En aquel momento Rhyme parecía completamente sobrio. Sus ojos recorrían frenéticamente el cuarto como si buscaran una prueba infalible para refutar los argumentos de Percey.
—Bien —dijo la mujer, tranquila—. Creo que Amelia trajo algunas pruebas que encontró en la casa de seguridad. Sugiero que comiences a examinarlas y termines con estas bobadas de una vez. Porque me voy a Mamaroneck ya mismo a terminar de reparar mi aparato y por la noche haré ese vuelo. Te lo preguntaré sólo una vez: ¿me dejarás ir al aeropuerto como me prometiste? ¿O tengo que llamar a mi abogado?
Rhyme seguía sin habla.
Pasó un momento.
Sachs dio un salto cuando Rhyme gritó con su potente voz de barítono:
—¡Thom! ¡
Thom
! Ven aquí.
El ayudante apareció en el umbral y atisbó, dudoso.
—He tenido un accidente, mira, volqué mi vaso. Y mi pelo está hecho un asco. ¿Te importa poner un poco de orden? ¿Por favor?
—¿Te estás riendo de nosotros, Lincoln? —preguntó Thom cautamente.
—¿Y Mel Cooper? ¿Podrías llamarlo, Lon? Debe haberme tomado en serio, pero estaba bromeando. Es un científico muy bueno, pero no tiene ningún sentido del humor. Necesitamos que vuelva.
Amelia Sachs quería salir corriendo, entrar en su coche y conducir por las carreteras de Nueva Jersey o del Condado de Nassau a doscientos kilómetros por hora. No podía soportar estar un minuto más en el mismo cuarto que esa mujer.
—Está bien, Percey —dijo Rhyme—, que te acompañe el detective Bell y nos aseguraremos también de que otros hombres de Bo os siguen. Vete a tu aeropuerto y haz lo que tienes que hacer.
—Gracias, Lincoln —asintió y le ofreció una sonrisa.
Ese gesto fue suficiente para hacerle pensar a Sachs que parte del discurso de Percey Clay iba dirigido a ella, para dejar en claro quién era la ganadora indiscutible de aquel torneo. Bueno, Sachs estaba convencida de que estaba condenada a perder en ciertos deportes. Campeona de tiro, policía condecorada, conductora experimentada, valiente y bastante buena criminalista, poseía sin embargo un corazón muy vulnerable. Su padre ya lo había percibido, él, que también era un romántico. Unos años atrás, después de que ella pasara por una relación bastante conflictiva, le había dicho:
«Tendrían que hacer un blindaje para el corazón, Amie. De veras».
Adiós, Rhyme, pensó. Adiós.
¿Cuál fue la respuesta de Rhyme a aquella nueva despedida? Una leve mirada y una brusca orden:
—Veamos esas pruebas, Sachs. Estamos perdiendo el tiempo.
Individualizar es la meta del criminalista.
Así se denomina el proceso de relacionar una prueba con un único origen, con exclusión de todos los demás.
En aquel momento Lincoln Rhyme observaba la prueba más individualizada que existe: sangre del cuerpo del Bailarín. Un test muy sofisticado de ADN podría eliminar virtualmente cualquier posibilidad de que la sangre proviniera de otra persona.
Sin embargo, aquella prueba podía aportar poco. El CODIS o sistema de información computerizado sobre el ADN contenía los perfiles de algunos criminales convictos, pero era aún una base de datos muy pequeña, compuesta mayormente de delincuentes sexuales y un número limitado de criminales violentos. Rhyme no se sorprendió cuando el examen de la sangre del Bailarín resultó negativo.
Sin embargo, el criminalista sentía un leve placer al poseer una parte del propio asesino, preparada en un frotis y guardada en un tubo de ensayo. Para la mayoría de sus colegas, los delincuentes se limitaban a estar «por ahí», raramente se encontraban cara a cara con ellos, incluso no llegaban a conocerlos, de no ser en el juicio. De manera que sintió una profunda conmoción al estar en presencia del hombre que había causado tanto dolor a tantas personas, él incluido.
