Se apartó de la luz. Ahora sólo podía distinguir a Brithelm, que sostenía la lámpara y me miraba apenado, comprensivamente. Sin duda, deseaba poder ocupar mi lugar.
Distante, en la oscuridad, oí decir a Padre:
—Confío en que comprendáis lo decepcionado que estoy con vosotros dos.
Entonces se cerró la puerta, y nos sumimos en la más absoluta oscuridad.
Y oí que Alfric gruñía y empezaba a arrastrarse hacia mí por el suelo de la mazmorra.
El bardo
A pesar de haber odiado siempre la poesía, recuerdo haber querido ser bardo en una ocasión. Había visto las representaciones nocturnas que los bardos celebraban en la casa del foso, y todo aquel montaje me había parecido muy interesante. Te daban comida gratis y después contabas unas historias que nadie se atrevía a decir que eran falsas, así que las podías adornar como te viniese en gana. Luego te pagaban por contar estas mentiras. Era un tipo de vida al que me habría acostumbrado.
Pero pronto perdí tal ilusión. De hecho, recuerdo claramente que fue en una noche de hace ocho años, cuando esa ilusión, por decirlo así, saltó el foso y se desvaneció.
Sucedió cuando Quivalen Sath, el más famoso de los bardos elfos, actuó ante mi padre en la casa del foso, dos semanas después de que yo hubiese cumplido nueve años. Y fue más que suficiente para alejarme de la poesía para siempre.
Fue precisamente aquella noche cuando comenzó el chantaje. Bajo la dirección de Gileandos, los hermanos limpiábamos el gran salón de la casa del foso, mientras Padre se preparaba para recibir al honorable invitado. Preocupado para que el salón luciese sus mejores galas en honor al gran artista, Gileandos estaba fuera de sí, incluso pegó patadas a los criados cuando descubrió que el hogar de la chimenea estaba lleno de ceniza. Me acuclillé, escoba en mano, para sacar las cenizas, pues los sucios muchachos habían salido corriendo de la habitación. De pronto, al oír las protestas de un mozo de cuadras ya mayor al que habían traído a la casa para ayudar en la importante tarea, me volví y vi que estaba doblado de dolor debajo de la mesa, esperando otra patada de Alfric, que estaba junto a él sonriendo.
—¡Ya está bien, Alfric! —exclamó Gileandos, cuando vio que el viejo se había desmayado de dolor, tirando el mantel de la mesa al que se había agarrado al quedarse sin sentido.
—Se me fue la mano, o mejor dicho el pie —contestó Alfric.
Entonces se agachó, se limpió el polvo de las botas y cogió al criado por el pelo. Arrastró afuera al pobre hombre, riéndose y vociferando:
—Un amante de la poesía. ¡Eso soy yo, sí, señor!
Incluso hace ocho años, Alfric hubiera hecho poner la mesa para un palurdo que tocase el violoncelo, si eso le diera una oportunidad para golpear a los criados.
Quivalen Sath estaba lejos de ser un palurdo, pero no se diferenciaba en nada de los demás elfos. No era más rico, a pesar de su carrera como bardo. Vestía de verde, como los cazadores, y su largo pelo era ligeramente plateado. Pero aun así, era solemne y elocuente. Y, al fin y al cabo, se trataba de una auténtica celebridad, nada menos que el autor del
Cántico de Huma,
que Gileandos me había hecho aprender de memoria aquel aburrido invierno, en ese mismo salón, antes de que mi primer fuego de represalia chamuscara su barba y con ella la mitad de su cara, cortando así, por lo sano, nuestro estudio de los clásicos.
Padre y el elfo conversaron de forma amena durante la cena, y la inevitable jauría de perros se coló en el salón, atraída por el calor de la chimenea y el olor a carne de venado.
Alfric se burlaba de mí desde el otro extremo de la mesa. Le hice un gesto obsceno que me había enseñado aquella misma mañana uno de los mozos de cuadra. Se agitó de rabia y fijó su mirada en su copa de vino. Era la primera vez que asistíamos a un banquete desde su decimotercer cumpleaños, y era la primera vez que se le permitía beber alcohol.
El elfo se levantó para dirigirse a todos los presentes.
—He elegido
Mantis de la Rosa
para vuestro solaz nocturno —dijo Quivalen Sath.
Probablemente habría corrido la voz entre los bardos de que aquél era el poema favorito de Padre, quien levantó su copa y sonrió, ignorando totalmente que Gileandos la consideraba «una obra primeriza, de segunda clase».
La velada comenzó después de la cena. Aquella especie de abstracto relato teológico sobre el libre albedrío y sobre unas rosas en el cielo me aburría solemnemente. Miré a Alfric, que se había arrellanado en la silla tanto como se lo permitía su armadura y limpiaba su daga en el lomo de un perro que roncaba a su lado, cuyas patas se contraían, pues imaginaba que lo estaban acariciando o rascando. Brithelm, mi hermano mediano, a quien a menudo se malinterpretaba por estar como ausente durante las reuniones públicas, permanecía tieso en su atuendo, como un necio espantapájaros rojo. Había aprendido el arte de escuchar sin prestar atención. Estaría meditando.
