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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (47 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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La cara de Jodie manifestó con claridad meridiana que veinte minutos le parecía un tiempo muy largo. Sachs estuvo de acuerdo.

Eliopolos miró su reloj.

—Una camioneta blindada llegará a las seis para llevaros hasta el gran jurado —dijo—. Lamento que no podáis dormir mucho —miró a Percey—, pero si me hubieran hecho caso, hubieras pasado la noche aquí, sana y salva.

Nadie le dijo una palabra de despedida cuando salió por la puerta.

—Os diré sólo unas pocas cosas más —prosiguió Franks—. No miréis por las ventanas. No salgáis sin una escolta. Ese teléfono de allí —señaló un aparato beige en un rincón de la sala—, es seguro. Es el único que debéis usar. Apagad vuestros móviles y no los uséis en ninguna circunstancia. Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?

—¿Tenéis algo de beber? —preguntó Percey.

Franks se inclinó frente al armario que estaba a su lado y sacó una botella de vodka y otra de bourbon.

—Nos gusta que nuestros huéspedes se sientan cómodos.

Puso las botellas sobre la mesa, se dirigió hacia a la puerta principal y se colocó la cazadora.

—Me voy a casa. Buenas noches, Tom —le dijo al agente que estaba en la puerta y saludó al cuarteto de custodiados, plantados en medio de un pabellón de caza de madera barnizada, con dos botellas de licor al frente y una docena de cabezas de ciervos y alces mirándolos desde las paredes.

El timbre del teléfono los sobresaltó a todos. Uno de los inspectores lo cogió a la tercera llamada.

—¿Diga? —Miró a las dos mujeres—. ¿Quién es Amelia Sachs?

La chica movió la cabeza y cogió el auricular.

—¿Sachs, es lo bastante seguro? —era Rhyme.

—Está bastante bien —le contestó—. De alta tecnología. ¿Tuviste suerte con el cuerpo?

—Nada hasta ahora. En las últimas cuatro horas se han denunciado cuatro desapariciones en Manhattan. Las estamos examinando a todas. ¿Está Jodie ahí?

—Sí.

—Pregúntale si el Bailarín mencionó alguna vez que asumiría alguna identidad en particular.

Sachs transmitió la pregunta. Jodie hizo memoria:

—Bueno, recuerdo que una vez dijo algo… nada específico, quiero decir. Dijo que si se va a matar a alguien hay que infiltrar, evaluar, delegar y luego eliminar. O algo parecido. No lo recuerdo exactamente. Se refería a delegar en alguien para que hiciera algo; luego, cuando todos están distraídos, se cuela. Creo que mencionó a un chico de recados o a un limpiabotas.

Tu arma más mortífera es el engaño…

Después de que Sachs trasmitiera estas palabras, Rhyme dijo:

—Pensamos que el cuerpo es el de un joven ejecutivo. Podría ser un abogado. Pregúntale a Jodie si alguna vez mencionó que trataría de entrar al palacio de justicia cuando se reúna el gran jurado.

Jodie no lo creía.

Sachs trasmitió esa impresión a Rhyme.

—Vale. Gracias —Sachs oyó que le decía algo a Mel Cooper—. Te llamaré después, Sachs.

—¿Queréis un último trago? —preguntó Percey.

Sachs no podía decir si quería o no. El recuerdo del whisky que precedió a su fiasco en la cama de Lincoln Rhyme la hacía estremecer. Pero en un impulso dijo que sí.

Roland Bell decidió que podía estar media hora fuera de servicio.

Jodie optó por una medida rápida y medicinal de whisky. Luego se dirigió a la cama, con su libro de autoayuda bajo el brazo. Miró con la fascinación de un chico de ciudad una cabeza de alce embalsamada.

*****

Fuera, en el denso aire primaveral, las cigarras cantaban y los sapos emitían sus llamadas peculiares y turbadoras.

