Y todo esto tenía algo que ver con mi hermano mediano, que permanecía sereno, con la mano izquierda levantada en el aire, cantando con la música que surgía de las paredes. La armadura, ahora completamente recompuesta, permanecía vacilante, suspendida en el aire, como si estuviera flotando en el agua. La música se desvaneció y Brithelm se rió suavemente y se sentó en su colchón.
Caí hacia atrás en el armario, maravillado. Me quedé allí sentado durante unos minutos, cada vez más sorprendido. Hubo un suave chirrido de metales en la habitación y después el sonido de movimiento: era Brithelm, que cruzaba la habitación. Luego, sólo silencio. En el exterior, un ruiseñor empezó a cantar de la misma manera en que lo había hecho la noche en que el intruso se introdujo en los aposentos de Alfric y comenzó todo este lío. El último canto antes de la partida. Por encima del canto del pájaro se oyó el relincho de un caballo. Bayard había mandado a los mozos de cuadra a los establos y estaba preparando las cosas para nuestro viaje.
Casi me olvidé de la partida tras haber contemplado aquel suceso: a mi hermano mediano haciendo aquel truco con la armadura, que probablemente no era el único de su repertorio. Mejor provecho habría sacado de este hermano y no del otro durante todos aquellos años. Si Brithelm sabía recomponer la armadura de aquella manera tan prodigiosa y espectacular, imaginad lo que podría hacer con los dados.
Recordé algo: los guantes, los dados del Calantina, el silbato de perros y la bolsa con los ópalos estaban a la vista, incluso del más despistado de los hermanos.
Salté a la habitación. La armadura se había posado, recompuesta, en el rincón, al lado de la puerta que daba al pasillo, como si la hubiera llevado puesta un fantasma y, cansado de vestirla, la hubiese dejado con cuidado en un sitio donde no estorbaba a nadie.
Brithelm también estaba perdido en sus pensamientos y meditaciones sentado en el delgado e incómodo camastro, en medio de la habitación. Lo llamé, lo volví a llamar y lo intenté una tercera vez, pero no obtuve respuesta. Estaba sentado, con las piernas cruzadas, las palmas de las manos hacia arriba y los ojos entornados, como un icono de un templo antiguo, del tipo que todavía uno puede ver si se interna lo suficiente en los pantanos o si escala lo suficientemente alto alguna montaña, iconos abandonados hace muchos cientos de años.
Me puso los pelos de punta. ¿Y a quién no? Y todavía fue peor cuando Brithelm empezó a levantarse del catre, y no sobre sus pies sino levitando, como un colibrí, mientras conservaba la misma apacible postura con los ojos cerrados y las palmas de las manos hacia arriba. Una vez más intenté despertarlo, pero sin resultados.
Por lo que podía oír por la ventana, Padre estaba ayudando a Bayard a preparar los caballos en el patio y le daba los últimos consejos sobre cómo tratarme.
—Supongo, Sir Bayard —tronó su voz—, que llegará el momento en el que tendréis que enseñarle a montar mejor de lo que sabe y ello podría conllevar que introduzcáis algo de sentido común en el cerebro del chico.
—Podría ser así, Sir Andrew. ¿Seríais tan amable de tensar esa cincha?
—Y no es lancero. Dediqué mi tiempo a Alfric y es el mejor de los tres en los torneos, pero que sea el mejor aquí no quiere decir que sea demasiado bueno. Llegará el momento en que Wea, digo Galen, tendrá que montar un corcel y para enseñarle habréis de meter un poco de sentido común en su cabeza.
—Descuidad, Sir Andrew. ¿No está la cincha de
Valorous
demasiado tensa?
—Me parece que no, Sir Bayard. Y en cuanto al manejo de la espada...
—Me parece que también tendré que enseñarle algo de eso. ¿Están los estribos bien colocados?
Y así todo el tiempo. Padre podía seguir pensando en infinidad de cosas para las que yo carecía de sentido común. Así que podía confiar en que seguiría hablando durante una hora o más, después de lo cual la paciencia de Bayard habría llegado a su límite y preguntaría por su escudero y su armadura.
Miré a mi hermano Brithelm, que levitaba sobre su colchón de juncos. Me puse debajo de él y recogí mis pertenencias. Luego fui a la puerta y empecé a levantar la armadura, pero me di media vuelta repentinamente.
Dejé el silbato en una de las palmas de Brithelm como un recuerdo, como un misterio sobre el que tendría que reflexionar cuando volviera a la realidad. No era más que una travesura porque sabía que la paciente cabeza de mi hermano, como la de una víbora, iba a pasar horas tratando de descifrar el significado de aquel silbato de perros que se había materializado en su mano. Primero pensé en dejarle los ópalos, pero teniendo en cuenta el camino y lo que en él podría suceder, supuse que podría encontrarles un mejor uso. ¿Cómo iba yo a saber que aquel silbato de perros, en diferentes manos y en diferentes vicisitudes, iba a continuar provocando desbarajustes?
