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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (5 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Tony Panelli, el agente que había desaparecido del Edificio Federal unos días atrás, había dejado en casa una esposa, un Ford gris con el motor en marcha y una cantidad de granos de arena que irritaban por misteriosos —asteroides sensuales—; prometían respuestas pero hasta el momento no habían dado ninguna.

—Cuando cojamos al Bailarín —dijo Rhyme—, Amelia y yo volveremos a ello. A tiempo completo. Te lo prometo.

Dellray golpeó con ira la punta no encendida de un cigarrillo que se alojaba detrás de su oreja izquierda.

—El Bailarín… Mierda. Mejor que lo cojamos del culo esta vez. Mierda.

—¿Qué me dices del accidente aéreo? —preguntó Sachs—. El de anoche. ¿Tienes algún detalle?

Sellitto leyó por encima un fajo de faxes y algunas de sus propias notas. Levantó la vista:

—Ed Carney despegó del aeropuerto Mamaroneck alrededor de las siete y cuarto de anoche. Hudson Air es una compañía privada de alquiler de aviones. Transportan carga, clientes de empresas, ya sabes. Alquilan aviones. Hace poco pudieron conseguir un contrato para transportar, prestad atención, órganos para transplantes a hospitales del medio oeste y de la costa Este. He sabido que es un negocio realmente lucrativo en estos días.

—Descojonante —comentó Banks y fue el único que sonrió por su broma.

—El cliente era U.S. Medical y Healthcare —continuó Sellitto—. Tienen su base en Sommers: es una de esas cadenas hospitalarias de lucro. Carney tenía un programa muy ajustado. Se suponía que volaría a Chicago, Saint Louis, Memphis, Lexington, Cleveland y luego pasaría la noche en Erie, Pennsylvania. Regresaría esta mañana.

—¿Algún pasajero? —preguntó Rhyme.

—Ninguno entero —murmuró Sellitto—. Sólo la carga. El vuelo fue rutinario. Luego, casi diez minutos antes de llegar a O'Hare, explotó una bomba. Revienta todo el aeroplano. Mata a Carney y a su copiloto. Cuatro heridos en tierra. A propósito, se suponía que su mujer volaría con él pero se puso enferma y tuvo que quedarse.

—¿Hay un informe NTSB
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? —preguntó Rhyme—. No, por supuesto que no, no puede haberlo. No todavía.

—El informe estará listo en dos o tres días.

—¡Bueno, no podemos esperar dos o tres días! ¡Lo necesito ya! —gritó Rhyme—. ¡Lo necesito ahora!

En su garganta se podía ver una cicatriz rosada producida por el respirador. Pero Rhyme se había desembarazado de su pulmón falso y podía respirar muy bien por sí mismo. Lincoln Rhyme era un tetrapléjico C4 y podía suspirar, toser y gritar como un marinero.

—Necesito saberlo todo acerca de la bomba.

—Llamaré a un amiguete de Chicago —dijo Dellray—. Me debe una. Le contaré lo que pasa y haré que nos envíe todo lo que tengan lo antes posible.

Rhyme asintió y luego pensó en lo que Sellitto les había relatado.

—Bien, tenemos dos escenas. La escena de la explosión en Chicago. Es muy tarde para que vayas, Sachs. Estará contaminada como el infierno. Sólo nos queda esperar que la gente de Chicago haga un trabajo medianamente bueno. La otra escena es el aeropuerto de Mamaroneck, donde el Bailarín puso la bomba a bordo.

—¿Cómo sabemos que lo hizo en el aeropuerto? —dijo Sachs. Estaba recogiendo su brillante cabello rojo en una trenza que luego prendió sobre su cabeza. Una cabellera tan magnífica como la suya constituía un estorbo en la escena del crimen; podía llegar a contaminar las pruebas, así que ella realizaba su trabajo armada con un Glock 9 y una docena de horquillas.

