—Pero, Maese Bayard, ¿qué pasará si a pesar de la bondad del corazón y la bondad de la intención las cosas salen mal? —preguntó Agion cubriéndome la espalda con una capa.
El centauro se estaba convirtiendo en filósofo.
—¿O si a pesar de que vuestro papel, señor, sea bueno y aun así destruís a dos compañeros, también con buenas intenciones, en el proceso de encontrar vuestro lugar en la historia?
Bayard apoyaba la cabeza en unos montículos de granito y piedras calizas. Cerró los ojos mientras el viento seguía entonando la triste melodía alrededor de nuestro campamento. Fuera de ese círculo de fuego y rocas, la noche aparecía dispuesta para la nada. Tal y como imaginaba el paisaje de la luna blanca de Solinari, que según los mitos arrojaba influencias de bondad sobre el planeta, aunque la superficie de la misma fuera extremadamente fría y lúgubre.
—¿Y crees que no he pensado en ello? —Bayard replicó al final, dirigiéndole una mirada tan terrible como el viento que sacudía la altiplanicie. Parecía doblar en edad los treinta años que tenía, y eso me asustó—. Pero al fin y al cabo —siguió, suavizando la expresión—, no es bueno pensar tanto en las cosas antes de que sucedan y —gesticuló con las manos— menos en este lugar tan triste. Puedes estar seguro —añadió con insistencia— de que no arriesgo vuestras vidas por mi beneficio personal, ni por propia ambición.
Agion asintió con un movimiento de cabeza y se acercó al fuego.
Yo no estaba tan convencido.
—¿Qué tiene que ver Sir Robert di Caela con todo este asunto?
—Es posible que Sir Robert di Caela —respondió dudoso— no sepa nada de este
asunto,
como tú lo llamas.
—¿Es posible que no sepa nada de esa profecía que tanto afecta a su familia?
—Una profecía
oscura,
Galen —corrigió Bayard—. Ni la ha escrito un historiador, sino que es un simple garabato en el margen de una historia antigua. No tiene ni la misma letra ni la misma tinta.
—Sea lo que sea, ¿queréis decir que sois el único que conoce este oráculo, señor?
—No me extrañaría. Estaba muy escondido en la Gran Biblioteca donde lo hallé por casualidad, aunque prefiero pensar que se debió a una curiosa disposición. El manuscrito lo había realizado una mano temblorosa y desordenada, y sólo lo pude leer gracias a la bendición de poseer tan buena capacidad para la visión, a pesar de las grandes dificultades que conllevaba. Me pareció un original nunca copiado por escribas. Por otra parte, el estilo en el que estaba escrito era audaz y fluido.
—Pero yo mismo podría escribir un libro de profecías, señor, y configurar el futuro a partir de mis fantasías favoritas, o usar estos dados que siempre me acompañan para predecir un augurio que naturalmente diríais que es falso. ¿Quién puede saber si una profecía es verdadera? ¿Quién podrá decir que ese que va ofreciendo esos aceites de puerta en puerta a precios escandalosos, asegurando que harán recobrar la visión al ponerlos sobre la frente dañada, no es un saltimbanqui vendiendo baratijas? Pues las baratijas son de cristal y el aceite no es más que pachulí aguado, es posible que lo que hay en ese libro pertenezca al mismo montón de pobres maravillas.
Bayard asintió con gravedad.
—Ya he pensado en ello, Galen —dijo, manteniendo la frente arrugada—. Todo lo que tengo que decir —añadió mientras retiraba las manos del fuego, las juntaba y les echaba su aliento— es que existe una coincidencia, que no es coincidencia, presente en todo lo que hacemos y que va convirtiéndose en historia. Fue una casualidad que encontrase el
Libro de Vinas Solamnus,
pero no fue fortuita. Se trata de una casualidad que se materializó dentro de un orden mayor y que en aquel momento no fui capaz de identificar.
—Como cuando se echan los dados —dije.
Bayard me miró fijamente a los ojos durante un buen rato, empezó a hablar y calló de nuevo. Detrás, la yegua de carga pisoteaba el duro suelo mientras que
Valorous
relinchaba, como si alguien estuviera danzando y riendo tras el calor de la hoguera.
—Y ahora —concluyó Bayard mientras se envolvía con la manta y el aliento le humeaba a pesar de estar a tan poca distancia del fuego—, ahora sería conveniente no preocuparse por estas cosas. Lo mejor es dormir.
* * *
El ogro volvió a aparecer cuando casi era medianoche, tal como Bayard había previsto. La bestia no parecía escarmentada por la pelea anterior y, por lo que podía verse, ahora venía otra vez dispuesta a la pelea.
Bayard todavía estaba cubierto y encogido. Sin embargo se levantó con lentitud —con pereza, pensé— ofreciéndole a su enorme oponente el consagrado saludo solámnico. Se hallaba sobre el caballo en medio del campamento, sostenía la espada en la mano derecha y el puñal en la izquierda y dirigía la mirada hacia la oscura mole. Luego cruzó los brazos ceremoniosamente.