*
*
Los caballos también se resentían de su falta de sueño. El patio se llenó de sus bufidos, de sus relinchos y de sus restantes, y menos educados, ruidos. Los perros corrían por entre sus patas ladrando histéricamente a causa del frío y del sorprendente temprano movimiento de gente y de bestias. Los cuerpos de los caballos despedían vaho, y también la respiración de Sir Bayard y Padre, en el misterioso invierno que había llegado antes de tiempo a aquella parte del país.
Con la ayuda de Sir Bayard colgué la armadura a lomos de una yegua que me miraba con aborrecimiento puro y absoluto. Cubrí la armadura con una fina manta de lona, me ceñí mi propia espada —que ahora parecía un arma pequeña y lastimosa— y de nuevo con la ayuda de Bayard conseguí montar en otro caballo. Para mi vergüenza, montaba al viejo
Molasses,
un caballo que teníamos reservado para que los niños que nos visitaban pudieran dar pequeños paseos por el patio.
Padre no tenía confianza en mis habilidades para la monta.
Pasé mis últimos momentos en la casa del foso recibiendo consejos.
—Tienes que ser un buen escudero para Bayard, muchacho. Lo que significa que no tienes que mentir ni robar. Ya sé que esto es pedir un cambio descomunal en tu conducta pero, aun así, te lo pido; es más, te lo exijo. No dejes que se ensucie la armadura. Mantén siempre las armas en buenas condiciones. Te podrían salvar la piel en una circunstancia imprevista.
En una circunstancia imprevista.
Me gustó esa frase. El anciano estaba volviendo a hablar de forma caballeresca. Pero el ritual completo de consejos y despedidas era agotador. Eché una mirada a mis alforjas.
—¡Préstame atención cuando te hablo! Transmite los recados palabra por palabra. Calma a los caballos cuando te lo ordene Bayard y mete las narices en sus cascos por si hubiera piedras o magulladuras. Ten en cuenta, por si te pierdes alguna vez, que el musgo crece en el lado de los árboles que dan al norte. Si te topas con lo malo, enfréntalo con valentía; como dice la Orden: «Ignora el sufrimiento personal». La vida es el más preciado y divino presente que recibimos de Paladine, por quien respiramos, luchamos y soñamos por la mejora de todo. Procura que ninguna vida se entregue o sacrifique en vano.
Una fría ráfaga de viento sopló por encima de las murallas y atravesó el patio.
Molasses
se crispó y estremeció.
—Debemos iniciar nuestro viaje ahora, Sir Andrew —anunció Sir Bayard subiéndose a la silla de
Valorous.
—Esperad un momento, Sir Bayard. Nunca te metas en el agua hasta una hora después de haber comido, ni tampoco si amenaza tormenta, porque los ríos, las corrientes y las charcas atraen los rayos como las ramas azules del árbol aeterna.
Bayard murmuró algo y tiró de las riendas de su caballo. El enorme corcel castaño empezó a moverse. El de carga y
Molasses
lo siguieron instintivamente. Padre siguió andando a mi lado. Todavía no había terminado.
—El exceso de bebida antes de los veinte vuelve ciego a un chico. Y también toda clase de juego y el habla grosera. La mayoría de las mujeres que te encuentres llevarán cuchillos ocultos.
A pesar del miedo a lo que tenía delante: el camino que se extendía indefinido más allá de la casa del foso hacia las remotas regiones de Krynn, donde Bayard tenía ciertas aventuras preparándose para nosotros dos; a pesar de todo eso, con el alboroto y la confusión de los perros y los consejos, fuera lo que fuese lo que estuviera aguardándonos al final de este camino, todo parecía menos amenazador. Parecía, puede decirse, como un alivio.
Un alivio, sí, pero sólo hasta que la casa del foso desapareció lentamente en las tinieblas detrás de nosotros, en la bruma de la mañana, como si ardiese despacio y sin llamas en un océano a medianoche. Sólo cuando los muros se habían hecho indistinguibles en la oscuridad de la madrugada, la delgada figura de un hombre apareció en las almenas.
Lo miré durante un instante y también él nos estaría viendo desaparecer, alejándonos de él, de la casa del foso, de mi hogar.
¿Sería Padre?
Entonces la silueta estalló repentinamente en una llamarada color naranja; una vela en las ventanas de casa.
—Gileandos —reí entre dientes, recordando. Una salva de despedida por los sermones en la mazmorra. Todo tipo de productos químicos pueden encontrar una manera de encenderse en el bolsillo de un vestido, cuando alguien encarga el cuidado de la biblioteca a una comadreja.
* * *
Las aves nocturnas empezaban a callarse y el poco sol que brillaba volvía las copas de los árboles del bosque de un color verde pálido, casi amarillo. De vez en cuando oía los graznidos de los arrendajos sobre nosotros y los cantos de pájaros al amanecer que ya había oído otras veces pero en los que nunca había reparado. Los cantos me eran familiares y me parecía que había un buen ambiente en las ramas de arriba, pero bajo aquella luz y aquel ruido, el camino que teníamos delante estaba tranquilo y oscuro. Hacía frío, había empezado a caer una llovizna mañanera y el camino parecía tenebroso y amenazador.
