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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (3 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—En el caso —señaló Rhyme— de que haya algo comprometedor en las bolsas.

—Oh, siempre hay algo comprometedor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Hansen está asustado. Ha contratado a alguien para que mate a los testigos. Ya ha acabado con uno de ellos. Hizo explotar su avión la noche pasada a las afueras de Chicago.

Y, pensó Rhyme, me quieren a mí para que encuentre las bolsas de lona… Algunas preguntas estaban flotando ahora en su cabeza. ¿Sería posible ubicar un avión en un lugar específico sobre el agua a partir de cierto tipo de precipitación o depósito salino o insecto encontrado aplastado en el borde del ala? ¿Podría uno calcular el momento de la muerte de un insecto? ¿Qué se podría deducir de las concentraciones salinas y contaminantes del agua? ¿Si se vuela tan bajo sobre el agua, podrían los motores o las alas extraer algunas algas y depositarlas sobre el fuselaje o la cola?

—Necesitaré algunos mapas del estrecho —comenzó Rhyme—. Planos de ingeniería de su avión.

—Ejem, Lincoln, no estamos aquí por eso —apuntó Sellitto.

—Ni para que encuentres las bolsas —agregó Banks.

—¿No? ¿Entonces? —Rhyme se sacudió un mechón rebelde de negro cabello de su frente y frunció las cejas mirando al joven.

Los ojos de Sellitto escudriñaron nuevamente la caja ECU. Los cables que salían de ella eran de un rojo, amarillo y negro sucios y estaban enroscados sobre el suelo como serpientes al sol.

—Queremos que nos ayudes a encontrar al asesino. El hombre contratado por Hansen. Pararlo antes que llegue a los otros dos testigos.

—¿Y? —Rhyme notaba que Sellitto todavía no lo había confesado todo.

Mirando a través de la ventana el detective dijo:

—Parece que se trata del Bailarín, Lincoln.

—¿El Bailarín de la Muerte?

Sellitto lo miró y asintió con la cabeza.

—¿Estáis seguros?

—Oímos que había hecho un trabajo en el distrito federal hace unas semanas. Mató a un ayudante del congreso implicado en asuntos de armas… Tenemos registros penitenciarios y hemos localizado llamadas desde una cabina de las cercanías de la casa de Hansen al hotel donde se alojaba el Bailarín. Tiene que ser él, Lincoln.

En la pantalla los granos de arena, grandes como asteroides, tersos como los hombros de una mujer, perdieron todo interés para Rhyme.

—Bueno —dijo suavemente—, tenemos un problema, ¿verdad?

Capítulo 3

Ella recordó: la noche pasada, el agudo sonido del teléfono ahogaba el ruido de la lluvia contra la ventana del dormitorio.

Lo miró con desdén como si el NYNEX
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fuera responsable de las náuseas y del dolor sofocante de cabeza, con flashes de luz que estallaban detrás de sus párpados.

Finalmente se puso de pie y cogió el auricular a la cuarta llamada.

—¿Hola?

Le contestó el eco vacío de un enlace unicom de radio a teléfono.

Luego una voz. Quizá.

Una risa. Quizá.

Un enorme estruendo. Un click. Silencio.

No había tono. Sólo silencio, arropado por las olas que embestían contra sus oídos.

—¿Hola? ¿Hola?…

Había colgado el receptor y retornado al diván, observando la lluvia nocturna, el cornejo que se doblaba y enderezaba con el viento de la tormenta de verano. Se había vuelto a dormir. Hasta que el teléfono sonó otra vez, media hora más tarde, con la noticia de que el Lear Nueve
Charlie Juliet
se había estrellado cuando se acercaba a su destino, causando la muerte de su marido y del joven Tim Randolph.

Entonces, en aquella mañana gris, Percey Rachel Clay supo que la misteriosa llamada de la noche pasada era de su marido. Ron Talbot, quien tuvo la valentía de llamarla y darle la noticia del accidente, le explicó que poco antes de que el Lear explotara le había pasado una llamada.