Mientras miraba por la ventana la penumbra de las primeras horas de la mañana, Jodie pudo ver el reflejo de las linternas que atravesaban la niebla. Las sombras danzaban de costado; la bruma se movía entre los árboles. Se alejó de la ventana y se acercó a la puerta de su cuarto. Miró hacia fuera.

Dos inspectores custodiaban el pasillo, sentados en una pequeña garita de seguridad a seis metros de distancia. Parecían aburridos y sólo moderadamente vigilantes.

Prestó atención y no oyó nada más que los rumores característicos de una casa vieja en medio de la noche.

Volvió a la cama y se sentó sobre el colchón deformado. Cogió su deteriorado y manchado libro.

Pongámonos a trabajar, pensó.

Abrió el libro por la mitad y el pegamento crujió. Despegó un pequeño trozo de cinta adhesiva de la parte inferior del lomo. Un gran cuchillo cayó sobre la cama. Parecía de metal negro, a pesar de que era de polímero impregnado de cerámica y no podía ser advertido por un detector de metales. Estaba manchado y no tenía brillo. Uno de los bordes parecía tan afilado como una navaja de afeitar, mientras que el otro tenía el aspecto de una sierra quirúrgica. El mango estaba recubierto. Lo había diseñado y construido él mismo, y como la mayoría de las armas peligrosas, no era ostentoso ni atractivo, hacía una sola cosa: mataba. Y lo hacía muy, pero muy, bien.

A Jodie no le importaba coger el arma, o tocar pestillos o ventanas, porque tenía huellas dactilares nuevas. El mes anterior, un cirujano de Berna, Suiza, le había quemado químicamente la piel de la parte mollar de los ocho dedos y dos pulgares y con un láser de los que se usan en microcirugía le había dibujado huellas nuevas sobre el tejido. Sus propias huellas acabarían por regresar, pero pasarían unos meses antes de que eso ocurriera. Sentado en el borde de la cama, y con los ojos cerrados, imaginó la sala común y dio un paseo mental por ella. Recordó la ubicación de cada puerta, cada ventana, cada mueble, los feos paisajes sobre las paredes, la cornamenta de alce que colgaba sobre la chimenea, los ceniceros y las armas reales y potenciales. Tenía tan buena memoria que podría caminar a través del cuarto con los ojos tapados y sin siquiera rozar una silla ni una mesa.

Concentrado, se dirigió con la imaginación hacia el teléfono del rincón y dedicó un momento a analizar el sistema de comunicaciones de la casa de seguridad. Estaba completamente familiarizado con su funcionamiento ya que pasaba gran parte de su tiempo libre leyendo manuales operativos de sistemas de seguridad y comunicaciones, y sabía que si cortaba la línea, la caída del voltaje enviaría una señal al panel de los guardias, tanto allí como quizá en la oficina de la central. De manera que tendría que dejarlo intacto.

No era un problema, sólo un factor.

Siguió con su paseo mental: examinó las cámaras de vídeo de la sala común, que el inspector había «olvidado» mencionar. Presentaban la configuración en «Y» que cualquier experto en seguridad con un presupuesto ajustado usaría en una casa de seguridad del gobierno. Jodie conocía también aquel sistema y sabía que presentaba un serio defecto de diseño: todo lo que había que hacer era dar un golpecito fuerte en el medio de la lente, y así se desalineaba todo el sistema óptico; la imagen del monitor de seguridad se tornaría negra pero no sonaría ninguna alarma, como sucedería en cambio si se cortara el cable coaxial.

Pensó en la iluminación… Podría eliminar seis, no, cinco, de las ocho luces que había visto en la casa, pero no más. Al menos no hasta que los inspectores estuvieran muertos. Pensó en la ubicación de cada lámpara y de cada interruptor, y luego siguió repasando la casa mentalmente. El cuarto de la televisión, la cocina, los dormitorios. Calculó las distancias y los ángulos de visión desde afuera.