Los caballos se pusieron en fila india. Delante iba Bayard, montado sobre
Valorous
y seguido por la yegua de carga. Yo cerraba la marcha con aquel remedo de caballo. La distancia que me separaba de los que me precedían era mayor a medida que avanzaba el día y
Molasses
se iba cansando. Echaba de menos una mula, pero más que nada deseaba que Bayard hablase, dijera algo, ya que mis muchos intentos de iniciar una conversación habían chocado únicamente con alguna respuesta puntual.
No cabía duda de que sus pensamientos estaban al sur de donde nos encontrábamos, preparándose para la liza de aquel imponente torneo que estaba tan empeñado en ganar.
El camino era tan silencioso y aburrido como un calabozo. El repiqueteo de los cascos de los caballos contra el suelo mojado era tan regular como el goteo del agua en una mazmorra, y el aire, igual de frío, húmedo e incómodo; la compañía, tan indiferente y silenciosa.
—Y... —empecé, y mi compañero se echó hacia adelante en la silla, se volvió y me miró, y habló por primera vez en casi una hora.
—Castillo di Caela.
—¿Qué?
—Ibas a preguntarme dónde tendrá lugar el torneo, ¿verdad?
—Me da seguridad saber ese tipo de detalles, Sir Bayard.
Volvió la vista al camino y después de nuevo hacia mí.
—Castillo di Caela. Un viaje de quince días desde aquí. Al sudoeste de Solamnia; a medio camino entre Solanthus y el Alcázar de Vingaard. Si vamos a buen paso llegaremos tres días antes de que empiece el torneo. Podrás levantar nuestra tienda en los alrededores del castillo, ir a presentar mis respetos a Robert di Caela e inscribir mi nombre en la lista de la liza.
—¿No sois...?
—¿Un poco viejo para tal evento?
Aunque lo dijo sin ambages, había adivinado mis pensamientos. Poco a poco la llovizna se fue convirtiendo en un fuerte chaparrón y el sendero que teníamos ante nosotros se hizo aún más oscuro, menos atractivo.
—Supongo que sí —prosiguió—. Pero eso es lo que sucede cuando se corteja a una chica de dieciocho años. Se ha de luchar a brazo partido con los chicos de su edad para lograr que ella se fije en uno.
Se cubrió con la capucha para evitar la lluvia.
—Debería serviros de lección —dije imprudentemente.
Sir Bayard sonrió y bajó la cabeza para que el agua se escurriese por delante de su capucha. No pude ver su expresión cuando replicó:
—Y tu primera lección debería ser el respeto.
* * *
La mañana dio paso a las primeras horas de la tarde, y la lluvia no daba muestras de escampar. A nuestro alrededor, el camino estaba repleto de ruidos de agua: el chapoteo de los cascos de los caballos en los innumerables charcos, el tamborileo de la lluvia al caer entre las hojas y las ramas de los árboles que nos rodeaban. Después de un rato, todos los sonidos se combinaron en un constante murmullo tan familiar como la propia respiración y cada movimiento o ruido extraño era más sorprendente, más amenazador.
En dos ocasiones algo crujió en los matorrales de las márgenes del camino. Dos veces saqué la espada e intenté infructuosamente alejar a
Molasses
del ruido. La tercera vez Bayard se echó hacia atrás la empapada capucha verde y me miró con rotundidad, disgustado.
—Tejón.
—¿Cómo?
—Tejón. Estás empuñando la espada contra tejones.
—¿Cómo demonios podéis saberlo? Con tanta seguridad, quiero decir.
—El hombre prudente habla con su oído al viento —respondió Sir Bayard, sacando un yesquero de debajo de la capa.
—Llegaré a ser mejor Caballero, si lo recuerdo, Sir.
—Pararemos aquí. Descansaremos y comeremos —prosiguió—. Intentaré hacer una hoguera en este cenagal.
Nos guarecimos bajo un enorme y abierto castaño, con las espaldas apoyadas en su viejo tronco. No había nada alegre bajo aquella lluvia. Incluso las ranas y los grillos estaban en silencio, demasiado ateridos por el frío como para celebrar la lluvia que normalmente apreciaban tan ruidosamente. Bayard se acuclilló y protegió con su cuerpo el yesquero. Se quitó los guantes. Sus enormes manos parecían torpes para esa delicada tarea. Era como si estuviese tejiendo un vestido para muñecas.
—Acerca del torneo, ¿quién es la afortunada noble? —pregunté.
—Es la hija de Sir Robert di Caela, Caballero de la Espada. Supongo que tu tutor te habló sobre política de actualidad. ¿Sabes algo de la Casa di Caela?