El Balneario (12 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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12

Los hermanos Faber hicieron su entrada en El Balneario a media mañana. Marchaba delante el más alto, más gordo, más calvo, seguido del que parecía su reducción a escala. Se habían puesto la cara requerida por la excepcionalidad de la situación, pero tuvieron que acentuar el rictus de preocupación cuando comprobaron la conmoción que vivía el balneario. Casi nadie había acudido al pesaje y la vida social se repartía entre los pobladores de las tumbonas de la piscina, repartidos en tertulias nacionales, y los que merodeaban en torno de los despachos de la dirección, donde el inspector Serrano, su ayudante y una mecanógrafa tomaban declaraciones. La llegada de Hans y Dietrich Faber interrumpió los interrogatorios y los d policías se prestaron a escuchar las indicaciones críticas que muy suavemente emitían los labios gordos y brillantes de Hans Faber, basadas en su discrepancia contra la medida de encerrar a la gente dentro del balneario, como si todos los clientes fueran sospechosos de un posible crimen. Además, ni siquiera la hipótesis del crimen estaba demostrada y sólo se le ocurría la palabra precipitado cuando quería calificar lo que allí había sucedido. Serrano escuchaba con una atención excesiva y tardó en decidirse a contestar utilizando a Molinas como intérprete. Que la señora Simpson había sido asesinada era evidente, no sol porque tuviera fractura de la base del cráneo, sino porque también en su cuerpo había otras señales de violencia que no era tiempo de especificar. Dada la situación de El Balneario, el caso se convertía casi en una variante del modelo del crimen dentro del cuarto cerrado y por lo tanto hasta que todos los pobladores de la casa no pudieran componer un cuadro aproximado de la situación de cada uno de ellos y de su conjunto en el momento del crimen, lo lógico era que quedaran a disposición de las diligencias policiales. ¿Cuarto cerrado? ¿Desde cuándo El Balneario era un cuarto cerrado? Es un espacio alejado de centro habitados, pero al que se llega fácilmente por la carretera o por los caminos de montaña. Cualquiera puede llegar, entrar y matar a mistress Simpson y luego esfumarse. El asesino podía estar ya a miles de kilómetros de distancia

—Cada investigación responde a una tipología del caso y la tipología de este caso requiere que interroguemos a todos los que convivían aquí en el momento del crimen. Procuraré que el proceso se acelere.

Faber sacó de su boca una carta de la baraja enorme, en technicolor, brillante, definitiva, esta vez en castellano:

—Próximamente, señor Serrano, ¿se llama usted Serrano, no es cierto?, recibirá una llamada directa del ministro del Interior, con el que he hablado esta mañana antes de salir de Zurich. Como usted ya sabrá, entre nuestra clientela figuran varios ex ministros y altos cargos, incluso de la actual Administración del Estado. Espero que de una mutua colaboración salga el esplendor de la justicia y nuestro establecimiento lo menos dañado posible.

—Ya he hablado con el ministro —contestó Serrano, dando tan poca importancia al hecho como a la teatralidad con que Faber había expuesto sus poderes políticos y administrativos—. El señor ministro aprueba las medidas que he tomado y dentro del espíritu con el que han sido lomadas.

Cerró los ojos Faber y ofreció su mano al policía.

—En ese caso no quiero interferirme en su trabajo. Cuanto antes acabe, mejor para todos.