La risa de Ed…

—¿Hola? ¿Hola?

Percey destapó la botella y tomó un trago. Recordó el día ventoso, años atrás, cuando ella y Ed habían volado en un Cessna 180 equipado con pontones hacia Red Lake, Ontario, aterrizando con cerca de 170 litros de combustible en el tanque. Celebraron la llegada tomando una botella de whisky canadiense sin etiqueta, que acabó provocándoles la resaca más tremenda de sus vidas. El recuerdo le hizo saltar lágrimas, como antes lo había hecho el dolor.

—Vamos, Percey, termina con esto, ¿quieres? —dijo el hombre que se sentaba en el diván de la sala—. Por favor —señaló la botella.

—Oh, bien —respondió su voz áspera con controlado sarcasmo—. Seguro —y tomó otro trago. Sintió deseos de un cigarrillo, pero resistió—. ¿Por qué demonios se le ocurriría llamarme cuando estaban llegando? —preguntó.

—Quizá estaba preocupado por ti —sugirió Brit Hale—. Por tu jaqueca.

Al igual que Percey, Hale no pudo dormir esa noche. Talbot también lo había llamado a él con la noticia del accidente y había conducido desde su piso en Bronxville para estar con Percey. Se quedó con ella toda la noche, ayudándole a hacer las llamadas oportunas. Fue Hale, no Percey, quien dio la noticia a los padres de ella en Richmond.

—No tenía por qué hacer eso, Brit. Una llamada al llegar.

—Eso no tiene nada que ver con lo que pasó —dijo Hale con suavidad.

—Lo sé —respondió ella.

Se conocían desde hacía años. Hale fue uno de los primeros pilotos de Hudson Air y había trabajado gratis los primeros cuatro meses, hasta que sus ahorros se agotaron y tuvo que enfrentarse sin ganas a Percey para pedirle un salario. Nunca supo que ella se lo pagó con sus ahorros, ya que la compañía no obtuvo ganancias hasta un año después de su incorporación. Hale parecía un maestro de escuela, enjuto y severo. En realidad era de trato fácil —el perfecto antídoto para Percey— y un bromista gracioso del que se sabía que podía pilotar un avión en posición invertida si sus pasajeros eran especialmente descorteses o revoltosos, manteniéndolo así el tiempo necesario para calmarlos. Hale a menudo se sentaba en el asiento derecho cuando Percey iba en el izquierdo, y de hecho era su copiloto favorito.

—Es un privilegio volar con usted, señora —solía decir, probando su imperfecta imitación de Elvis Presley—. Muchas gracias.

En aquel momento el dolor detrás de sus ojos casi había desaparecido. Percey había perdido amigos —casi siempre en accidentes aéreos— y sabía que las pérdidas emocionales constituían un anestésico contra el dolor físico.

También lo era el whisky.

Otro trago de la botella.

—Diablos, Brit —se desplomó en el diván a su lado—. Oh, diablos.

Hale le pasó su fuerte brazo alrededor. Ella dejó caer la cabeza, cubierta de rizos oscuros, sobre su hombro.

—Estarás bien, cariño —dijo Hale—, lo prometo. ¿Qué puedo hacer?

Ella sacudió la cabeza. Era una pregunta sin respuestas.

Tomó un pequeño sorbo de bourbon, luego miró el reloj. Las nueve de la mañana. La madre de Ed llegaría en cualquier momento. Amigos, parientes… Tenía que organizar el funeral…

Tanto por hacer.

—Tengo que llamar a Ron —dijo—. Tenemos que hacer algo. La Compañía…

En aerolíneas y empresas de aviación la palabra «compañía» no significaba lo mismo que en cualquier otro ramo. La Compañía, con C mayúscula, era una entidad, una cosa viva. Se hablaba de ella con respeto, frustración u orgullo. A veces con pena. La muerte de Ed había infligido una herida en muchas vidas, incluida la Compañía, y esa herida podía ser fatal.

Tanto por hacer.

