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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (8 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Yo estaba en el interior, pescando —dijo Hale—. Tenía el día libre. Llegué a casa muy tarde.

—¿Exactamente dónde estaba el avión antes de despegar?

—En nuestro hangar. Lo estábamos equipando para la nueva carga. Teníamos que sacar asientos e instalar soportes especiales con tomas eléctricas potentes. Para las unidades de refrigeración. ¿Sabéis en qué consistía el cargamento, verdad?

—Órganos —dijo Rhyme—, órganos humanos. ¿Compartís el hangar con alguna otra compañía?

—No, es nuestro. Bueno, lo alquilamos.

—¿Es fácil entrar en él? —preguntó Sellitto.

—Si no hay nadie se cierra con llave, pero en los últimos dos días tuvimos cuadrillas trabajando las veinticuatro horas para equipar al Lear.

—¿Conocéis a los trabajadores? —preguntó Sellitto.

—Son como de la familia —dijo Hale a la defensiva.

Sellitto miró significativamente a Banks. Rhyme supuso que el detective estaba pensando que los miembros de la familia son siempre los primeros sospechosos en un caso de asesinato.

—Bueno, de todos modos tomaré sus nombres, si no os importa. Pura rutina.

—Sally Anne, que es nuestra directora administrativa, os proporcionará una lista.

—Debéis sellar el hangar —dijo Rhyme—. Mantened a todos fuera.

Percey sacudió la cabeza:

—No podemos.

—Selladlo —repitió Rhyme—. Todos fuera. Todos.

—Pero…

—Tenemos que hacerlo —dijo Rhyme.

—¡Oye! —dijo Percey—. Espera un poco. —Miró a Hale—. ¿
Foxtrot Bravo
?

Hale se encogió de hombros.

—Ron dijo que le llevaría por lo menos otro día más.

Percey suspiró.

—El Lear Jet que Ed pilotaba era el único equipado para esa carga. Hay otro vuelo programado para mañana por la noche. Tendremos que trabajar sin descanso para dejar al otro avión listo para ese vuelo. No podemos cerrar el hangar.

—Lo lamento pero no hay opción —dijo Rhyme.

Percey parpadeó.

—Bueno, no sé quién eres para decirme lo que tengo que hacer.

—Soy alguien que trata de salvarte la vida —bramó Rhyme.

—No puedo arriesgarme a perder ese contrato.

—Un momento, señorita —dijo Dellray—, usted no comprende a este asesino…

—Mató a mi marido —respondió la chica con voz dura—. Lo comprendo perfectamente. Pero no me van a presionar para que pierda este trabajo.

Sachs se puso las manos en las caderas.

—Oye, espera un poco. Si hay alguien que puede salvarte el pellejo, ese es Lincoln Rhyme. No te pongas difícil ahora.

La voz de Rhyme terció en la discusión. Preguntó con calma:

—¿Puedes darnos una hora para la inspección?

—¿Una hora? —reflexionó Percey.

Sachs se rió y miró sorprendida a su jefe.

—¿Inspeccionar un hangar en una hora? —preguntó—. Vamos, Rhyme. —Su cara parecía querer decirle: «¿Estoy aquí defendiéndote y ahora sales con esto? ¿De qué lado estás?».

Algunos criminalistas dedicaban grupos a la inspección de las escenas de crímenes. Pero Rhyme siempre insistía en que Amelia Sachs investigara sola, como lo hacía él. Un único investigador CS
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tenía una visión que no podía lograrse con otras personas dando vueltas por el terreno. Una hora era un tiempo extraordinariamente breve para que una sola persona cubriera una escena del crimen tan amplia. Rhyme lo sabía pero no respondió a Sachs. Mantuvo sus ojos en Percey. Ella dijo:

—¿Una hora? Está bien. Me las puedo arreglar.

—Rhyme —protestó Sachs—, necesito más tiempo.