No es un problema…

Registró la ubicación de cada una de las víctimas. Consideró la posibilidad de que se hubieran movido en los últimos quince minutos.

…sólo un factor.

En aquel momento abrió los ojos. Asintió para sí, deslizó el cuchillo en su bolsillo y se dirigió a la puerta.

En silencio, entró en la cocina y robó una cuchara que estaba en un escurridor sobre la pila. Caminó hacia la nevera y se sirvió un vaso de leche. Luego se dirigió a la sala común y rondó de librería en librería, fingiendo buscar algo para leer. Cuando pasaba por delante de cada una de las cámaras de vigilancia, levantaba la cuchara y golpeaba la lente. Después dejó el vaso de leche y la cuchara sobre la mesa y se dirigió a la garita.

—Oye, chequea los monitores —murmuró un inspector, y giró una perilla en la pantalla de televisión que tenía al frente.

—¿Sí? —preguntó el otro, con poco interés.

Jodie entró por detrás del primer inspector, que lo miró y empezó a preguntarle:

—Oiga, señor, ¿qué está haciendo? —pero Jodie
ras, ras
, le abrió con limpieza la garganta con un corte en forma de «V». Un copioso chorro de sangre aterciopelada formó un arco enorme. Su compañero le miró con ojos desorbitados y trató de coger su arma, pero Jodie se la quitó de la mano y lo acuchilló una vez en la garganta y otra en el pecho. Cayó al suelo y se agitó durante un momento. Era una muerte ruidosa, como Jodie ya sabía. Pero no podía clavarle el cuchillo más veces; necesitaba el uniforme y por eso tenía que matarlo con un mínimo derramamiento de sangre.

Mientras el inspector yacía en el suelo, agonizando entre temblores, miró a su asesino, que se estaba quitando sus propias ropas cubiertas de sangre. El moribundo se quedó mirando el bíceps de Jodie, se fijó en el tatuaje.

Cuando Jodie se inclinó y comenzó a quitarle la ropa, notó la mirada del hombre:

—«Danza Macabra» —dijo—. ¿Ves? La Muerte baila con su próxima víctima. Su ataúd está atrás. ¿Te gusta?

Lo preguntó con auténtica curiosidad, aunque no esperaba respuesta. Y no recibió ninguna.

Capítulo 36: Hora 43 de 45

Mel Cooper, con los guantes de látex puestos, estaba de pie al lado del cadáver del joven que habían encontrado en Central Park.

—Podría probar con las huellas de los pies —sugirió, descorazonado.

Las huellas con borde de fricción de los pies son tan únicas como las de las manos, pero tienen un valor relativo hasta que se consiguen muestras de un sospechoso; además, las huellas de pies no figuran en las bases de datos de AFIS.

—No te molestes —murmuró Rhyme.

¿Quién diablos es? se preguntó Rhyme, mirando el cuerpo destrozado que tenía delante. Se dijo: es la pista del próximo movimiento del Bailarín. Experimentaba la peor sensación del mundo: un picor que no podía aliviar. Tenía una prueba delante de sus ojos, sabía que era la clave del caso y, sin embargo, era incapaz de descifrarla.

Rhyme miró hacia el diagrama de pruebas que estaba contra la pared. El cadáver era como las fibras verdes que habían encontrado en el hangar: Rhyme suponía que eran importantes, pero desconocía la razón.

—¿Algo más? —preguntó al médico que les acompañaba, que trabajaba en la oficina de reconocimientos médicos y había acompañado el cadáver hasta allí. Era un hombre joven, con poco pelo; gotas de sudor resbalaban por su coronilla.

—Es un gay —dijo el doctor—, o para ser más exacto, vivió una vida de gay cuando era joven. Ha experimentado repetidas relaciones anales, que cesaron hace unos años.

—¿Qué opinas de esa cicatriz? —continuó Rhyme—. ¿Es quirúrgica?

