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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (48 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Pero en cuanto me contratan son cadáveres. Es todo lo que son.

Con el uniforme del inspector puesto, anduvo por el oscuro pasillo, alejándose de los cuerpos de los dos oficiales. No había podido evitar por completo las manchas de sangre, pero en la penumbra no se podía ver que el uniforme azul marino tenía máculas rojas.

Iba a buscar el Cadáver número tres.

La Mujer, según tu denominación, Stephen. Qué criatura problemática y nerviosa que eras. Con tus manos lavadas y tu confusa polla. El Marido, la Mujer, el Amigo…

Infiltrar, Evaluar, Delegar, Eliminar…

Ah, Stephen… podría haberte enseñado que hay una única regla en este negocio: ir un paso por delante de todo ser viviente.

En aquel momento tenía dos pistolas pero todavía no las quería usar. No quería arriesgarse a actuar precipitadamente. Si fallaba entonces, nunca tendría otra ocasión de matar a Percey Clay antes de la reunión del gran jurado de aquella misma mañana.

Se dirigió en silencio hacia el vestíbulo donde se sentaban otros dos inspectores, uno leyendo un periódico y otro mirando la tele.

El primero levantó la vista hacia el Bailarín, vio el uniforme y volvió al periódico. Pero enseguida miró de nuevo.

—Espera —dijo el inspector, al darse cuenta de repente de que no reconocía esa cara.

Pero el Bailarín no esperó.

Respondió con dos hábiles cortes en ambas arterias carótidas. El hombre se deslizó hacia delante y murió sobre la página seis del
Daily News
, tan silenciosamente que su compañero ni siquiera sacó los ojos de la tele, donde una mujer rubia que lucía recargadas joyas doradas explicaba cómo había conocido a su novio a través de un parapsicólogo.

—¿Esperar? ¿Para qué? —preguntó el segundo inspector, sin dejar de mirar la pantalla.

Murió haciendo un poco más de ruido que su compañero, pero nadie del edificio pareció darse cuenta. El Bailarín arrastró los cuerpos y los depositó bajo una mesa.

En la puerta de atrás se aseguró de que no hubiera sensores en el marco y luego salió afuera. Los dos agentes estaban vigilantes, pero no observaban la casa. Uno miró rápidamente hacia el Bailarín, lo saludó con la cabeza y volvió a concentrarse en el entorno. El cielo mostraba las luces del alba, pero todavía había suficiente oscuridad como para que el hombre no lo reconociera. Ambos agentes murieron casi silenciosamente.

En cuanto a los dos que estaban en la parte posterior, en la caseta de guardia que daba al lago, el Bailarín los sorprendió por atrás. Atravesó el corazón de uno de los agentes con una cuchillada por la espalda y luego,
ras, ras
, cortó el cuello del segundo. Tumbado sobre el suelo, el primer agente emitió un grito plañidero cuando murió. Pero nuevamente nadie pareció notarlo; el sonido, pensó el Bailarín, se parecía mucho al canto del somorgujo, despertando a un hermoso amanecer rosado y gris.

*****

Rhyme y Sellitto se hallaban enfrascados en tareas burocráticas cuando llegó el fax con el perfil del ADN. Se había realizado la versión rápida de la prueba, el test de reacción en cadena de la polimerasa, pero aun así era virtualmente definitiva; las posibilidades de que el cuerpo que tenían frente a ellos fuera el de Stephen Kall eran de seis mil a uno.

—Lo han matado —murmuró Sellitto. Tenía la camisa tan arrugada que parecía una muestra de fibras bajo una lente de quinientos aumentos—. ¿Por qué?

Pero esa no era una pregunta para un criminalista.

Pruebas… pensó Rhyme. Las pruebas eran lo único que le interesaba.

Miró los diagramas de las escenas de crimen colgados de la pared y examinó todas las pistas del caso. Las fibras, las balas, el cristal roto…

¡Analiza! ¡Piensa!

Conoces el procedimiento. Lo has seguido un millón de veces.

Identificas los hechos. Los cuantificas y categorizas. Estableces tus teorías. Sacas las conclusiones. Luego las compruebas…

Suposiciones, pensó Rhyme.

Había una suposición manifiesta en aquel caso, presente desde el comienzo: habían basado toda la investigación en la creencia de que Kall era el Bailarín de la Muerte. ¿Pero qué pasaba si no lo era? ¿Qué pasaba si era un simple peón, si el Bailarín lo había estado usando como un arma?

Engaño…

Si fuera así, habría algunas pruebas que no encajarían, algo que señalaría al verdadero Bailarín.

Examinó con cuidado los diagramas, pero no halló nada extraño excepto la fibra verde, que seguía sin decirle nada.

—¿No tenemos ninguna ropa de Kall, verdad?

—No, estaba completamente desnudo cuando lo encontramos —dijo el médico de servicio.

—¿Tenemos algo con lo que haya estado en contacto?

Sellitto se encogió de hombros.

—Bueno, Jodie.

—¿Se cambió de ropa aquí, no es cierto? —preguntó Rhyme.