—Ah, pero tú eres la mejor, Amelia —bromeó. Lo que significaba que la decisión ya estaba tomada.

—¿Quién puede ayudarnos allí? —preguntó Rhyme a Percey.

—Ron Talbot. Es un socio de la compañía y nuestro director operativo.

Sachs anotó el nombre en su libreta.

—¿Me voy ya? —preguntó.

—No —respondió Rhyme—. Quiero que esperes hasta que tengamos la bomba del vuelo de Chicago, te necesito para que me ayudes a analizarla.

—Sólo tengo una hora —dijo Sachs con irritación—. ¿Lo recuerdas?

—Tendrás que esperar —gruñó Rhyme y luego le preguntó a Fred Dellray—. ¿Qué se sabe de la casa para testigos protegidos?

—Oh, tenemos un lugar que te gustará —dijo el agente a Percey—. En Manhattan. Los dólares de nuestros contribuyentes lucen mucho. Sí, sí. Los oficiales de justicia lo usan para la
crème de la crème
en protección de testigos. La única cosa es que necesitamos alguien del departamento de policía para los detalles de la custodia. Alguien que conozca y aprecie al Bailarín.

Y justo entonces Jerry Banks levantó la vista, preguntándose por qué todos le miraban.

—¿Qué? —preguntó—. ¿
Qué
? —y trató de alisar en vano su rebelde mechón.

*****

Stephen Kall, que hablaba como un soldado y disparaba como un soldado, en realidad nunca había estado en el ejército. Pero entonces le dijo a Sheila Horowitz:

—Estoy orgulloso de mi herencia militar. Ésa es la verdad.

—Algunas personas no…

—No —la interrumpió—, algunas personas no te respetan por ello. Pero ése es su problema.

—Es su problema —repitió Sheila como un eco.

—Este es un lindo lugar —miró alrededor del cuchitril, lleno de muebles rebajados de las tiendas Conran.

—Gracias, amigo. Hum, ¿quieres beber algo? Vaya, hablo como en las telenovelas, ¿verdad? Mamá siempre me corrige. Dice que veo demasiado la tele, qué vergüenza.

¿De qué mierda estaba hablando?

—¿Vives sola aquí? —le preguntó con una agradable sonrisa de curiosidad.

—Sí, solo yo y el trío dinámico. No sé por qué se esconden. Esos diablillos tontos —Sheila apretó nerviosamente el fino borde de su chaleco. Y al ver que él no contestaba, repitió:

—¿Entonces? ¿Algo de beber?

—¡Sí, claro!

El muchacho vio una única botella de vino, cubierta de tierra, encima de la nevera. La guardaría para una ocasión especial. ¿Sería ésa una de ellas?

Aparentemente no. La chica descorchó un Dr. Pepper dietético.

Stephen caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. No se veía policía en aquella calle. Y a cincuenta metros había una estación de metro. El piso estaba en una segunda planta, y a pesar de que las ventanas de atrás tenían rejas, no estaban cerradas. Si lo necesitara, podría descender por la escalera de incendios y desaparecer por Lexington Avenue, que siempre estaba muy concurrida…

Sheila tenía teléfono y un ordenador. Bien.

Stephen observó un calendario en el muro con láminas de ángeles. Había unas pocas anotaciones pero nada para aquel fin de semana.

—Oye, Sheila, quieres…

Se calló, sacudió la cabeza y quedó en silencio.

—Hum, ¿qué?

—Bueno, es… Sé que es estúpido preguntártelo. Quiero decir, con tan poca anticipación y todo eso. Me preguntaba si tenías algún plan para los próximos dos días.

Cuidado con lo que dices.

—Oh, hum, se suponía que iba a ver a mi madre.

Stephen arrugó la cara con decepción.

—Qué lástima. Sabes, tengo este lugar en Cape May…

—¡La costa de Jersey!

—Así es. Me voy para allá…

—¿Después de buscar a
Buddy
?