—Buena pregunta, Sachs —le gustaba que ella se le adelantara—. No lo sabemos y no lo podremos saber hasta que encontremos el lugar de la bomba. Podría haber sido colocada en la carga, en una bolsa de viaje, en una cafetera.

O en un cubo de basura, pensó sombríamente, al recordar de nuevo la bomba de Wall Street.

—Quiero todos los pedacitos de esa bomba aquí tan pronto como sea posible. Debemos tenerla —dijo Rhyme.

—Bueno, Linc —dijo Sellitto lentamente— el avión estaba a una milla sobre el suelo cuando explotó. Los restos están diseminados por un gran espacio de terreno.

—No me importa —dijo con dolor muscular en el cuello—. ¿Todavía están buscando?

Los trabajadores de rescate registraban el lugar de la explosión y eran locales, pero las investigaciones eran federales de manera que fue Fred Dellray quien hizo una llamada al agente especial del FBI del lugar.

—Dile que necesitamos todos los trozos de los restos que den positivo en las pruebas de explosivos. Estoy hablando de nanogramos. Quiero esa bomba.

Dellray transmitió sus palabras. Luego levantó la vista y sacudió la cabeza.

—La escena ha sido liberada al público.

—¿Qué? —soltó Rhyme—. ¿Después de doce horas? Ridículo. ¡Inexcusable!

—Tenían que abrir las calles —dijo.

—¡Camiones de bomberos! —gritó Rhyme.

—¿Qué?

—Todo camión de bomberos, ambulancia, coche policial… todo vehículo de emergencias que acudiera al accidente. Quiero que se les raspen los neumáticos.

La cara larga y negra de Dellray le miró fijamente.

—¿Quieres repetirlo? ¿Para mi ex buen amigo que te escucha? —El agente le acercó el teléfono.

Rhyme ignoró el receptor y dijo a Dellray:

—Los neumáticos de los vehículos de emergencias son las mejores fuentes de pruebas en las escenas de crímenes contaminadas. Son los primeros en llegar a la escena, generalmente poseen neumáticos nuevos con surcos de rodadura profundos, y probablemente no van a otro lado sino al lugar del siniestro y regresan al garaje. Quiero que raspen todos los neumáticos y envíen aquí los restos.

Dellray logró obtener una promesa de Chicago de que rasparían los neumáticos de tantos vehículos de emergencia como pudieran.

—No «tantos como» —exclamó Rhyme—. De todos.

Dellray puso los ojos en blanco y transmitió también esa información. Luego colgó.

De pronto Rhyme gritó:

—¡Thom! ¿Thom, dónde estás?

El atildado asistente apareció en la puerta un momento después.

—En el lavadero, ahí estoy.

—Olvídate de lavar. Necesitamos un diagrama de tiempo. Escribe, escribe…

—¿Escribir qué, Lincoln?

—En esa pizarra que está allí. La grande —Rhyme miró a Sellitto—. ¿Cuándo se reúne el gran jurado?

—A las nueve de la mañana del lunes.

—El fiscal los querrá allí un par de horas antes, así que la camioneta los recogerá entre las seis y las siete —miró al reloj de la pared. Eran las diez de la mañana del sábado.

—Tenemos exactamente cuarenta y cinco horas. Thom, escribe: hora 1 de 45.

El asistente vaciló.

—¡Escribe!

Lo hizo.

Rhyme miró a los demás ocupantes del cuarto. Vio que sus ojos parpadeaban con incertidumbre y que Sachs tenía el ceño fruncido, escéptica. Se llevó la mano al cuero cabelludo y se rascó con indiferencia.

—¿Pensáis que estoy siendo melodramático? —preguntó Rhyme—. ¿Que no necesitamos un recordatorio?

Nadie habló durante un instante. Por fin, Sellitto dijo:

—Bueno, Linc, quiero decir, no es que algo vaya a pasar hasta entonces.