La oscura mole no produjo el menor movimiento en señal de respuesta. Pensé que quizá se debía a que ese gran necio no conocía ninguna reverencia de la ceremonia solámnica, ni otra, para aquel momento. Pero es probable que estuviera allí sentado esperando a que aquel diminuto ser con armadura se le pusiera al alcance del tridente con que iba armado.
Agion y yo nos hallábamos detrás de Bayard antes de que éste montara a caballo para enfrentarse al ogro, intentando ambos detener su pelea con el torbellino.
—Nadie os obliga a luchar con ese tiparrajo, Sir Bayard —insistí—. Dejemos que nos persiga y preparémosle una trampa en el camino.
Era razonable, o por lo menos así me lo parecía. Sin embargo Bayard, de espaldas a mí, parecía no advertir dificultad alguna.
—Pero si a combatir vais —añadió Agion—, nuestro sendero por medio del monstruo debe pasar. Recordad que es nuestro camino, mío y de Galen también, no sólo vuestro. —Miró al ogro midiendo con la vista las proporciones del oponente—. Y esa lucha por luchar, también a nos pertenece.
—Pero supongo que si debemos intervenir —dije mientras le lanzaba a Agion una mirada llena de odio—, debo apresurarme a recordaros vuestras propias palabras: «esto es un conflicto entre Caballero y rival». Y por mucho que Agion y yo queramos tomar parte en ello, en realidad no podemos, a no ser que echemos abajo todos vuestros principios y por ello perdáis la dignidad como Caballero Solámnico.
—Es por ese motivo que no puedo recurrir a las trampas, Galen.
—Lo entiendo, señor —mentí.
En esta ocasión las cosas empezaron de una forma distinta. El estado de
Valorous,
quien recordaba el encuentro que tuvo lugar hacía dos noches, fluctuaba entre lo nervioso, apaleado y crispado; era evidente que se hallaba saturado de tantas contiendas con oponentes tan desiguales. Aunque cansado y dolorido, Bayard dio unas palmaditas al corcel para calmarlo con sus manos enfundadas en guantes y luego se dio la vuelta hacia nosotros.
La mirada que percibí en aquel rostro no era la de un hombre condenado. No negaré que se lo veía cansado y algo temeroso, pero por debajo de la fatiga y del miedo transpiraba una seguridad que no había visto con anterioridad, y que ni siquiera habría podido imaginar.
—Si puedo defenderme contra él durante unos momentos y rechazarlo esta noche, Galen, lo venceré —aseguró Bayard—. Estoy seguro de ello.
»
Pues lo más probable es que haya un motivo por el que tenga que luchar de noche y solo. Apostaría cualquier cosa a que se trata de un motivo tan simple como los que aparecen en las viejas leyendas: no puede luchar de día porque la luz del sol le afecta y lo debilita. Las cosas de la oscuridad suelen ser así. Piensa en los primos del ogro, los duendes y los gnomos, que se esconden cuando luce el sol.
Bayard hizo mover a
Valorous
hacia la batalla, echó una mirada atrás, sonriendo mientras se ajustaba la visera del casco.
—¡Lo engañaré, muchacho! ¡Lo voy a dejar perplejo! —gritó, mientras
Valorous
salía a medio galope, guiado otra vez por una mano firme y segura; siguió al galope entrando en la oscuridad, donde la imponente figura del ogro se hallaba entre las rocas, para iniciar el juego peligroso.
Subí gateando a una pequeña plataforma que había junto al camino. Desde allí podía observar con todo detalle los acontecimientos nocturnos.
Mientras Bayard se acercaba al ogro, también montado a caballo, eché una mirada al gélido y claro cielo otoñal. Las infinitas estrellas dispuestas en espiral de la constelación de Mishakal, diosa de la curación y del saber, rodaban sobre mí. Si hubiera conocido las estrellas, hubiera captado la fuerza que me mandaba la señal.
Decidí ver qué me decía el Calantina, allí bajo la luz de las dos lunas y a treinta metros del pálido resplandor de la hoguera de Agion.
El Signo de la Mangosta.
Conocía las Danzas de la Serpiente del lejano Estwilde. En ellas se trae una mangosta en los últimos movimientos de la danza y, con rapidez, inteligencia y dientes afilados, se enfrenta al mortal ofidio al compás de las flautas y los tambores. Empecé a creer en la versión de Bayard acerca de los acontecimientos: que nos hallábamos en una historia en la que el sol saldría; en la que el ogro, debilitado, proferiría un grito espeluznante y desaparecería en medio del humo o se fundiría ante nuestras miradas.
Desde el lugar en que me hallaba, dispuesto a observar los acontecimientos, vi que Bayard se había detenido a unos doce metros del ogro, unos seis metros fuera del alcance de la red y del tridente; había un muro de rocas junto al borde de la pista.
Pero había lugar suficiente para las maniobras.