—Así es —dijo Sellitto.

—Traedme las ropas de Jodie. Quiero verlas.

—Uf —dijo Dellray—. Están tremendamente sucias.

Cooper las encontró y las trajo. Las cepilló sobre hojas de papel limpias. Montó muestras de los vestigios en el portaobjetos y las colocó bajo el microscopio de luz polarizada.

—¿Qué tenemos? —preguntó Rhyme, observando la pantalla de su ordenador, donde aparecía una imagen idéntica a la que Cooper tenía en el microscopio.

—¿Qué es esa sustancia blanca? —preguntó Cooper—. Esos granos de allí. Hay muchos. Proceden de las costuras de sus pantalones.

Rhyme sintió que le ardía la cara, en parte debido a su errática tensión arterial, no en balde estaba muy fatigado, otro poco al dolor fantasma que todavía padecía de vez en cuando. Pero en gran medida se debía al calor provocado por la excitación de la caza del Bailarín.

—Oh, Dios mío —murmuró.

—¿Qué, Lincoln?

—Es oolito —anunció.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Sellitto.

—Una roca calcárea. Una especie de arena que arrastra el viento. Se encuentra en las Bahamas.

—¿Bahamas? —preguntó Cooper frunciendo el ceño—. ¿Qué hemos oído hace poco de las Bahamas? —Miró alrededor del laboratorio—. No me acuerdo.

Pero Rhyme se acordaba: miraba fijamente el tablón de los boletines, donde estaba pinchado el informe del científico del FBI sobre la arena que Amelia había encontrado la semana pasada en el coche de Tony Panelli, el agente desaparecido en el centro de la ciudad.

Leyó:

La sustancia sometida a análisis no es técnicamente arena. Consiste en fragmentos de coral procedentes de arrecifes y contiene espíenlas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gasterópodos y foraminíferos. El origen más probable es el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.

El agente de Dellray, reflexionó Rhyme… Un hombre que sabría dónde estaba la mejor casa de seguridad del FBI de Manhattan y que le daría la dirección a quien lo estuviera torturando.

De manera que el Bailarín podría esperar allí, esperar a que Stephen Kall apareciera, hacerse amigo suyo, y luego arreglarlo todo para que lo capturaran y estar cerca de sus víctimas.

—¡Las drogas! —gritó Rhyme.

—¿Qué? —preguntó Sellitto.

—¿En qué estaba pensando yo? ¡Los traficantes no cortan las drogas farmacéuticas! Les da demasiado trabajo. ¡Sólo lo hacen con las drogas comunes!

—Jodie no las cortaba con la comida para bebés —asintió Cooper—. Sólo se deshacía de las drogas. Tomaba placebos para que pensáramos que era un yonqui.

—Jodie es el Bailarín —exclamó Rhyme—. ¡Al teléfono! ¡Llamad ahora a la casa de seguridad!

Sellitto cogió el teléfono y marcó.

¿Sería demasiado tarde?

Oh, Amelia, ¿qué he hecho? ¿Te he matado?

El cielo tomaba un metálico color rosado.

Una sirena sonó a la distancia.

El halcón peregrino estaba despierto y a punto de salir a cazar.

Lon Sellitto levantó la vista del teléfono, desesperado.

—No contesta nadie —dijo.

Capítulo 37: Hora 43 de 45

Los tres charlaron durante un rato en el cuarto de Percey.

Hablaron de aeroplanos, coches y tareas policiales.

Luego, Bell se fue a dormir y Percey y Sachs hablaron de hombres.

Al final, Percey se tumbó en la cama y cerró los ojos. Sachs le quitó el vaso de bourbon de la mano y apagó las luces. Decidió que ella también dormiría un poco.

Esperó un momento en el pasillo para observar el tenue cielo del amanecer, rosa champán, y justo entonces se dio cuenta de que el teléfono de la sala principal del edificio llevaba sonando largo tiempo.

¿Por qué no contestaba nadie?

Siguió por el pasillo.

No podía ver a los dos guardias; el lugar parecía más oscuro que antes; la mayoría de las luces estaban apagadas. Es una casa sombría, pensó. Intimidante. Olía a pino y moho. ¿A algo más? Había otro olor que le resultaba familiar. ¿Cuál era?

Tenía que ver con las escenas de crímenes. Estaba tan agotada que no lo podía identificar.

El teléfono seguía sonando.

Pasó frente al cuarto de Roland Bell. La puerta estaba parcialmente abierta y Sachs miró al interior. Bell estaba de espaldas, sentado en un sillón frente a una ventana con cortinas. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados.

—¿Detective? —preguntó.

Bell no contestó.

Estaba profundamente dormido. Como le hubiese gustado estar a ella. Cerró la puerta con suavidad y siguió caminando por el pasillo, hacia su cuarto.

Pensó en Rhyme. Deseaba que él también estuviera durmiendo. Recordó que había presenciado uno de sus ataques de disrreflexia; fue un espectáculo terrible y no quería que sufriera otro.