Cambió de tono y de idioma para hablar con Molinas y el resto del personal directivo y encabezó una retirada del equipo hacia la sala de reuniones de la dirección. Faber dialogaba con su hermano y escuchaba sus respuestas como si le importaran. Dos habitaciones se cerraron. En una parlamentaba la dirección de la clínica, en la otra seguían los interrogatorios rutinarios de los residentes: su grado de conocimiento de mistress Simpson, la última vez que la vieron, cualquier revelación que ella hubiera hecho y que pudiera tener relación con el crimen, si llevaba joyas que no figuraran en el escaso inventario que la policía mostraba. Poco a poco circuló la noticia de que la habitación de mistress Simpson había aparecido revuelta y su caja de caudales del armario cerrada pero vacía. Había desaparecido el dinero de mistress Simpson, pero no sus tarjetas de crédito ni las joyas que llevaba encima cuando fue hallada en la piscina. El móvil del robo no concordaba con las circunstancias del asesinato. ¿Dónde? ¿En la habitación al ser sorprendido el ladrón por mistress Simpson? ¿Cómo había podido trasladar el asesino el cadáver desde una habitación situada en un primer piso, a cuatrocientos metros de la piscina, sin ser visto, ni hacer un ruido que hubiera podido despertar a alguien o alertar al vigilante jurado? Cabalas similares se tenían en todos los grupos dialogantes, y además de las italianas, el único personaje del balneario ajeno a cuanto ocurría era el marido de la suiza, aplastado por una íntima melancolía, sentado en un rincón del salón mientras su mujer picoteaba conversaciones con el grupo alemán o suizo. La enfermera Helda tuvo que restituir el ritual que daba sentido a la estancia en el balneario avisando a las víctimas de las lavativas de que estaba a punto de llegar su hora y madame Fedorovna obligó a la jefa de masajistas a reclamar mediante el teléfono los masajes emplazados. Se imponía la tendencia de normalizar la situación, sobre todo a la vista de la rapidez, facilidad de los interrogatorios y en la medida en que se debilitaba el recuerdo traumático de mistress Simpson, convertida en un cadáver aguado cubierto por una manta barata. Se dividía en dos la conciencia del balneario: en una de ellas era un balneario próximo pero lejano, objetivable incluso como un edificio en el paisaje, donde había ocurrido un crimen; en la otra seguía siendo el balneario de siempre, un centro de expiación relajada y a la larga placentera de los pecados cometidos contra el propio cuerpo. La mecánica interna del espíritu corporativo de casi todos los allí aislados les llevaba progresivamente a considerar el caso de mistress Simpson como un episodio de una serie televisiva dentro de la cual podían moverse como espectadores y como extras y estar en condiciones de enterarse del resultado antes que el resto del público del universo. La prensa española de la mañana daba la noticia como un accidente, sin especificar el nombre del establecimiento, y se especulaba entre los residentes con la posibilidad de que pudieran dar la noticia en la televisión e incluso que las cámaras de la televisión ya estuvieran a las puertas de El Balneario esperando la autorización de los hermanos Faber. Los interrogatorios no respondían a ningún orden lógico, ni alfabético, ni de numeración de habitaciones y se hacían siempre en presencia de Molinas, que actuaba como traductor. Pero para Carvalho tuvo especial significado al ser convocado el decimoquinto y el primero de entre los españoles. Lo había presentido y entró en el despacho dispuesto a mantener una postura de residente común, pero le bastó ver la sonrisa del policía del bigote para comprender que le iba a resultar difícil conseguirlo, y cuando el inspector Serrano le pidió a Molinas que abandonara la habitación, comprendió que sería imposible. Se resistió Molinas, pero Serrano adujo que el señor Carvalho era un caso especial y el gerente se avino a esta razón. Serrano estaba sentado al otro lado de una mesa gerencial y no le miraba, pero su acompañante no le quitaba ojo.

—Vaya. Quién iba a decir que nos encontraríamos aquí a un colega.

Se le escapó una breve risita a Serrano y cruzó una mirada risueña con su ayudante.

—Por el humo se sabe dónde está el fuego. Donde vea aparecer un detective privado, tate, hay gato encerrado

¿Puede saberse qué hace un chico como usted en un sitio como éste?

—Salud. Hago salud.

—Tengo su expediente en la cabeza. Me lo acaban de leer desde Barcelona y me lo envían por teletipo. Es usted un buen profesional, pero tampoco parece que le vaya muy bien económicamente. Y esto es caro. Aquí es caro hasta el no comer. ¿Puede pagarse este no comer de lujo, señor Carvalho?

