—¿Guerra? Aclárame eso, Agion. ¿Qué dices de una guerra?
La gran criatura se quedó asombrada y se ruborizó.
—Posiblemente hablar, haya hablado en demasía. Ya os dirán mis compañeros lo que debáis saber. Todo a su debido tiempo.
Se fue trotando hasta una esquina del claro. Volvió a mirar hacia atrás entre las hojas, el barro y la oscuridad. El musgo y la hierba aplastados por sus cascos estaban ya creciendo de nuevo, contra toda ley de la naturaleza. La verdad es que no podía acostumbrarme a todo aquello.
—Agion, no se puede traer a colación todos esos asuntos así como así ante un desconocido y luego no hacer más mención de ello. Al menos no es lo habitual en un lugar fuera de este pantano. La gente civilizada no da indicios de los desastres. Agion frunció el entrecejo.
—Siento haber dejado traslucir tales noticias, joven señor. Pero va con mi naturaleza, pésame confesar. Ya me advierten que tanto siento las cosas que las dejo caer de repente. —Pareció animarse—. Aunque dicen que poseo un buen corazón.
¿Serían todos los centauros tan simples? Deseaba ardientemente tener unas barajas, dinero. Este era otro Alfric, sin su malicia y con dos patas más. Me tumbé de espalda en la hierba, que ya había crecido un palmo desde que fuera arrojado allí.
A pesar de lo que Brithelm había dicho en un paseo por el patio, que ahora parecía muy lejano, algunos de los rumores sobre este lugar debían de ser ciertos. Había algo extraño acerca de la vegetación que variaba y crecía bajo los pies de uno. Sólo esperaba que aquello fuera inocuo. Mientras tanto ensayé la primera de mis estratagemas, que debía ser simple, directa y eficaz, pues ¿quién podría decir que había tiempo para largas explicaciones?
—Si eres bondadoso, Agion, y parece que lo eres, quizá podrías pensar en esto. No sé nada sobre guerra alguna ni dónde está teniendo lugar o quiénes son los contendientes o cómo alejarme de ella. Aunque, claro, has acercado la antorcha a la yesca, como suele decirse. He sido separado de mi honorable amo, que, por cierto, ¿dónde se encuentra? ¿Y no sería parte de tu trabajo calmar mis pensamientos, hacer desaparecer la incertidumbre y todo lo demás?
Agion se alejó unos pasos por un sendero, bajando la cabeza para evitar las ramas de un pino bajo. Se volvió, bajó la cabeza de nuevo y regresó al claro, dejando barro y hierbajos por el suelo seco del claro. Aunque estaban arrancados de raíz, los hierbajos continuaban creciendo.
—¿Qué me dices? Tú fuiste quien mentó la guerra, Agion.
—Tampoco debería haberlo hecho, amigo. Dirigió de nuevo su mirada a un camino que llevaba al pantano y me maravillé de que pudiera llamarme «amigo», habiéndonos conocido hacía breves momentos y más cuando gustosamente hubiera vendido sus órganos a los duendes a cambio de la información que él no estaba dispuesto a revelarme.
—¿Dónde podrán hallarse? —se preguntó impaciente, agitando nerviosamente la enorme y temible guadaña.
—Calma, Agion —insistí—. Pareces un cuadro de la muerte ecuestre empuñando ese objeto. ¿Estás seguro de que éste es el claro?
—Más que cierto —contestó Agion—. Dijeron que nos reuniríamos en el segundo puesto si no había desaparecido desde que se celebró aquí consejo esta mañana y... ¡por todos los dioses! ¡De nuevo os he revelado secretos!
Se dio en la frente un golpe que a mí me hubiera dejado tonto. Tenía que ganarme su confianza rápidamente, antes de que llegaran los otros. Me puse de pie. Caminé hacia él, hablando sin cesar.