—¿Qué más has encontrado? —preguntó a Sachs.
Amelia había aspirado el cuarto de Brit Hale para encontrar vestigios, pero cuando ella y Cooper se colocaron las gafas de aumento y repasaron todo lo que habían traído, no encontraron nada excepto residuos de disparos y fragmentos de balas, ladrillo y yeso desprendido por los tiroteos.
Había recogido los casquillos de la pistola semiautomática que había usado el asesino. El arma era una Beretta de 7,62 milímetros, probablemente un viejo modelo con algunos deterioros. Los casquillos, recuperados por Sachs en su totalidad, habían sido sometidos por el Bailarín a un proceso que eliminaba hasta las huellas de los empleados de la fábrica de municiones, de manera que nadie pudiera relacionar su compra con un turno en concreto o con un lote enviado a algún lugar particular. Aparentemente el joven había cargado el arma con los nudillos para evitar dejar huellas. Un truco conocido.
—Adelante —le pidió Rhyme a Sachs.
—Balas de pistola.
Cooper las examinó. Tres estaban achatadas y una conservaba muy bien su forma. Dos estaban cubiertas por la sangre negra y coagulada de Brit Hale.
—Escanéalas para ver si hay huellas —ordenó Rhyme.
—Ya lo hice —replicó Sachs cortante.
—Prueba con el láser.
Cooper lo hizo.
—Nada, Lincoln. —El técnico se fijó en un trozo de algodón que estaba en una bolsa de plástico—. ¿Qué es eso? —preguntó.
—Oh, también traje los cartuchos del fusil —respondió Sachs.
—¿Qué?
—Le hizo dos disparos a Jodie. Dos de ellos dieron en la pared y explotaron. Éste dio en tierra, en una maceta de geranios, y no explotó. Encontré un agujero en uno de los geranios y…
—Esperad —parpadeó Cooper—. ¿Éste es uno de los cartuchos explosivos?
—Así es. Pero no explotó —dijo Sachs.
Rápidamente, Cooper puso la bolsa sobre la mesa y retrocedió. Empujó a Sachs, que era cinco centímetros más alta que él, para alejarla también.
—¿Qué pasa?
—Las balas explosivas son muy inestables. En este momento, los granos de pólvora se podrían estar activando… podrían explotar en cualquier momento. Un pedazo de metralla te podría matar.
—Has visto los fragmentos de los otros, Mel —dijo Rhyme—. ¿Cómo están hechos?
—Es horrible, Lincoln —dijo el técnico nerviosamente, y su calva se cubrió de sudor—. Tienen un relleno de PETN, con pólvora sin humo como base. Es lo que lo vuelve inestable.
—¿Por qué no explotó? —preguntó Sachs.
—La tierra hizo que impactara con suavidad. Y pensemos que el Bailarín los hace él mismo. Quizá su control de calidad no fue muy bueno.
—¿Los hace él mismo? —preguntó Rhyme—. ¿Cómo?
Con los ojos fijos en la bolsa de plástico, el técnico le explicó:
—Bueno, la forma más común consiste en taladrar un agujero desde la punta casi hasta la base. Se ponen unos perdigones y un poco de pólvora negra o sin humo. Se enrolla una tira de plástico y se coloca dentro. Luego se sella todo; en este caso con un cono de cerámica. Cuando da en el blanco, los perdigones se incrustan en la pólvora. Eso hace que el PETN explote.
—¿Enrolla el plástico? —preguntó Rhyme—. ¿Con los dedos?
—Generalmente.
Rhyme miró a Sachs y por un momento la tensión que había entre ellos desapareció. Sonrieron y exclamaron a la vez:
—¡Huellas!
—Quizá —dijo Mel Cooper—. Pero ¿cómo lo vais a averiguar? Tenéis que desarmarlo.