El teléfono calló, enmudeció en medio de un timbrazo. Sachs miró hacia donde lo había oído, preguntándose si la llamada podía ser para ella. No consiguió oír a quien había contestado; esperó un momento, pero nadie fue a buscarle.

Silencio. Luego un golpecito, un leve arañazo. Más silencio.

Entró en su cuarto. Estaba oscuro. Se dio la vuelta para buscar a tientas el interruptor y se encontró frente a dos ojos que reflejaban un rayo de luz del exterior.

Con la mano derecha en la culata de su Glock, levantó la izquierda hacia el interruptor de la luz. El enorme alce le devolvió la mirada con sus brillantes ojos de cristal.

—Animales disecados —musitó—. Una gran idea para una casa de seguridad.

Se quitó la blusa y el abultado chaleco blindado. No era tan voluminoso como el de Jodie, por cierto. ¡Aquel tipo era como una patada en la barriga! El pequeño… ¿qué palabra usó Dellray para describirlo? Atorrante. Era un pequeño perdedor huesudo. Que cabrón.

Se metió la mano por debajo de la camiseta y se rascó frenéticamente los pechos, la espalda, debajo del sostén, los costados.

¡Qué bien se sentía!

Estaba agotada, pero ¿podría dormir?

La cama tenía un aspecto muy atractivo.

Se puso la blusa otra vez, se la abrochó y se tendió sobre la colcha. Cerró los ojos. ¿Eran unas pisadas eso que oía?

Supuso que sería uno de los guardias que iría a hacer café.

¿Dormir? Respira profundamente…

El sueño no venía.

Abrió los ojos y se quedó mirando el cielo raso.

Pensó en el Bailarín de la Muerte. ¿Cómo se acercaría a ellos? ¿Cuál sería su arma?

Su arma más mortífera es el engaño…

Al mirar por una rendija de la cortina, vio el hermoso amanecer plateado. Un jirón de niebla matizaba el color de los árboles distantes.

En algún lugar del edificio escuchó un ruido. Una pisada.

Puso los pies sobre el suelo y se sentó. Mejor sería renunciar al sueño y hacerse un café. Se dijo que ya dormiría por la noche.

Tuvo una repentina necesidad de hablar con Rhyme, de saber si había encontrado algo. Le podía oír diciendo «
Si hubiera encontrado algo te habría llamado, ¿verdad? Dije que te llamaría
».

No, no quería despertarlo, pero dudaba de que estuviera durmiendo. Sacó el móvil de su bolsillo y lo encendió antes de recordar la advertencia del Inspector Franks de usar sólo el teléfono que estaba en la sala.

Cuando estaba por apagar el teléfono, sonó con estridencia.

Sachs se estremeció, no por el sonido discordante, sino al pensar que el Bailarín, de alguna manera, había encontrado su número y quería asegurarse de que estaba en el edificio. Por un momento se preguntó si podría haber puesto un explosivo en su teléfono también.

¡Coño, Rhyme, mira qué asustada que estoy!

No contestes, se dijo.

Pero el instinto le dijo que debía hacerlo, y si bien los criminalistas desprecian el instinto, los patrulleros, los que andan por las calles, siempre escuchan esas voces interiores. Levantó la antena del móvil.

—¿Si?

—Gracias a Dios… —El pánico que advirtió en la voz de Rhyme la dejó helada.

—Eh, Rhyme. ¿Qué…?

—Escucha con mucho cuidado. ¿Estás sola?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Jodie es el Bailarín.

—¿Qué?

—Nos despistó con Stephen Kall. Jodie lo mató. Era su cuerpo el que encontramos en Central Park. ¿Dónde está Percey?

—En su cuarto, al final del salón. ¿Pero cómo…?

—No hay tiempo. En estos momentos está preparado para matar. Si los agentes todavía están vivos, diles que se pongan en situación de defensa en uno de los cuartos. Si están muertos, busca a Percey y a Bell y salid de la casa. Dellray ya llamó a SWAT, pero pasarán veinte o treinta minutos hasta que lleguen.

—Pero hay ocho guardias. No puede haberlos matado a todos…

—Sachs —dijo Rhyme muy serio—, recuerda quién es. ¡Muévete! Llámame cuando estéis seguros.

¡Bell! Se acordó de repente de la postura inmóvil del detective, con la cabeza caída sobre el pecho.

Corrió hacia la puerta, la abrió y sacó el arma. Delante de ella se abría el negro pasillo y el salón. Oscuros. Sólo la leve claridad del amanecer se filtraba en los cuartos. Sachs escuchó. Un ruido de arrastre. Un sonido metálico. ¿De dónde venían aquellos ruidos?

Se dirigió hacia el cuarto de Bell tan rápida y silenciosamente como pudo.

La atrapó antes de llegar.

Cuando la figura salió por la puerta, Sachs se agachó y le apuntó con su Glock. El hombre gruñó y le quitó la pistola de la mano. Sin pensar, ella lo empujó y aplastó su espalda contra la pared.

Buscó a tientas la navaja.

—Para —jadeó Roland Bell—. Oye, qué…

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