—No sé dónde estamos. ¿Qué es el segundo puesto o por qué querían reunirse aquí y no en otro sitio? Has capturado a una
tabula rasa:
no sé nada de la guerra, la razón de ella, qué maldito lado han elegido los centauros y ruego me perdones mi cada vez más indecente lengua. Pero es de lo más frustrante oír hablar sobre un acontecimiento capital y no tener remota idea...
—Estáis hablando en demasía, amigo —me amonestó Agion, levantando su guadaña con un gesto que malinterpreté, como si fuera de rabia—. Creo que os convendría descansar un momento. Recobrar el aliento. No os podré revelar nada hasta que no quede sospecha sobre vuestro comportamiento.
Sin prestar mucha atención, Agion iba cortando ramas del pino que estaba junto a él para poder pasar por allí debajo. Las ramas brotaban de nuevo.
—Y ¿de qué soy culpable, Agion?
—Espionaje, amigo. Si hubierais llevado la armadura solámnica como vuestro amigo, os hubiéramos hecho prisionero de guerra, sin más. Pero, ocultar vuestros colores, es comparable al espionaje en tiempo de guerra.
Miré con terror a Agion, quien me escudriñó de arriba abajo sin un asomo de conmiseración.
Una alondra cantó brevemente en los arbustos, a mi izquierda, estuviera la izquierda en el sur, en el norte o en cualquier otro punto. Aunque estaba escampando, la situación parecía sombría y lóbrega.
—Ay..., excúsame, Agion, pero dime: ¿cuál es el castigo que se merecen en estas tierras los espías?
—Mi gente pocas veces se entusiasma con lo dramático, amigo —se sonrió el centauro. Luego su enorme cara se ensombreció, sus cejas moteadas se hicieron una línea gruesa sobre el puente de su nariz—. Lo más normal es que ahoguemos a esas pobres almas. Los colgamos de los tobillos y los columpiamos haciendo entrar y salir sus cabezas en las albercas o en arroyos; con la cara hacia la corriente, por supuesto. Los suspendemos allí «hasta que pagan el último céntimo por sus intrigas» como dicen los mas viejos.
—No dudo de que ese uso del agua es un tanto truculento. Y a los jóvenes, ¿les corresponde esa misma suerte?
Agion confirmó con la cabeza.
—Por lo que yo sé, así es. Aunque nunca he presenciado la ejecución de un espía, fuera joven o viejo.
—¿Esto se aplica a los que en contra de su voluntad han sido arrastrados a hacer espionaje?; es decir, ¿contra aquellos que nada tienen contra los centauros, pero que se hacen espías cuando la alternativa es elegir entre eso o la muerte?
—Ya os he dicho, amigo, que nunca he visto ejecutar a un espía. Tampoco he presenciado juicio alguno en los que se deciden estos asuntos. Si he de ser sincero, no os puedo dar contestación.
—Pero quizás has oído cosas, Agion. Como qué le ocurre a quien da información en casos semejantes. Supón que alguien revelara todo sobre una red de espionaje, sobre los informadores, vigilantes y agentes entre los campesinos que viven en estas aldeas, hasta llegar a los jefes de la organización, sobre alguien a quien ya podríais haber hecho prisionero. Y supón que esta persona tan colaboradora lo hace tras habérsele prometido que su cabeza no rodará cuando lo hagan las otras o no se la sumergirá cuando a otras sí. Creo que me entiendes.
—Estoy seguro de que si os hacéis prometer una cosa por los más ancianos, estaréis a salvo —dijo solemnemente Agion—. Pero si fuerais a descubrir una red de espías, tendríais que traicionar a alguno de vuestros amigos, sin lugar a dudas. —Hizo una pausa, ladeó la cabeza y me observó con curiosidad—. En caso de que los otros dos fueran vuestros amigos —concluyó.
—¿Los otros dos? ¿Amigos? —me arrodillé, simulé coger algo del suelo, una brizna de hierba, un guijarro. Disimulaba no estar muy interesado, aunque mi curiosidad fuera grande, y estaba tendiendo mis redes sin saber cómo, con la esperanza de que Agion cayera en ellas.