Bayard permanecía en el camino, mirando estático al enemigo. El ogro empezó a reaccionar y una enorme nube oscura se levantó del suelo, cubriendo al caballo. Parecía que acababa de surgir del centro del trueno. Tan quietos estaban los dos oponentes que un conejo apareció entre las rocas saltando a un lado del camino, se puso en cuclillas en medio de ambos y luego se retiró dando saltos, sin darse cuenta en ningún momento de que había atravesado una zona que estaba a punto de explotar en lucha de espadas, metales y sangre. Así de silenciosa estaba toda la escena.
Una vez el conejo hubo desaparecido, la tranquilidad se vio interrumpida de repente por unos ligeros movimientos. No eran de Bayard.
La mano del ogro movió el tridente con lentitud. Movió los ojos para captar la mirada de Bayard más directamente, y, mientras lo hacía, la capa de Bayard quedó izada por el viento helado como si fuera una bandera, se desprendió de su cuerpo y cayó plana como un enorme pájaro torpe sobre el suelo, detrás de Bayard.
Aun así, Bayard permaneció inmóvil. Pensé que se había convertido en parte del paisaje y que se había vuelto de piedra debido a la mirada del ogro.
El tridente iba siendo levantado gradualmente, «ofrecido», según los términos solámnicos, hasta que finalmente terminó apuntando como una lanza, con tres dientes dirigidos al corazón de Bayard.
Bayard seguía sin moverse.
Valorous
estaba inquieto y relinchó, pero la mano de Bayard lo calmó.
Pasó otro largo rato sin que hubiera movimiento alguno. Agion vino junto a mí y me colocó la mano en la espalda. Aquel fuerte abrazo me mantuvo tan inmóvil como los rivales que observábamos.
El cuervo que el ogro tenía sobre el hombro brillaba y le daba un aspecto cómico; parecía el retrato de un hechicero desgarbado. A continuación el cuervo se cubrió la cabeza con el ala, la volvió a levantar alarmado y salió revoloteando.
Un pájaro de mal agüero.
Entonces se desató la furia.
Valorous
salió a la carga y, casi a tres metros del expectante enemigo, Bayard detuvo a la bestia haciéndola girar hacia el lado izquierdo del ogro con un ruidoso patinazo.
Éste se hallaba preparado, al igual que antes, con el tridente levantado como si fuera un garrote o una porra, dispuesto a moler fríamente a palos cualquier persona o cosa que pasara por su lado derecho.
Antes de que la enorme criatura pudiera reaccionar, Bayard se hallaba sobre él blandiendo ruidosamente la reluciente espada, capaz de destruir el menor miembro del monstruo. Pero en el momento en que Bayard atacó, el ogro dejó caer el tridente y le echó la red al rostro, enredándose la espada por la parte del arco del final de la empuñadura por lo que, a pesar de atravesar con facilidad las cuerdas de la red, perdió fuerza; pudo llegar al enemigo, pero éste paró el arma con el antebrazo protegido con un pesado metal plateado.
Fue un sonido nuevo, el del metal contra el metal, distinto del de los golpes de los torneos. La armadura del ogro resonó con nitidez, como la campana mayor de una torre, haciendo que los pájaros salieran volando asustados. Me pregunté si había oído sonido similar alguna vez.
La nube que se había levantado alrededor del ogro aumentó, cubriendo al caballo y a toda la acción. Los ojos del caballo se volvieron rojos y la negra crin se agitó con brío.
De nuevo, la ventaja estaba de parte del enemigo. Bayard cabalgaba sobre un
Valorous
medio cubierto por la red y sin apenas equilibrio. El monstruo intentaba envolverlo a la vez que sacaba un puñal.
No estuvo muy bien lo que hice a continuación, pero tenía que hacerlo.
Mientras los dos luchaban con la red y Bayard se iba inclinando sobre la silla, hasta tal punto que corría el peligro de perder el equilibrio y, poco después, la vida, me separé de Agion y, tomando una piedra del tamaño de la mano, se la lancé al ogro, que como estaba de espaldas no podía verme ni a mí, ni a la piedra, ni a nada que se le acercase.
Hace algún tiempo, no mucho, tenía buena puntería con las piedras. Tenía buena reputación entre perros y roedores, criados y hermanos. Una piedra en mis manos provocaba un gran miedo a la mayoría de las especies de la casa del foso.
Evidentemente aquellos tiempos quedaban lejos, pues la piedra voló sin más consecuencias sobre las cabezas de las dos figuras combatientes a caballo, yendo a caer tras ellas, en la oscuridad, con un golpe seco.
Tomé otra piedra, ya que no tenía nada mejor que hacer. Por aquel entonces Bayard colgaba de la silla y sólo podía asirse al estribo.
Volví a fallar, tal y como era de esperar. El lanzamiento de piedras requiere gran seguridad, cosa que ahora me faltaba. Y Bayard, luchando contra una fuerza superior que obviamente iba a vencerlo al final, colgado del mismo lugar de la silla, todavía podía sujetarse mientras el ogro lo rodeaba con su caballo y tiraba de la red. Gruñó estridentemente.