¿Quién mierda era
Buddy
?

Ah, el gato.

—Pues, sí. Si no tienes nada que hacer, pensé que te gustaría venir.

—¿Tienes…?

—Mi madre estará allí con algunas de sus amigas.

—Bueno, joder. No sé.

—Oye, ¿por qué no llamas a tu madre y le dices que tendrá que vivir sin ti el resto del fin de semana?

—Vaya. Realmente no tengo que llamar. Si no aparezco, bueno, no pasa nada. Quedamos en que quizá iba o quizá no.

De manera que había mentido. Un fin de semana vacío. Nadie la echaría de menos por unos días.

Un gato saltó a su lado y pegó su cara a la suya. Stephen se imaginó miles de gusanos que se desparramaban por su cuerpo. Se imaginó los gusanos retorciéndose en el pelo de Sheila. Sus dedos como gusanos. Comenzó a detestar a aquella mujer. Quería gritar.

—Oh, oh, di hola a nuestro nuevo amigo,
Andrea
. Tú le gustas, Sam.

Él se puso de pie y echó una mirada por el piso. Pensó: Recuerda, muchacho, cualquier cosa puede matar.

Algunas cosas matan rápido y otras cosas matan despacio. Pero cualquier cosa puede matar.

—Dime —le preguntó—, ¿tienes cinta adhesiva de embalar?

—Hum, ¿para…? —su mente corría—. ¿Para…?

—Los instrumentos que tengo en la bolsa. Necesito pegar uno de los tambores.

—Oh, ya lo creo, tengo algo de eso por aquí —Caminó hacia el vestíbulo—. Todas las Navidades envío paquetes con regalos a mis tías. Siempre compro un nuevo rollo de cinta adhesiva. Nunca me puedo acordar si he comprado uno antes, de manera que termino con una tonelada de rollos. ¿No soy una tontuela?

Stephen no contestó porque vigilaba la cocina y decidió que era la mejor zona del apartamento para matar.

—Aquí tienes —le arrojó juguetonamente el rollo de cinta. Él lo cogió instintivamente. Estaba enfadado porque no había tenido ocasión de ponerse los guantes. Sabía que había dejado huellas en el rollo. Tembló de cólera y cuando vio a Sheila que sonreía y decía: «Vaya, bien hecho, amigo», lo que veía realmente era un enorme gusano que se acercaba cada vez más. Dejo la cinta y se puso los guantes.

—¿Guantes? ¿Tienes frío? Oye, amigo, ¿qué…?

Él la ignoró y abrió la puerta de la nevera. Comenzó a sacar la comida.

Sheila caminó hacia el centro del cuarto. Su sonrisa atolondrada empezó a borrarse.

—Hum, ¿tienes hambre?

Él empezó a sacar las baldas.

Sus miradas se cruzaron y de repente, de muy dentro de la garganta de Sheila surgió un débil aullido.

Stephen cogió al gusano gordo antes que hiciera la mitad del camino hacia la puerta.

¿Rápido o despacio?

La arrastró de vuelta a la cocina. Hacia la nevera.

Capítulo 7: Hora 2 de 45

Tres.

Percey Clay, comandante de aviación licenciada en ingeniería, con título de mecánico en estructura y centrales eléctricas, poseedora de todas las licencias que la Agencia Federal de Aviación (FAA) podía conceder a los pilotos, no tenía tiempo para supersticiones.

Sin embargo, mientras pasaba a través del Central Park en una camioneta blindada, de camino a la casa protegida que se hallaba en el centro de la ciudad, pensó en el viejo dicho que los viajeros supersticiosos repiten como un mantra sombrío: no hay dos sin tres.

Y eso también se aplicaba a las tragedias.

Primero, Ed. Ahora, el segundo pesar: lo que a través del móvil le estaba diciendo Ron Talbot, que estaba en su oficina en Hudson Air.