—Oh, sí, algo va a pasar —dijo Rhyme y sus ojos siguieron al halcón macho cuando la poderosa ave se largó sin esfuerzo hacia el cielo del Central Park—. A las siete en punto de la mañana del lunes, o hemos cogido al Bailarín, o nuestros dos testigos estarán muertos. No hay otras opciones.

Thom dudó, luego tomó la tiza y escribió.

El denso silencio fue roto por el sonido del teléfono móvil de Banks. El muchacho escuchó durante un minuto y luego levantó la vista.

—Hay algo —dijo.

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

—Están en el domicilio de la mujer de Carney. Uno de ellos me acaba de llamar. Parece que la señora Clay dice que una camioneta negra que nunca había visto antes estuvo aparcada cerca de la casa en los últimos dos días. Con placas que no son de este estado.

—¿Alcanzó a ver los números? ¿O el estado?

—No —respondió Banks—. Dice que anoche el vehículo se ausentó por un rato después de que su marido saliera para el aeropuerto.

Sellitto lo miró.

La cabeza de Rhyme se adelantó.

—¿Y?

—La señora afirma que volvió esta mañana durante un instante. Ahora ya se fue. Estaba…

—Oh, Dios —murmuró Rhyme.

—¿Qué? —preguntó Banks.

—¡Central! —Gritó el criminalista—. Llama por teléfono a Central. ¡Ahora!

*****

Un taxi se detuvo frente al domicilio de la Mujer.

Una mujer mayor descendió y caminó con pasos inseguros hacia la puerta.

Stephen observaba, vigilante.

¿Soldado, es un blanco fácil?

Señor, un tirador nunca piensa que un blanco es fácil. Cada disparo requiere concentración y esfuerzo máximo. Pero, señor, puedo hacer este disparo e infligir heridas mortales, señor. Puedo convertir a mis objetivos en gelatina, señor.

La mujer subió las escaleras y desapareció en el vestíbulo. Un momento después Stephen la vio aparecer en la sala de la Mujer. Hubo un destello de una tela blanca, otra vez la blusa de la Mujer. Las dos se abrazaron. Otra figura entró en el cuarto. Un hombre. ¿Un policía? Se dio vuelta. No, era el Amigo.

Ambos objetivos, pensó Stephen con excitación, a sólo treinta metros.

La mujer mayor, la madre o la suegra, permaneció frente a la Mujer mientras hablaban, con las cabezas inclinadas.

El amado Model 40 de Stephen estaba en la camioneta. Pero no necesitaría el fusil de francotirador para este disparo, se conformaba con la Beretta de cañón largo. Era una pistola magnífica. Vieja, deteriorada y funcional. A diferencia de muchos mercenarios y asesinos profesionales, Stephen no convertía en fetiches a sus armas. Si una piedra era la mejor manera de matar a una víctima en particular, usaría la piedra.

Valoró su objetivo, midiendo los ángulos de incidencia, la potencial distorsión de la ventana y la desviación. La anciana se apartó de la Mujer y se paró directamente frente a la ventana.

Soldado, ¿cuál es su estrategia?

Dispararía a través de la ventana y le daría a la anciana en la parte superior. Caería. La Mujer se acercaría instintivamente hacia ella y se inclinaría, presentando un buen blanco. El Amigo correría al cuarto y se le vería bien.

¿Y qué haría con los policías?

Un leve riesgo. Pero los policías uniformados no son buenos tiradores en el mejor de los casos y probablemente nunca les dispararon estando de servicio. A buen seguro se quedarían aterrorizados.

El vestíbulo seguía vacío.

Stephen tiró hacia atrás el percutor para amartillar el arma y se preparó para disparar: la única misión de una pistola. Abrió la puerta de un empujón y la bloqueó con su pie. Miró calle arriba y calle abajo.

Nadie.

Respire, soldado. Respire, respire, respire…

Bajó el arma e hizo descansar pesadamente la culata sobre su palma enguantada. Comenzó a aplicar una presión imperceptible sobre el gatillo.