Pero Percey Clay, la mujer que no conocía el pánico, que controlaba con calma los fatales Dutch rolls
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que eran la maldición de los Lear 23, que se había recuperado de tirabuzones mortales que podrían haber atemorizado a muchos pilotos experimentados, ahora estaba paralizada en el diván. Qué extraño, pensó, como si estuviera en una dimensión diferente, no puedo moverme. Se miró las manos y los pies para ver si estaban blancos e inertes.

Oh, Ed…

Y también Tim Randolph, por supuesto. Tan buen copiloto como se pudiera pedir, teniendo en cuenta que los primeros oficiales cualificados son escasos. Percey imaginó su cara juvenil y redonda, como de un Ed con menos años. Sonriendo sin motivo. Alerta y obediente pero firme, capaz de dar órdenes incuestionables, hasta a la misma Percey, cuando estaba al mando del aparato.

—Necesitas un poco de café —anunció Hale, dirigiéndose a la cocina—. Te traeré un café doble con leche batida y espuma.

Una de sus bromas privadas se refería a los cafés suaves. Los verdaderos pilotos, decían, sólo beben Maxwell House o Folgers
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.

Sin embargo hoy, Hale, bendito sea, no estaba hablando realmente de café. Lo que quería decir era: Deja la bebida. Percey captó la indirecta. Puso el tapón a la botella y la dejó sobre la mesa con un fuerte ruido.

—Bien. Bien.

Se levantó y caminó por la sala. Miró su imagen en el espejo. La cara chata, cabello negro con rizos firmes y rígidos. En su atormentada adolescencia, durante un momento de desesperación, se había cortado el pelo como un militar. Eso les enseñaría. Sin embargo, lo único que consiguió con aquel desafío fue proporcionarles a las chicas criticonas de la escuela Lee de Richmond más munición contra ella. Percey poseía una figura esbelta y unos vivos ojos negros que, según decía su madre a menudo, constituían su mayor atractivo. Un atributo que a los hombres, por supuesto, les importaba un comino.

Ese día tenía líneas oscuras bajo los ojos y una tez mate sin remedio, un cutis de fumador que le recordó los tiempos en que consumía dos cajetillas de Marlboro por día. Los agujeros para los pendientes hacía tiempo que se habían cerrado.

Miró por la ventana, más allá de los árboles, a la calle que estaba frente a la casa. Notó el ruido del tráfico y algo se empezó a dibujar en su mente. Algo perturbador.

¿Qué? ¿Qué es?

La sensación se desvaneció, eliminada por el sonido del timbre.

Percey abrió la puerta y se encontró con dos fornidos oficiales de policía en el umbral.

—¿Señora Clay?

—Sí.

—Policía de Nueva York —mostraron sus identificaciones—. Estamos aquí para protegerla hasta que averigüemos lo que ocurrió con su marido.

—Pasen —les dijo—. Brit Hale también está aquí.

—¿El señor Hale? —dijo uno de los policías, asintiendo—. ¿Está aquí? Bien. También mandamos a un par de policías del Condado de Westchester a su casa.

Y fue entonces cuando ella miró más allá de los policías, hacia la calle, y el esquivo pensamiento apareció en su mente.

Caminó alrededor de los policías hacia el balcón del frente.

—Preferiríamos que se quedara adentro, señora Clay…

Miró hacia la calle. ¿Qué era?

Luego lo entendió.

—Hay algo que deberían saber —dijo a los oficiales—. Una camioneta negra.

—¿Una…?

—Una camioneta negra. Recuerdo esta camioneta negra.

Uno de los oficiales sacó una libreta.

—Por favor, cuénteme lo que sepa de ella.

***

—Espera —dijo Rhyme.

Lon Sellito hizo una pausa en la narración.

Entonces, Rhyme escuchó otras pisadas que se acercaban, ni pesadas ni livianas. Sabía a quién pertenecían. No era una deducción. Había escuchado aquel ritmo especial muchas veces.

La hermosa cara de Amelia Sachs, rodeada por su largo cabello rojo, coronó las escaleras; Rhyme la vio vacilar durante un momento, y luego entrar al cuarto. Llevaba el uniforme azul marino de patrullero al completo, con la única excepción de la gorra y la corbata. Cargaba una bolsa de compra de Jefferson Market.