—En efecto, no tengo demasiado dinero, pero si quisiera tengo el suficiente, por ejemplo, para comprarme un abrigo de visón.

—¿Y para qué quieres tú…?

—De usted, por favor —cortó Carvalho al del bigote suavizando el tono tajante con una sonrisa.

—De usted, Paco, de usted. El señor Carvalho es un cliente más de la clínica. Pero es cierto: ¿para qué quiere usted un abrigo de visón?

—Caprichos más caros se han visto.

—O sea que está usted aquí por capricho.

—Caprichos. Manías. No quisiera equivocarme, pero usted tiene aspecto de buena salud y de hombre que bebe y come cantidad y bueno y sin embargo tiene buenísima salud.

—Acierta.

—Yo era igual que usted hace veinte años. Pero ahora debo cuidarme.

—Es el primer caso de huelebraguetas que conozco dispuesto a tirar el dinero en una casa de maniáticos como

ésta.

Carvalho examinó al del bigote y le comentó a Serrano:

—En cambio su amigo tiene mal aspecto. Parece delgado, pero tiene la cadera ancha y bajo el vientre. De estar sentado demasiadas horas al día.

Cerró los ojos Serrano y el gesto frenó el avance de su compañero hacia Carvalho. Seguía con los ojos cerrados cuando preguntó:

—Hable con sinceridad. Más tarde o más temprano se sabrá, y mucho peor para usted. ¿Está aquí profesionalmente? ¿Sabía algo que indujera a pensar que a mistress Simpson le iba a pasar algo?

—No.

—Hábleme de lo de la otra noche.

—¿De qué?

—Del intento de robo en la cocina. —Quien mejor podría explicárselo es el coronel Villavicencio. Era el jefe del comando.

—¿De qué comando?

—Del nuestro. No éramos los suficientes como para configurar una patrulla, por lo tanto decidimos ser un comando. No le preocupe lo de la otra noche. Fue una gamberrada sin más. Aquí nos aburrimos mucho y reprimimos la agresividad que no hemos conseguido dejar en la calle antes de entrar, hasta que encontramos una manera moderada de expresarla. Como en las cárceles o en los cuarteles.

—Ustedes montan una expedición nocturna para apoderarse de una manzana. Usted se suma a esa expedición por simple espíritu de gamberro. Resulta difícil de creer.

—Más difícil de creer es que la expedición la encabezara un coronel.

—Ex coronel.

—Un coronel siempre será un coronel y un policía siempre será un policía.

—Toma el filósofo.

—Tranquilo, Paco. El señor Carvalho fue contratado por alguien a la vista de los intentos de robo que se habían producido. Ese es el motivo real de su estancia aquí, ¿no?

—No. De los intentos de robo me enteré aquí. Estaba yo casi desnudo. Tumbado en una camilla y una masajista trataba de reconstruirme la espalda. Fue en ese trance cuando me informó de los intentos de robo. Además, si hubiera sido por la amenaza de robo sería la empresa quien me habría contratado. Pregunte a Molinas o a los señores Faber.

—Pienso hacerlo. ¡Y ay de usted si me ha mentido!

No tuvo tiempo de responder. Una discreta llamada en la puerta y ésta se abrió para enmarcar a Molinas descompuesto.

