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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (2 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Granos de arena…

—Aumenta —ordenó, y, obediente, la imagen en el ordenador dobló su tamaño.

Extraño, pensó.

—Hacia abajo el cursor… para.

Se inclinó hacia delante otra vez, esforzándose, estudiando la pantalla.

La arena, reflexionó Lincoln Rhyme, es una delicia para el criminalista: trocitos de roca, a veces mezclados con otro material, de un tamaño que suele ir de los 0,5 a los 2 milímetros (la grava es más grande y el cieno más pequeño). Se adhiere a las ropas del sospechoso como si fuera pintura pegajosa y surge convenientemente en las escenas de crímenes y escondites para relacionar asesino con asesinado. También puede decir mucho acerca del lugar en que ha estado el sospechoso: la arena opaca denota que ha estado en el desierto; cristalina es sinónimo de playas; hornablenda significa Canadá; obsidiana, Hawai; el cuarzo y la roca ígnea opaca, Nueva Inglaterra; suave magnetita gris, los Grandes Lagos occidentales.

Pero Rhyme no tenía ni idea de dónde procedía aquella arena en particular. La mayoría de la arena existente en el área de Nueva York estaba constituida por cuarzo y feldespato. Era pedregosa en el estrecho de Long Island, polvorienta en el Atlántico, barrosa en el Hudson. Pero aquélla era blanca, reluciente, desigual, y estaba mezclada con pequeñas esferas rojas. Y ¿qué son esos aros? Aros de piedra blancos como aros microscópicos de calamar. Nunca había visto algo parecido.

El enigma había mantenido despierto a Rhyme hasta las cuatro de la mañana. Acababa de enviar una muestra de la arena a un colega del laboratorio criminalista del FBI en Washington. Lo había despachado de muy mala gana: Lincoln Rhyme odiaba que otro respondiera a sus propias preguntas.

Hubo un movimiento en la ventana al lado de su cama. Miró hacia ella. Sus vecinos, dos halcones peregrinos, estaban despiertos y a punto de ir de caza. Palomas, tened cuidado, pensó Rhyme. Luego enderezó su cabeza, y susurró: «Mierda», si bien no se refería a su frustración por no identificar aquella prueba tan poco esclarecedora sino a una interrupción inminente: pasos urgentes se oían en la escalera. Thom había dejado entrar a unas personas y Rhyme no quería visitas. Miró hacia el pasillo con enfado.

—Oh no, ahora no, por Dios.

Pero no le escucharon, por supuesto y, aunque lo hubieran hecho, tampoco se habrían detenido.

Dos de ellos…

Uno era grueso. El otro no.

Dieron un golpe rápido en la puerta abierta y entraron.

—Lincoln.

Rhyme gruñó.

Lon Sellitto era detective de primer grado del NYPD
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y el responsable de las fuertes pisadas. Trotando a su lado estaba su socio, más joven y delgado, Jerry Banks, elegante en su traje gris de fino paño; había empapado su flequillo con spray: Rhyme casi podía oler el propano, el isobutano y el acetato vinílico, pero el encantador tupé se mantenía tan erguido como el de Dagwood
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.

El hombre robusto miró alrededor del dormitorio de la segunda planta, que medía veinte por veinte. Ni un cuadro en las paredes.

—¿Qué ha cambiado en este lugar, Linc?

—Nada.

—Oh sí, ya lo sé: está limpio —intervino Banks, pero se detuvo abruptamente al darse cuenta de su metedura de pata.

—Limpio, claro que sí —dijo Thom, inmaculado en sus pantalones marrones planchados, camisa blanca y la corbata floreada que para Rhyme era inapropiada y llamativa a pesar de que él mismo la había comprado por correo para su joven ayudante.

Llevaba ya varios años con Rhyme; y a pesar de que lo había despedido dos veces, y de que él se había marchado una, el criminalista había vuelto a emplear a su flemático enfermero/asistente sin rechistar. Thom sabía tanto acerca de tetraplejia como para ser médico especialista, y había aprendido de Lincoln Rhyme los suficientes conocimientos forenses como para ser detective. Pero se contentaba con ser lo que la compañía de seguros llamaba un «cuidador», si bien tanto Rhyme como Thom despreciaban aquel término. Dependiendo de su humor, Rhyme lo llamaba de forma variada, tanto «gallina clueca» como «némesis», epítetos que encantaban al ayudante. El joven se dirigió hacia los visitantes.

—No le gustó, pero empleé a Molly Maids
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y le hice fregar a fondo este lugar. Prácticamente necesitaba una fumigación. Después no me habló durante un día entero.

—No necesitaba que lo limpiaran. Ahora no puedo encontrar nada.

—Pero no tienes por qué hacerlo —replicó Thom—. Para eso estoy yo.

Su jefe no estaba para bromas.

—¿Y bien? —Rhyme dirigió su bien parecido rostro hacia Sellitto—. ¿Qué pasa?

—Tengo un caso. Pensé que te gustaría ayudarnos.

—Estoy ocupado.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Banks señalando el ordenador nuevo que estaba colocado al lado de la cama de Rhyme.

