto. Los regañaba como se regaña a los niños. Y ellos le fruncían el ceño y empezaron a acusarse unos a otros hasta que súbitamente Siss, el rastreador, levantó la voz y le pidió que se tranquilizara. Y así, cuando el Sol se ponía, cogieron a Eudena y fueron —aunque con los corazones hundidos en su interior— por la senda que el viejo león había hecho entre las cañas. Todos los hombres iban juntos. En un lugar había un grupo de alisos y allí ataron apresuradamente a Eudena, donde el león pudiera encontrarla cuando saliera al crepúsculo, y una vez hecho eso volvieron deprisa hasta que estuvieron cerca del campamento. Entonces se detuvieron. Siss fue el primero en pararse y volver a mirar a los alisos. Podían verle la cabeza incluso desde el campamento, una diminuta greña negra bajo la rama principal del árbol más grande. Tanto mejor para ellos.

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