—Así que ¿nos capturasteis a todos? Me refiero ¿a los tres?
La boca del centauro se puso en movimiento antes de que su cerebro se diera cuenta de algo.
—Sólo a dos, de momento. Vos y el Caballero a quien servís. Aunque ha costado más de lo pensado, en vista de que mis compañeros se están retrasando en llegar aquí. En cuanto al tercero, se nos escapó. Fue a quien vimos primero, pero en las planicies, demasiado cerca de esa casa del foso solámnica y a tal distancia que no pudimos contar con capturarlo. Así que os encontramos a vosotros dos, esperando que quizás estuvierais los tres juntos cuando prendimos al Caballero en persona, ya que el vigía que tan estratégicamente pusisteis en vuestra retaguardia descubrió vuestra posición al intentar avisaros precipitadamente.
Agion me miró sorprendido. Lo incité con la cabeza a que prosiguiera. Estaba pasmado con la noticia del tercer espía, aunque no quería que se me notara.
—Además, puede que la armadura haya sido escondida —dijo—, ya que intentamos vigilaros sólo a vosotros dos, hasta que oímos el parlamento solámnico con el grupo de milicianos. Así que tuvimos que llegarnos a vosotros para investigar sobre lo que sospechábamos que íbamos a encontrar, y así fue.
Para entonces estaba seguro de que alguien había venido siguiéndonos. Recordé los rincones oscuros de la biblioteca, el movimiento de alas negras. ¿Quién otro podría ser el tercer hombre de la historia de Agion? ¿Qué podría esperar de estos secuestradores cuadrúpedos? ¿Quién sabría qué otras formas de tortura me aguardaban?
Si en ese momento no hubiera aparecido Bayard en el claro, escoltado por media docena de centauros, habría intentado sobornar a Agion, ofreciéndole dinero, tierras, la mitad de la casa del foso, para que me condujera sin peligro hasta la casa de mi padre, ante quien había caído en desgracia y quien me guardaba un lugar de honor en la mazmorra de la torre, húmeda, oscura, infestada de matones, pero limpia al menos de escorpiones.
Era evidente que Bayard no había llegado con facilidad. Uno de los centauros tenía un brazo en cabestrillo, otro sangraba por la nariz. Tampoco Bayard tenía mejor aspecto. La parte derecha de la cara la tenía hinchada y pálida; su mano izquierda sangraba y se la sujetaba con la derecha, mano que poco podía hacer, ya que los centauros se las habían atado fuertemente por las muñecas, que estaban desolladas por las cuerdas.
Sin ceremonias los centauros lo arrojaron al suelo del claro. Luego nos rodearon a los dos. Tendido y magullado en el suelo, Bayard me sonrió tristemente y, tambaleándose, se puso de pie.
—Aquí y ahora daréis cuenta de vuestra conducta, Solámnico —exclamó uno de los centauros.
Era un ejemplar robusto, de piel oscura y curtida como un ciprés. Tenía el pelo cano, pero no sucedía como en el de Agion. Blanco por la edad y no por la cordura, con una cierta inteligencia y elegancia, la que pudiera caber en aquellas malas tierras cenagosas.
Estaba claro que aquel tipo era el líder. Parecía estar acostumbrado a recibir respuestas a sus preguntas.
Bayard presentaba el aspecto de haber sido vapuleado más allá de lo soportable. Se manifestaron lagunas en su cortesía habitual al erguirse y ponerse frente al viejo centauro.
—De mi conducta es fácil responder, Sir. Es la propia de un Caballero Solámnico al ser él y su escudero atacados por sorpresa y, puedo añadir, sin motivo, por siete seres a quienes se supone ser aliados de la bondad y de la justicia. Ésa es mi respuesta, Sir. Simple y directa, os lo aseguro. Pero cuando vuestros hombres nos emboscaron, comprendí que no nos sobraba tiempo para presentaciones.