Respire, respire.

Miró a la anciana y se olvidó por completo de apretar, se olvidó de apuntar, se olvidó del dinero que iba a ganar, se olvidó de todo el universo. Se limitó a sostener el arma tan firme como una roca con sus manos laxas y relajadas y esperó a que la pistola se disparara sola.

Capítulo 5: Hora 1 de 45

La anciana lloraba y la Mujer se hallaba detrás, con los brazos cruzados.

Estaban muertas, estaban…

¡Soldado!

Stephen se quedó paralizado. Relajó el dedo que presionaba el gatillo.

¡Luces!

Luces intermitentes, que pasaban por la calle. Las luces del faro superior de un coche patrulla. Luego dos vehículos más, luego una docena, y una camioneta de servicios de emergencias que iba saltando sobre los baches. Todos convergían en el domicilio de la Mujer desde ambos extremos de la calle.

Ponga el seguro a su arma, soldado.

Stephen bajó la pistola y retrocedió, entrando al vestíbulo poco iluminado.

Los policías salían de los coches como agua derramada. Se desplegaban a lo largo de las aceras y miraban hacia delante y hacia los techos. Abrieron la puerta del domicilio de la Mujer, rompieron los cristales e irrumpieron en el edificio.

Los cinco oficiales ESU
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, con el equipo táctico completo, se desplegaron a lo largo de la esquina y cubrieron exactamente los lugares adecuados, con ojos vigilantes y dedos que se curvaban relajadamente sobre los negros gatillos de sus pistolas negras. Los patrulleros podían ser gloriosos policías de tráfico, pero no había mejores soldados que los ESU de Nueva York. La Mujer y el Amigo habían desaparecido, probablemente arrojados al suelo. La anciana también.

Más coches, llenaron la calle y se estacionaron a lo largo de la acera.

Stephen Kall sintió temor. Lleno de gusanos. El sudor cubría sus palmas y flexionó la muñeca para hacer que el guante lo absorbiera.

Escape, soldado…

Con un destornillador abrió la cerradura de la puerta principal y entró. Caminaba rápido pero no corría, con la cabeza baja, con rumbo hacia la entrada de servicio que llevaba al callejón. Nadie lo vio y salió. Pronto estuvo en Lexington Avenue y caminó hacia el sur a través de la multitud, hacia el garaje subterráneo donde tenía aparcada la camioneta.

Miró hacia delante.

Señor, hay problemas aquí, señor.

Más policías.

Habían cerrado Lexington Avenue desde tres calles hacia el sur y establecían un perímetro de control alrededor del edificio. Paraban coches, controlaban peatones, iban de puerta en puerta e iluminaban con sus largas linternas el interior de los coches. Stephen vio cómo dos policías, con las manos en las culatas de sus Glocks, pedían a un hombre que saliera de su coche mientras buscaban bajo una pila de mantas en el asiento de atrás. Lo que le preocupó a Stephen fue que el hombre era blanco y tenía aproximadamente su edad.

El edificio donde había aparcado la camioneta estaba dentro del perímetro de control. No podía salir en el coche sin que lo detuvieran. La hilera de policías se acercaba. Stephen caminó rápidamente hacia el garaje y abrió la puerta de la camioneta. Se cambió de ropa en un instante: tiró la vestimenta de contratista y se vistió con tejanos, zapatos de trabajo (sin suelas delatoras), una camiseta negra, una cazadora verde oscuro (sin inscripciones de ninguna clase) y una gorra de béisbol (sin insignias de algún equipo). La mochila contenía su ordenador portátil, varios teléfonos móviles, armas de bajo calibre y la munición que había sacado de la camioneta. Tomó más balas, los binoculares, la mira telescópica nocturna, herramientas, algunos paquetes de explosivos y varios detonadores. Puso todas estas provisiones en la gran mochila.

BOOK: El bailarín de la muerte
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