—Por favor, síganme y no hagan comentarios. Acabo de descubrir algo terrible…

No esperó respuesta y salió tambaleándose, aunque al avistar un grupo de residentes que se acercaban recuperó la compostura y caminó incluso con cierta alegría. Le seguían los dos inspectores y Carvalho se sumó a la expedición espontáneamente; nadie se dio cuenta aparentemente de ello. Molinas bajó hacia el jardín, tomó un sendero empedrado que conducía hacia la piscina, dio un rodeo para no pasar por la zona de los bañistas y fue a parar a la caseta donde estaban las máquinas depuradoras del agua. En la puerta de la caseta permanecía Gastein, definitivamente destruido, como un ángel de la guarda conocedor de que ya no guarda nada, y así obró: apartó su cuerpo y por la puerta entraron Molinas y sus tres seguidores. Era evidente que un cuerpo humano colgaba del tubo superior, el más poderoso, que comunicaba el desagüe principal de la piscina con la máquina filtradora. Jamás el cuerpo de un ahorcado compone una postura elegante, aunque haya habido ahorcados que han rogado a sus verdugos que procurasen por su aspecto una vez muertos. Pero en el caso del profesor de tenis, Carvalho estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que su cadáver gozaba de un aspecto elegante, era un cadáver que habría sido invitado en las mejores novelas de crímenes por la compostura de su derrota frente a la ley de la gravedad e incluso eran de elogiar la brevedad y buen color del trozo de lengua que le asomaba por la boca. Fue en el momento de dar un vistazo alrededor para captar algún detalle indicativo cuando el policía del bigote se dio cuenta de que Carvalho estaba allí. Pareció que iba a saltar como un gato sobre el detective pero le contuvo su compañero reteniéndole por un brazo.

—Tranquilo, Paco, tranquilo. Yo ya sabía que venía con nosotros.

13

Adquirió Carvalho el compromiso de no revelar el descubrimiento y los contados clientes que aquella mañana reclamaron por la inasistencia de Von Trotta recibieron la explicación de que el profesor estaba indispuesto. Una furgoneta vino desde Bolinches a recoger el cuerpo por la puerta trasera del parque de la clínica. El inspector Serrano la vio partir mientras silbaba algo con los labios casi cerrados y removía las manos en los bolsillos de su pantalón. Los Faber se habían retirado a sus aposentos a mesarse los cabellos que les quedaban, Gastein intercambiaba opiniones con el forense escondidos en el gimnasio y Carvalho siguió a la sombra de los policías hasta que Serrano pareció cansarse de su presencia y le instó a marcharse con un movimiento de dedos.

—Ya puede irse. A estas horas ya no importa que el asunto se haya divulgado.

—Va a ser difícil contener a la gente aquí dentro. Esto parece una epidemia de crímenes.

—Vaya a que le den un masaje y déjenos en paz.