—Entonces —dijo Sachs—, lo desarmaremos.
—No, no, no, Sachs —intervino Rhyme con brusquedad—. Tú no. Esperaremos a los especialistas artificieros.
—No tenemos tiempo.
Se inclinó sobre la bolsa y comenzó a abrirla.
—Sachs, ¿qué mierda estás tratando de probar?
—No trato de probar nada —respondió ella fríamente—. Trato de coger al asesino.
Cooper no sabía qué hacer.
—¿Estás tratando de salvar a Jerry Banks? Bueno, ya es demasiado tarde. Olvídalo. Limítate a hacer tu trabajo.
—Este es mi trabajo.
—¡Sachs, no fue culpa tuya! —gritó Rhyme—. Olvídalo. Olvida los muertos. Te lo he dicho una docena de veces.
—Pondré mi chaleco sobre la bolsa —contestó la joven muy tranquila— y trabajaré desde atrás.
Se quitó la blusa y abrió las tiras de Velero que sujetaban el chaleco antibalas. Lo colocó como una tienda sobre la bolsa que contenía el cartucho.
—El blindaje te protege pero no te protege las manos —le advirtió Cooper.
—Los trajes antibala tampoco tienen protección para las manos —señaló Sachs, y sacó de su bolsillo los tapones para los oídos que usaba para tirar y se los colocó—. Tendrás que gritar —le dijo a Cooper—. ¿Qué hago?
No, Sachs, no, pensó Rhyme.
—Si no me lo dices lo cortaré en dos —cogió una sierra forense. El filo se cernió sobre la bolsa. La chica hizo una pausa.
Rhyme suspiró e hizo una seña con la cabeza a Cooper.
—Dile lo que tiene que hacer.
El técnico tragó saliva.
—Muy bien. Desenvuélvelo con cuidado. Aquí, ponlo sobre esta toalla. No lo sacudas. Es lo peor que puedes hacer.
Sachs expuso la bala, un trozo de metal sorprendentemente pequeño, con una punta blancuzca.
—¿Ves ese cono? —siguió Cooper—. Si la bala explota el cono pasará a través del blindaje y de al menos una o dos paredes. Tiene un revestimiento de Teflon.
—Bien —Sachs puso la bala de costado, mirando la pared.
—Sachs —dijo Rhyme en tono tranquilizador—, usa fórceps y no tus dedos.
—Si explota eso no supondrá la menor diferencia, Rhyme. Y necesito el control que me dan los dedos.
—Por favor.
Sachs vaciló y luego tomó la pinza que Cooper le ofrecía. Cogió la base del cartucho.
—¿Cómo lo abro? ¿Lo corto?
—No puedes cortar el plomo —contestó Cooper—. El calor de la fricción detonaría la pólvora negra. Tienes que sacar con cuidado el cono para llegar a la tira de plástico.
El sudor corría por la cara de Sachs.
—Bien. ¿Con alicates?
Cooper levantó un par de alicates de punta muy fina que estaban sobre la mesa y se acercó a Sachs. Se los puso en la mano derecha y luego retrocedió.
—Debes cogerlo y tirar con fuerza. El Bailarín lo pegó con resina epoxy, que no suelda bien el plomo, de manera que debería desprenderse con facilidad. Pero no lo aprietes mucho. Si se rompe, no podrás quitarlo sin un taladro. Y eso lo haría explotar.
—Con fuerza, pero no demasiada —murmuró Sachs.
—Piensa en todos los coches que has reparado, Sachs —dijo Rhyme.
—¿Qué?
—Cuando tratabas de sacar las bujías: con fuerza como para aflojarlas, pero no tanta como para romper la cerámica.
Sachs asintió, distraída, y Rhyme no supo si le había oído.
La pelirroja inclinó la cabeza detrás de la tienda formada por su chaleco antibalas.
Rhyme vio que sus ojos se cerraron.