Jerry Banks la recibió con una sonrisa. Su enamoramiento era evidente y lógico: no muchos oficiales habían desarrollado una carrera de modelo en Madison Avenue como la escultural Amelia Sachs. Pero la mirada, como la atracción, no era recíproca y el joven, un muchacho guapo a pesar de la cara mal afeitada y el mechón despeinado, se resignó a seguir enamorado un poco más.

—Hola, Jerry —dijo Amelia. Ante Sellitto inclinó la cabeza y le llamó «señor» (era teniente detective y una leyenda en el departamento de homicidios. Sachs llevaba el oficio en la sangre y tanto en su casa como en la academia le habían enseñado a respetar las jerarquías).

—Pareces cansada —comentó Sellitto.

—No he dormido —dijo ella—. He estado buscando arena.

Sacó una docena de paquetitos de la bolsa de compra.

—Estuve recogiendo muestras.

—Bien —dijo Rhyme—. Pero eso ya es agua pasada. Estamos en otro caso.

—¿Otro caso?

—Alguien ha llegado a la ciudad. Y tenemos que encontrarlo.

—¿Quién?

—Un asesino —respondió Sellitto.

—¿Profesional? —preguntó Sachs—. ¿CO
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?

—Profesional, sí —dijo Rhyme—. Sin conexiones con el crimen organizado que conozcamos.

El crimen organizado era el mayor proveedor de asesinos a sueldo del país.

—Trabaja por cuenta propia —explicó Rhyme—. Lo llamamos el Bailarín de la Muerte.

Amelia levantó una ceja, roja por toqueteársela con una uña.

—¿Por qué?

—Sólo una de las víctimas llegó a estar cerca de él y vivió lo suficiente como para darnos algún detalle. Tiene o tenía, al menos un tatuaje en la parte superior de un brazo: la Muerte con su guadaña bailando con una mujer frente a su ataúd.

—Bueno, eso es algo para poner en el apartado de «Marcas Notables» en el informe de un incidente —dijo Amelia con ironía—. ¿Qué más sabéis de él?

—Hombre de raza blanca, probablemente en la treintena. Eso es todo.

—¿Investigasteis el tatuaje? —preguntó la chica.

—Por supuesto —respondió Rhyme secamente—. Hasta los confines de la tierra.

Lo que decía era una verdad literal: ningún departamento de policía de ninguna ciudad importante del mundo pudo encontrar rastro de un tatuaje como ese.

—Perdónenme, caballeros y señora —dijo Thom—. Tengo trabajo que hacer.

La conversación se detuvo mientras el joven se dedicó a ejecutar los movimientos necesarios para dar la vuelta a su patrón. Eso ayudaba a limpiar los pulmones. Para los tetrapléjicos, algunas partes del cuerpo adquieren personalidad propia y desarrollan relaciones especiales con ellas. Después de que su columna vertebral se destrozara mientras investigaba la escena de un crimen unos años atrás, las piernas y los brazos de Rhyme se habían convertido en sus enemigos más crueles, y había gastado una energía desesperada tratando de obligarlos a hacer lo que quería. Pero le ganaron la partida y siguieron tan inanimados como si fueran de madera. Luego Rhyme se enfrentó a los torturadores espasmos que agitaban sin piedad su cuerpo; trató de obligarlos a desaparecer y eventualmente lo hicieron, aparentemente por buena voluntad. Rhyme no pudo cantar victoria completa aunque aceptó su rendición. Luego aceptó desafíos menos importantes y se concentró en los pulmones. Finalmente, después de un año de rehabilitación, se libró del respirador: le retiraron el tubo de la tráquea y pudo respirar por sí mismo. Fue la única victoria sobre su cuerpo pero Rhyme abrigaba la sombría superstición de que los pulmones sólo se estaban tomando un tiempo antes de buscar la revancha. Imaginaba que moriría de neumonía o enfisema en un año o dos.

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