De vuelta al edificio central, Carvalho comprobó inmediatamente que las gentes habían salido de la pasividad de la mañana y recuperado la excitación de las mejores horas del día anterior, recién descubierto el cadáver de mistress Simpson. Ahora el de Von Trotta cerraba el caso, en opinión del señor Molinas, comunicada a una vanguardia de clientes. Una inexplicable, todavía inexplicable relación, unía a mistress Simpson con el profesor de tenis, alguna historia antigua y escabrosa que habría incitado al profesor a dar muerte a la mujer y luego a suicidarse. Cuando de los labios de Molinas salía la explicación empresarial, ya había llegado al valle del Sangre una dotación de la guardia civil para guardar todas las entradas, a la vez salidas posibles de El Balneario. Sí, está permitido telefonear, sobre todo desde que se instalara un equipo especial de interferencia en una furgoneta oculta entre los árboles del bosque fronterizo. Serrano había pedido una autopsia urgente y antes de la madrugada se sabría, pensó Carvalho, que Von Trotta también había sido asesinado, con lo que de nuevo cambiaría el talante general, y esto va a llenarse de policías de Madrid. No fue Villavicencio el iniciador de la especie de que podía tratarse de una provocación terrorista, dentro de la serie de acciones contra el turismo que ETA había desencadenado al borde del verano. Pero la necesidad del enemigo exterior primero se concretó en la posibilidad terrorista, tan amenazadora como exculpatoria de la comunidad. Era la explicación irracional más racional posible y se necesitaba una explicación irracional razonable y exculpatoria de la comunidad. Por la tarde ya todos se habían enterado del suicidio de Von Trotta y dio tiempo para que los espíritus se adecuaran a la nueva circunstancia y se hicieran planes para la noche: video, televisor, bridge, lectura, conversación, planes por comunidades nacionales, aún no disueltas, como si se mantuviera en alto un recelo de identidad frente a identidades sospechosas por el hecho de no ser la propia. Se aferraba la mayoría a la explicación empresarial, pero las especulaciones no cesaban, aunque los hermanos Faber acompañaron aquella noche a madame Fedorovna en su recorrido estimulante de los ayunantes. Menos habituados que la rusa al cometido, los Faber extremaban su amabilidad con los clientes por el método de emitir voces cantarínas, especialmente desagradables en castellano, un idioma poco apto para las cortesías excesivas. También exageraban el entusiasmo con el que descubrían a un cliente repetidor o la esperanza con la que instaban a perseverar a los primerizos, sobre todo a los que estaban a punto de dejar la clínica y salir a un mundo lleno de whisky etiqueta negra, reservas de borgoña y guisos sin otro objetivo que la obscenidad del placer. Era costumbre que al acabar el ayuno y empezar el corto período de readaptación a un régimen masticable, los asilados recibieran un diploma en el comedor convencional y se les encendiera una
chandelle
como premio simbólico a su perseverancia en el ayuno. Madame Fedorovna le tenía cogido el tranquillo al ritual, pero los Faber sólo lo practicaban en sus visitas excepcionales o de inspección y maltrataban las velitas con aproximaciones desajustadas de sus mecheros. Curiosamente, ningún cliente a lo largo de los muchos años de existencia de Faber and Faber en su sucursal española había protestado por el rito, exponiendo su verdadero estado de ánimo próximo al ridículo y la evidencia de que se asistía a una comedia mal interpretada. Aunque se sospechaba que sobre todo los centroeuropeos de cierta edad y los franceses aceptaban de buen grado la conmemoración e incluso guardaban para toda la vejez y la vida el diploma en que constaba su capacidad de ayuno. Junto al diploma se adjuntaba una tabla de calorías que durante unas cuantas semanas, las que duraban los buenos propósitos, se convertían en compañeras inseparables de los recién salidos de El Balneario, y ante cualquier propuesta alimenticia la sacaban del billetero, como si fuera un calendario de bolsillo o una máquina japonesa de calcular, y tras constatar que diez aceitunas rellenas superan las ciento veinte calorías, podían elegir tomarlas o no tomarlas con conocimiento de causa. Junto a las tablas calóricas se adjuntaban algunas recetas y un programa alimenticio semanal redactado desde la seguridad de que los clientes saldrían del establecimiento con el paladar tapiado hasta el fin de sus días y desprogramados para el
confit d'oie
o el cordero a la chilindrón. Madame Fedorovna había conseguido un comportamiento misionero pero relajado, del que carecían los hermanos Faber, que más parecían repartidores de propaganda de los Testigos de Jehová. Según el tablón de anuncios de las actividades semanales, aquella noche Gastein debía dar una conferencia sobre
Placer sensorial y alimentación racional
, pero sólo acudieron a la convocatoria las cuatro hermanas alemanas, que convirtieron la charla en una amena tertulia sobre el papel nutritivo de la patata y el bajo índice de calorías que las salchichas de Frankfurt tenían en relación con otros embutidos frescos de la misma intención. Eran muy partidarias las hermanas alemanas de las patatas y las salchichas y trataban de arrancarle al doctor su bendición para poder seguir comiéndolas una vez fuera de la clínica. Dependía de la cantidad, razonó Gastein, aunque las salchichas de Frankfurt requieren unos aditivos industriales para su conservación y el mantenimiento del colorido cuya toxicidad aún no está comprobada. Fue interrumpida la tertulia informal de Gastein por una urgente llamada a recepción. Carvalho se había dejado tragar por un sillón holoturia y se le había sentado al lado en un sillón gemelo Sánchez Bolín, deseoso de que le hiciera un resumen de la situación.

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