—Oh —dijo Thom con una malévola sonrisa—; ahora está a la última. Vamos, Lincoln, enséñaselo.

—No quiero enseñar nada.

Más truenos pero ni una gota de lluvia. La naturaleza, como de costumbre, parecía querer gastarles una broma.

Thom insistió:

—Enséñales cómo funciona.

—No quiero.

—Le da vergüenza.

—Thom… —murmuró Rhyme.

Pero el joven ayudante era tan inmune a las amenazas como lo era a las recriminaciones. Tiró de su horrible, o elegante, corbata de seda:

—No sé por qué se porta de esta manera. El otro día parecía muy orgulloso de todo el equipo.

—No lo estaba.

—Esa caja de allí —continuó Thom señalando un aparato beige— va al ordenador.

—¿Doscientos megahercios? —quiso saber Banks, inclinando la cabeza hacia el ordenador para escapar del ceño fruncido de Rhyme.

—Sí —dijo Thom.

Pero Lincoln Rhyme no quería hablar de ordenadores. En aquel momento lo único que le interesaba eran los aros microscópicos de esculpidos calamares y la arena en que anidaban.

—El micrófono va hacia el ordenador —siguió Thom—. El ordenador reconoce todo lo que diga Rhyme. Esa cosa tardó un tiempo en conseguirlo. Hablaba mucho entre dientes.

La verdad es que Rhyme estaba muy contento con el sistema: el ordenador, veloz como el rayo, una caja ECU
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hecha especialmente, y un software de reconocimiento de voz. Sólo con la voz podía ordenar al cursor que hiciera lo que cualquier persona puede hacer usando un ratón y un teclado. Y también podía dictar. Ahora, con una palabra, podía aumentar o disminuir la potencia de la calefacción, encender o apagar las luces, poner el estéreo o la televisión, escribir en su procesador de textos, hacer llamadas telefónicas y enviar faxes.

—Hasta puede escribir música —dijo Thom a los visitantes—. Le dice al ordenador qué notas registrar en el pentagrama.

—Eso sí que resulta de utilidad —dijo Rhyme con amargura—. Música.

Para un tetrapléjico C4 —la lesión de Rhyme estaba en la cuarta vértebra cervical— mover la cabeza resulta fácil. También podía encogerse de hombros, pero no de forma tan terminante como le hubiera gustado. Otro de sus trucos circenses consistía en mover el dedo anular izquierdo unos pocos milímetros en la dirección elegida. Aquél había sido su repertorio total de movimientos en los últimos años; componer una sonata para violín no estaba entre sus planes a corto plazo.

—También puede jugar —dijo Thom.

—Odio los juegos. No juego nunca.

Sellitto, que a Rhyme le recordaba una especie de enorme cama deshecha, miró el ordenador y pareció poco impresionado.

—Lincoln —dijo con seriedad—. Hay un caso muy importante. Estamos nosotros y los federales. Nos encontramos con el problema anoche.

—Nos dimos contra una pared —aventuró Banks.

—Pensamos… es decir, yo supuse que te gustaría ayudarnos a solucionar esto.

¿Que le gustaría ayudarlos?

—Estoy trabajando en algo ahora —explicó Rhyme—. Para Perkins, en realidad. —Thomas Perkins era agente especial a cargo de la oficina de Manhattan del FBI—. Ha desaparecido uno de los muchachos de Fred Dellray.

El agente especial Fred Dellray, un veterano con muchos años en el FBI, dirigía a la mayoría de los agentes secretos de la oficina de Manhattan. El mismo Dellray había sido uno de los operadores encubiertos más importantes. Había recibido felicitaciones del mismísimo director por haberse infiltrado en los lugares más peligrosos, desde los cuarteles de los capos de la droga en Harlem hasta las organizaciones de activistas negros. Uno de los agentes de Dellray, Tony Panelli, había desaparecido unos días atrás.

—Perkins nos lo dijo —explicó Banks—. Es muy extraño.

Rhyme puso sus ojos en blanco ante la simpleza de aquella frase, pero, sin embargo, no podía cuestionarla. El agente había desaparecido de su coche, aparcado frente al edificio federal en el centro de Manhattan, alrededor de las nueve de la noche. Las calles no estaban muy concurridas pero tampoco estaban desiertas. El motor del Crown Victoria del FBI estaba en marcha, la puerta abierta. No había sangre, ni residuos de tiroteo alguno, ni marcas de arañazos que indicaran lucha. Tampoco encontraron testigos, al menos testigos que quisieran hablar.

Muy extraño en verdad.

Perkins tenía a su disposición una buena Unidad de la Escena del Crimen, que incluía al Equipo de Respuesta a las Pruebas Físicas del FBI. Pero era Rhyme quien la había creado y era a Rhyme a quien Dellray le había pedido que estudiara la escena de la desaparición. El oficial de la escena del crimen encargado de ayudar a Rhyme pasó horas con el coche de Panelli pero no encontró huellas dactilares desconocidas, aunque sí bolsas de pruebas sin interpretar y —el único indicio posible— unas pocas docenas de granos de aquella arena tan rara.