Se hallaba embutida entre Brit Hale y el joven detective Jerry Banks. Tenía inclinada la cabeza. Hale la observaba y Banks posaba una mirada vigilante a través de la ventanilla, al tráfico, los peatones y los árboles.

—Los de U.S. Med aceptaron darnos otra oportunidad. —El aliento de Talbot iba y venía con un sonido alarmante. Talbot, uno de los mejores pilotos que ella hubiera conocido, no había pilotado un avión durante años por su precaria salud. Percey lo consideraba un castigo tremendamente injusto por sus pecados de beber, fumar y comer (en gran parte porque ella los compartía)—. Quiero decir pueden cancelar el contrato. Las bombas no son consideradas fuerza mayor. No nos eximen de nuestra responsabilidad contractual.

—Pero nos dejarán hacer el vuelo de mañana.

Una pausa.

—Sí. Así es.

—Vamos, Ron —exclamó Percey—, no empecemos ahora con chorradas.

Escuchó que encendía otro pitillo. Grande y fumador compulsivo, Talbot era el hombre al que gorroneaba Camels cuando estaba dejando de fumar, el mismo que se olvidaba de ponerse ropa limpia y de afeitarse. Y era un inepto para dar malas noticias.

—Es el
Foxtrot Bravo
—dijo sin ganas.

—¿Qué le pasa?

El N695FB era el Learjet 35A de Percey. No porque lo dijera la documentación. Legalmente el avión de dos motores estaba alquilado a Clay-Carney Holding Corporation Two, Inc., una subsidiaria propiedad de Hudson Air Charters, Ltd. por Morgan Air Leasing Inc., que a su vez lo alquilaba a Transport Solutions Incorporated, subsidiaria de propiedad total de La Jolla Holding Two, una compañía de Delaware. Este arreglo bizantino era legal y común, dado que tanto las aeronaves como los accidentes de aviación tienen un coste elevadísimo.

Pero todos los que trabajaban en Hudson Air Charters sabían que Noviembre Seis Nueve
Foxtrot Bravo
era de Percey. Había volado miles de horas en aquel avión. Era su preferido. Era como su hijo. Y en las noches, demasiado frecuentes, en que Ed no estaba en casa, pensar en su avión aliviaba su soledad. Excelente máquina, la aeronave podía volar a cuarenta y cinco mil pies a una velocidad de 460 nudos, más de 500 millas por hora. Percey sabía que podía volar más alto y a más velocidad, a pesar de que se lo ocultaba a Morgan Air Leasing, Transport Solutions, La Jolla Holding y la FAA.

—Equiparla va a ser más complicado de lo que supusimos —dijo Talbot por fin.

—Sigue.

—Está bien —dijo finalmente—. Stu se fue.

Stu Marquard, su principal mecánico.

—¿
Qué
?

—El hijo de puta se fue. Bueno, no lo ha hecho todavía —continuó Talbot—. Llamó para avisar que estaba enfermo, pero sonaba raro, de manera que hice unas llamadas. Se pasa a Sikorsky. Ya aceptó el trabajo.

Percey estaba atónita. Se trataba de un problema importante. Los Lear 35A venían equipados como aviones de pasajeros con ocho asientos. Para hacer que la aeronave estuviera lista para el vuelo de la U.S. Medical, había que quitar la mayoría de los asientos, hacer que absorbiese las sacudidas, instalar áreas refrigeradas y colocar tomas eléctricas extra para los generadores de la máquina. Todo ello significaba un importante trabajo eléctrico y de estructura.

No había mejor mecánico que Stu Marquard; él había equipado el Lear de Ed en un plazo récord. Pero sin él, Percey no sabía cómo podrían llegar a tiempo para el vuelo del día siguiente.

—¿Qué pasa, Percey? —preguntó Hale al ver la mueca en su cara.

—Stu se fue —susurró.

Hale sacudió la cabeza, sin comprender:

—¿Se fue dónde?

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