Por otra parte, Padre hacía de buen anfitrión y escuchaba atentamente hasta las partes más ridículas de la historia.
Al final, sólo Padre mostró el respeto que la celebridad del elfo parecía requerir. Mientras el bardo le agradecía las doce piezas de plata, se ató el arpa a la espalda. Abandonó el salón justo en el instante en que la luna rojiza descendía por el oeste y el cielo empezaba a teñirse por el este. Se me ocurrió pensar que si Quivalen Sath era tan celebérrimo, ¿por qué venía a actuar a las más remotas aldeas de Solamnia?
Se suponía que tenía que haberme ido a acostar sin dilación. Pero en vez de ello, me subí a las almenas, donde había dejado mis soldaditos de plomo cuando me habían llamado para ayudar en la recepción del elfo. Hacía frío en las almenas incluso para aquellas horas de una noche de finales de verano. Mis legiones estaban formadas en una estratégica almena que daba al puente levadizo y al cenagoso sotobosque que se extendía una milla hacia el oeste de la casa del foso. Después de haberlos usado para juegos impropios, algunos soldados habían perdido la cabeza; otros, en mejores condiciones, estaban apoyados contra el muro.
Para entonces, Quivalen Sath había llegado al otro lado del foso, donde un soldadito de plomo bien forjado le golpeó la nuca de su poética y bien peinada cabeza, después de haber sido lanzado con buena puntería desde las almenas, en las que un asesino en potencia de nueve años, oculto entre las climátides y las hiedras y los herbajos más corrientes, se podía volver prácticamente invisible, indetectable hasta para la muy desarrollada vista de los elfos.
*
*
Pero por un golpe de mala suerte había otros ojos en el escenario. Alfric me había seguido hasta las almenas (cabe recordar que en aquel entonces yo sólo tenía nueve años y no estaba acostumbrado todavía a mirar cada dos por tres hacia atrás en busca de hermanos al acecho). De pie detrás de mí, oculto por hiedras y almenas, presenció el bombardeo al que sometí a Quivalen Sath.
El heredero de la familia me agarró antes de que el elfo se palpase la cabeza, otease el horizonte y volviese al sendero que lo conduciría desde nuestra casa a la siguiente parada, en su interminable vagabundeo poético.
—Lo he
veído
todo, pequeño asesino —siseó Alfric.
—Querrás decir que lo has
visto
todo —corregí, siempre dispuesto a recordarle que yo estaba mejor considerado por Gileandos de lo que él nunca lo estaría.
La verdad, no fue muy inteligente recordárselo en aquel instante, porque Alfric me tenía acorralado como a un jabalí. De espaldas a mi hermano, tenía la cara incómodamente aplastada contra la muralla cubierta de musgo; la cabeza enredada en la hiedra y la maleza, como si fuera una guirnalda en la frente de un bardo de segunda. Así que rectifiqué la corrección.
—Pero ¿qué es lo que has
veído,
querido hermano?
—He
veído
cómo
tirastes
el soldadito al elfo —respondió.
—Pero no has
veído
lo que el elfo iba a hacer. Llevaba algo que brillaba. Lo vi cuando lo miró a la luz y luego se lo guardó en la manga de ese vestido largo de bardo. Quizá fuese una pieza de nuestra vajilla de plata o una copa de cristal de la mesa de Padre.
—No había ni cristal ni plata en la mesa. Fue un agasajo a un poeta, no a mercaderes.
Entonces me aplastó la cara con más fuerza contra la piedra. Mordí la argamasa y el musgo.
—Pero ¿no le viste hacer un plano del terreno que circunda la casa? Sin duda es un agente de Neraka o un espía de unos fanáticos antisolámnicos que quieran sitiar a Padre.
El apretón de Alfric no aflojaba, ni tampoco la presión del granito contra mi aplastada cabeza. Intenté una última táctica.
—¿Se te ha ocurrido pensar, Alfric, que hayas podido ser víctima de un hechizo élfico? ¿De hipnotismo? ¿Que lo que creías haber visto no ha sido más que una ilusión?
No hubo ningún cambio, ni en su empuje ni en mi postura, porque Alfric siempre andaba en la frontera en la que la estupidez se convierte en algo parecido a la perspicacia: sencillamente, carecía de imaginación para creer algo distinto de lo que sus ojos veían.
Así que me vi forzado a lloriquear, a confesar, a gimotear y a suplicar, y a someterme a su misericordia, de la que, desgraciadamente, no tenía ni un ápice en aquel momento.
* * *
Sin duda, Alfric desarrolló un poco de imaginación sólo cuando los primeros y débiles destellos del chantaje empezaron a aparecer en los meses que siguieron. La hospitalidad era, como es sabido, una cosa de gran importancia para Padre, y mi travesura tuvo unas consecuencias que no había imaginado y que pendían constantemente sobre mi cabeza, por la crueldad y avaricia de mi hermano.