Me pareció ver al anciano centauro sonreír.
—Así, ¿admitís —inquirió el anciano— vuestra pertenencia a las Órdenes Solámnicas?
A pesar de mis gestos, de mis carraspeos, de mis codazos en las costillas, Bayard contestó de igual manera que antes: con toda sinceridad.
—¿Admitir? No. Proclamo, Sir. A pesar de lo que hayáis oído, la Orden aún mantiene sus principios nobles y auténticos que proceden de tiempos inmemoriales. ¡Deja de darme codazos, Galen!
—Y ¿la armadura? —interrogó el viejo centauro, y sus verdes ojos salvajes hicieron que yo bajara los míos. Eran unos ojos relucientes como esmeraldas sobre un paño de cuero.
—La armadura es mía —mantuvo Bayard—, aunque me fue robada por unos días no hace mucho y fue vestida por alguien de cuyos crímenes no soy responsable. —Dicho esto, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó la respuesta del centauro.
Y sucedió lo que me temía.
—Caballero, si vuestro testimonio fuera contrastado sólo con lo oído juro por mi parte que estaría en disposición de ser indulgente. Pero está el asunto de los sátiros, y en ese tema el testimonio de mis propios ojos es evidencia y prueba contra vos. Y los ojos de mis hermanos han presenciado también vuestros desmanes.
—¿Sátiros?
Bayard me miró perplejo. Me encogí de hombros. ¿Qué podía saber yo de sátiros?
—¡Los sátiros! —prosiguió el viejo centauro—. ¡Los hombres-cabra!
Varios de sus compañeros de viaje confirmaron aquello con sus cabezas, moviendo sus crines de manera amenazadora.
Bayard se quedó boquiabierto, mas luego siguió hablando con franqueza.
—Os prometo, Sir, que no sé nada de lo que vos llamáis «sátiros». Es más, la misma palabra me es nueva. Y os juro no haber levantado nunca mi mano contra vos o contra vuestra gente, hasta ser atacado en el camino hace unos momentos.
El viejo centauro inclinó su enorme y peluda cabeza, dijo algo al oído del capitán que sangraba de la nariz, y ambos trotaron hasta el límite del claro. Dos más se reunieron con ellos al poco rato. Para alivio mío, ninguno de ellos era aquel a quien Bayard había dislocado el brazo en la reciente lucha. Cabía esperar que lo que pensaran hacer con nosotros iba a ser sometido a voto. Empezaron a discutir acaloradamente, pero no pude oír ni hacer nada desde donde me encontraba. Así que saqué de mi bolsillo el Calantina y me senté. La hierba me llegaba a la altura del tobillo y tuve que hacer un claro para lanzar los dados.
Seis y doce: el Signo de la Cabra. Me consolé pensando que la cabra sobrevive en cualquier lugar bajo cualquier circunstancia. Tuve la esperanza de que esto se refiriera a los pantanos y al cautiverio, ya que podía ver que nos quedaríamos allí una temporada.
—¿Qué pronostican tus hojas de té, Galen? —me susurró Bayard, sentándose dolorido a mi lado.
—Dicen que contar toda la verdad es una estupidez, Sir —mentí—. Pero vos me dijisteis que no creíais en el Calantina.
* * *
Los centauros que se quedaron para vigilarnos parecían estar mejor informados que nosotros mismos. Dos de ellos nos vigilaban desde lejos, nos mostraban sus estacas y sonreían con malicia. Sólo Agion seguía siendo amable, y era evidente que nadie lo escuchaba.
—No estéis afligido —me animó y cogiendo algunas de las pequeñas bayas de los árboles aeterna de ramas azules, se las metió en la boca—. Archala nunca comete injusticias.
Obviamente aquello no alivió mis preocupaciones. Sería mejor, pensé, que Archala no impusiera castigo alguno, ya que no me importaba si era justo o no siempre y cuando yo escapara intacto.