Oh, Sachs…
No percibió ningún movimiento. Apenas si oyó un chasquido.
Sachs se quedó paralizada un momento y luego miró por encima del chaleco.
—Ya salió. Está abierto.
—¿Ves el explosivo? —preguntó Cooper.
Ella miró dentro.
—Sí.
—Vierte dentro un poco de aceite —Cooper le tendió un bote— y luego inclínalo. El plástico saldrá. No podemos tocarlo porque las huellas se arruinarían.
Sachs agregó el aceite, luego inclinó el cartucho, con la parte abierta hacia abajo, sobre la toalla.
No pasó nada.
—Maldita sea —murmuró.
—¡No…
Sachs lo sacudió con fuerza.
—…lo sacudas! —gritó Cooper.
—¡Sachs! —jadeó Rhyme.
La chica sacudió con más fuerza.
—Maldita sea.
—¡No!
Salió una pequeña tira blanca, seguida de unos granos de pólvora negra.
—Bien —dijo Cooper con un suspiro de alivio—. Ya no hay peligro.
Se acercó y utilizando una sonda muy delgada, colocó el plástico en un portaobjetos de cristal. Se dirigió hacia el microscopio con el paso característico de todos los criminalistas del mundo: la espalda bien derecha, la mano levantada y sosteniendo la muestra con pulso firme. Montó el explosivo.
—¿Uso el Magna-Brush? —preguntó refiriéndose a un fino polvo gris que se utilizaba para descubrir huellas.
—No —le respondió Rhyme—. Usa violeta de genciana. Es una huella sobre plástico. Necesitamos un poco de contraste.
Cooper pulverizó la muestra y luego montó el portaobjetos en el microscopio.
La imagen apareció simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme.
—¡Sí! —gritó—. Aquí está.
Las curvas y bifurcaciones eran muy visibles.
—Lo atrapaste, Sachs. Buen trabajo.
Mientras Cooper giraba lentamente el trozo de plástico, Rhyme hizo tomas progresivas en la pantalla, imágenes digitalizadas, y las guardó en el disco duro. Luego las reunió e imprimió una sola lámina bidimensional.
Pero cuando el técnico la examinó, suspiró.
—¿Qué? —preguntó Rhyme.
—No es suficiente para hacer una comparación. Mide sólo cinco milímetros por uno con cinco. Ningún laboratorio del mundo podría obtener información de ella.
—Dios —exclamó Rhyme—. Todo ese esfuerzo… perdido.
Amelia Sachs se echó a reír a carcajadas. Estaba mirando la pared, donde estaban los diagramas de las pruebas. EC1, EC2…
—Unidlas —dijo.
—¿Qué?
—Tenemos tres parciales —les explicó—. Probablemente todas provengan del dedo índice. ¿No podremos hacerlas coincidir?
Cooper miró a Rhyme.
—Nunca oí nada semejante.
Tampoco lo había oído Rhyme. La mayor parte del trabajo forense consiste en analizar pruebas para su presentación en un juicio, ya que «forense» significa «relacionado con procedimientos legales»; y un abogado defensor reaccionaría muy mal si la policía comenzara a hilvanar fragmentos de las huellas de los sospechosos.
Pero su prioridad consistía en encontrar al Bailarín, no en preparar el caso en su contra.
—¡Claro que sí! —dijo Rhyme—. ¡Hacedlo!
Cooper cogió las fotos de las otras huellas del Bailarín y las puso sobre la mesa.
Sachs y el técnico comenzaron a trabajar. Cooper hizo fotocopias de las huellas y redujo dos para que todas tuvieran el mismo tamaño. Luego se pusieron a hacerlas coincidir como si fuera un rompecabezas. Parecían niños intentando variaciones, volviendo a colocar fragmentos, discutiendo amablemente. Sachs hasta se animó a coger un bolígrafo y conectar varias líneas del dibujo.
—Eso es hacer trampas —bromeó Cooper.