Los granos que ahora brillaban en la pantalla de su ordenador, tan tersos y enormes como cuerpos celestes.

—Lincoln, si tú nos ayudas, Perkins va a poner a otras personas en el caso Panelli —continuó Sellitto—. De todas formas, creo que querrás hacerlo.

Ese verbo de nuevo: querer. ¿De qué se trataba?

Rhyme y Sellitto habían trabajado juntos en importantes investigaciones de homicidios unos años atrás. Casos difíciles (y casos públicos). Conocía a Sellitto tan bien como a cualquier otro policía. Aunque generalmente Rhyme tenía poca confianza en su capacidad para conocer a las personas (su ex-mujer, Blaine, decía a menudo, y no sin razón, que Rhyme podía detectar la carcasa de una granada a una milla y no ver a un ser humano que estuviera delante de sus narices), pero ahora podía sentir lo que Sellitto ocultaba.

—Está bien, Lon. ¿De qué se trata? Dime.

Sellitto movió la cabeza hacia Banks.

—Phillip Hansen —dijo el joven detective expresivamente, levantando una ceja diminuta.

Rhyme conocía aquel nombre sólo por artículos periodísticos. Hansen —un poderoso hombre de negocios hecho a sí mismo, originario de Tampa, Florida— poseía una compañía mayorista en Armonk, Nueva York. Tuvo un éxito notable y se convirtió en multimillonario gracias a ella. Hansen tenía un ojo excelente para los negocios: no le hacía falta buscar sus clientes, nunca hacía publicidad, nunca tenía problemas de falta de pago. En realidad, si había algún aspecto negativo en PH Distributors, Inc., consistía en que tanto el gobierno federal como el Estado de Nueva York gastaban mucha energía en cerrarla y poner a su presidente tras las rejas. Porque lo que la compañía de Hansen vendía no eran, como alegaba, vehículos militares de segunda mano en desuso sino armas, a menudo robadas de bases militares o importadas ilegalmente. A principios de aquel año dos soldados del ejército resultaron muertos cuando el cargamento de un camión, compuesto por armas de pequeño calibre, fue secuestrado cerca del puente George Washington en camino a Nueva Jersey. Hansen estaba detrás de la operación, hecho que el fiscal de los EEUU y el fiscal general de Nueva York conocían pero no podían probar.

—Estamos llevando el caso con Perkins —le aclaró Sellitto—. Trabajamos con el CID
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del ejército. Pero ese tipo ha sido muy listo.

—Nadie lo delata nunca —dijo Banks—. Nunca.

Rhyme ya lo suponía: nadie se atrevería a delatar a un hombre como Hansen.

—Pero al fin, la semana pasada, obtuvimos una pista —siguió el joven detective—. Mira, Hansen es piloto. Su compañía tiene almacenes en el Aeropuerto Mamaroneck, el que está cerca de White Plains. Un juez emitió una orden de registro. Naturalmente, no encontramos nada. Pero entonces, la semana pasada, a medianoche… El aeropuerto está cerrado pero hay gente que trabaja hasta tarde. Ven a un tipo que se ajusta a la descripción de Hansen, que llega en coche hasta su avión privado, carga unas grandes bolsas de lona en él y despega. Sin autorización, sin plan de vuelo, se limita a despegar. Vuelve cuarenta minutos después, aterriza, entra en el coche y sale pitando. Sin las bolsas de lona. Los testigos dieron el número de registro a las autoridades aeronáuticas. Resulta que se trata del avión privado de Hansen, no el de su compañía.

—De manera que él sabía que le seguían de cerca y quería eliminar algo que lo relacionaba con las muertes —reflexionó Rhyme. Empezaba a sospechar por qué querían trabajar con él. Algunos detalles comenzaban a interesarle—. ¿El control del tráfico aéreo le siguió la pista?

—La Guardia lo tuvo por un momento. Justo por encima del estrecho de Long Island. Luego bajó durante diez minutos o algo así y el radar lo perdió.

—Y vosotros trazasteis una línea para ver qué distancia podía alcanzar sobre el estrecho. ¿Mandasteis submarinistas?

—Correcto. Sabíamos que tan pronto como Hansen se enterara de que teníamos tres testigos iba a desaparecer. De manera que logramos ponerlo a buen recaudo hasta el lunes. Detención federal.

Rhyme se rió.

—¿Conseguisteis convencer a un juez de que había una causa probable sólo con lo que tenéis?

—Sí, con el riesgo de vuelo —dijo Sellitto—. Y le añadimos algunas chorradas de violaciones de normas aéreas y de riesgos temerarios. También que iba sin plan de vuelo, que volaba sin cumplir los requisitos mínimos.

—¿Y qué dijo el señor Hansen?

—Conoce el juego. Ni una palabra en el arresto, ni tampoco a los acusadores. El abogado niega todo y está preparando un juicio por falso arresto, y bla, bla, bla. De manera que si encontramos las malditas bolsas vamos al gran jurado el lunes y, bang, lo tenemos.

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