—Bueno, es una incisión muy clara. Pero no se me ocurre ninguna razón para operar en ese lugar. Quizá un bloqueo intestinal, pero aun en ese caso, no creo que hayan realizado nunca una operación en ese cuadrante del abdomen.

Rhyme lamentó que Sachs no estuviera allí. Quería intercambiar ideas con ella; seguro que reparaba en algo que él hubiera pasado por alto.

¿Quién podría ser? Rhyme se devanaba los sesos. La identificación es una ciencia compleja. Una vez había establecido la identidad de un hombre con un sólo diente. Pero el procedimiento llevaba tiempo, generalmente semanas o meses.

—Envía el grupo sanguíneo y el perfil de ADN —dijo Rhyme.

—Ya lo he hecho —contestó el médico de servicio—. Ya he enviado las muestras al centro.

Si el joven fuera seropositivo, eso les ayudaría a identificarlo a través de médicos o clínicas. Pero si no tenían nada a lo que agarrarse, el examen sanguíneo no sería de mucha ayuda.

Huellas…

Daría cualquier cosa por una buena huella en relieve por fricción, pensó Rhyme. Quizá…

—¡Esperad! —lanzó una estruendosa carcajada—. ¡Su polla!

—¿Qué? —exclamó Sellitto.

Dellray enarcó una ceja.

—No tiene manos. ¿Pero cuál es la parte de su anatomía que tocó seguro?

—El pene —respondió Cooper—. Si hizo pis en las últimas dos horas probablemente consigamos una huella.

—¿Quién quiere tener el honor?

—Ninguna tarea es demasiado desagradable —dijo el técnico y se puso otro par de guantes por encima de los que ya tenía. Se puso a trabajar con las tarjetas Kromekote para obtener huellas de la piel. Obtuvo dos huellas excelentes: una de pulgar, en la parte superior del pene del cadáver y un dedo índice en la parte inferior.

—Perfecto, Mel.

—No se lo digas a mi novia —dijo Mel tímidamente. Colocó las huellas en el sistema AFIS.

El mensaje apareció en pantalla:
Espere, por favor… Espere, por favor

Que figure en el archivo, rezó Rhyme con desesperación.

Figuraba.

Pero cuando aparecieron los resultados, Sellitto y Dellray, que estaban cerca del ordenador de Cooper, miraron la pantalla con escepticismo.

—¿Qué diablos…? —dijo el detective.

—¿Qué? —gritó Rhyme—. ¿Quién es?

—Es Kall.

—¿Qué?

—Es Stephen Kall —repitió Cooper—. Tiene una coincidencia de veintidós puntos. No hay ninguna duda.

Buscó la huella compuesta que habían elaborado con anterioridad para descubrir la identidad del Bailarín. La dejó caer sobre la mesa al lado del Kromekote.

—Es idéntica.

¿Cómo?, se preguntaba Rhyme. ¿Cómo diablos?

—Tal vez —dijo Sellitto— Kall dejó sus huellas en la polla de este hombre ¿Y si es un chupapollas?

—Tenemos marcadores genéticos de la sangre de Kall, ¿verdad? De las que se encontraron en la torre del agua.

—Correcto —dijo Cooper.

—Compáralos —exclamó Rhyme—. Quiero un perfil de los marcadores del cadáver. Y lo quiero ahora.

*****

La poesía era algo que le gustaba.

El «Bailarín de la Muerte»… me gusta, pensó. Mucho mejor que «Jodie», el nombre que había elegido para aquel trabajo porque sonaba tan inofensivo. Un nombre tonto, un nombre en diminutivo.

El Bailarín…

Sabía que los nombres eran importantes. Leía filosofía. El acto de nombrar, de designar, era exclusivo de los seres humanos. El Bailarín, en aquel momento, se dirigió al muerto y desmembrado Stephen Kall: Era de mí de quien oíste hablar. Yo soy el que llama «cadáveres» a sus víctimas. Tú las llamas Mujeres, Maridos, Amigos, lo que quieras.

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