No mejoró la situación el que Quivalen Sath escribiera a Padre una de sus interminables «epístolas», en la que afirmaba que le había sido concedido «un momento visionario» cuando un «envío divino» desde las almenas de la casa del foso le había golpeado la nuca.
¿Era el objeto que le había caído en picado del cielo un regalo de Branchala? Como Sath no encontró el soldadito de plomo (tuve la precaución de enterrar el ejército completo en lo más profundo del estercolero de la casa del foso), interpretó el chichón cárdeno de su cabeza como una evidencia de que el artista está condenado a sufrir para poder crear.
Desgraciadamente, aquellos momentos visionarios se tornaron en pérdidas de conocimiento en los siguientes meses, de las que el elfo se recuperó, y cuyos trances describió en el poema «Las tinieblas de Solinari», que llegó a ser famoso, aunque nunca se publicó, difundiéndose de boca en boca hasta llegar incluso a nuestro perdido territorio de Coastlund. Su referencia a la «misiva matinal de un Caballero Gris», aunque ambigua, fue suficiente para que Padre intentase averiguar si alguno de sus hijos estaba en el fondo de todo el misterio, sobre todo cuando descubrió a los criados partiéndose de risa al oír recitar el poema.
No. Padre nunca me perdonaría tal insulto a un famoso bardo. Seguramente me enviaría a las ciénagas del sur de la casa del foso para llevar una vida en solitario sin ayuda de nadie. Al Pantano del Guarda, de donde, como bien sabíamos, nadie regresaba.
Bajo las amenazas de Alfric, tuve que encargarme de sus tareas, como limpiar el establo y sus aposentos. Y, cuando un caballo o un criado resultaban lisiados, era Galen, el jovencito, y no el culpable Alfric, quien confesaba y sufría las iras de Padre. Cuando los meses se convirtieron en años, empecé a preguntarme si confesar todo el asunto de Sath me haría algún bien. Seguramente ninguno.
* * *
Así estaban las cosas. Era una época en la que encontraba un gran placer en el resentimiento, en urdir una venganza tan dulce y elaborada que las piezas iban a tardar ocho años en encajar. Ocho años desde aquella noche de verano, dos semanas después de mi decimoséptimo cumpleaños, en aquella otra noche de la que ya he hablado.
En el lugar en el que me encontraba ahora, la dulce venganza todavía iba a tardar un poco en producirse. Porque apenas la luz se perdió en el pasillo y la mazmorra en la que Alfric y yo estábamos encerrados se sumió en el silencio, mi hermano, como he dicho antes, empezó a arrastrarse como un monstruoso cangrejo por el oscuro suelo, tropezando y maldiciendo en la oscuridad.
—¿Dónde estás, pequeño criminal? —decía a media voz.
Salté rápidamente detrás de la voz que se acercaba y chillé:
—¡Aquí! —y salté de nuevo. Oía cómo se volvía mi hermano-cangrejo, cómo maldecía y volvía a saltar una y otra vez detrás del sonido de mis movimientos. Era el juego del escondite sin fin, y yo lo sabía—. ¡Aquí! —chillé otra vez y noté un movimiento cerca de mis pies. Sentí un fuerte golpe detrás de la cabeza. Toscos pero seguros dedos me rodearon el cuello y me sentí caer más allá de la oscuridad, en tinieblas muy profundas.
* * *
Me despertó un farol que lucía ante mis ojos. Vi la cara de Gileandos, que se arrodillaba junto a mí. En una mano sostenía el farol y en la otra traía un plato con pan y queso. Dos guardias, los contentos vigilantes de nuestra celda, permanecían detrás de él. Los conocía de los establos y sabía qué inmenso placer les producía ver a Alfric encarcelado, y sin duda les traía sin cuidado lo que me sucediese a mí.
—Muchacho, te han «zurrado y apaleado de lo lindo», como dice un viejo poema —exclamó Gileandos.
Me dolía el cuerpo al sentarme, y al respirar, aunque no recordaba el viejo poema. Apenas podía abrir el ojo izquierdo y la luz del farol me molestaba mucho. Sí,
zurrado y apaleado de lo lindo
era una descripción bastante buena.
Pero Gileandos no estaba satisfecho con lo que había dicho y continuó:
—Estas enfermedades no son raras entre los recién encarcelados. La combinación de melancolía, oscuridad y humedad es dolorosa pero en pocas ocasiones mortal. Hay unas historias de Santos Silverblade, Caballero Solámnico y ancestro de Sir Bayard Brightblade, nuestro invitado. Cuentan cómo Santos sobrevivió al Asedio de Daltigoth a pesar de estar encerrado en las mazmorras de aquella odiosa ciudad. Cómo, cuando Vinas Solamnus y sus seguidores entraron en Daltigoth como conquistadores, abrieron las prisiones y Santos emergió, como dice el poema, «zurrado y apaleado, pero no vencido...».
—Galen se golpeó contra un muro —intervino mi hermano desde un rincón de la celda—. Una rata lo asustó y lo hizo saltar.