Apoyó las manos en las caderas y empezó a reír. Rió hasta que el rostro se le enrojeció y se le hincharon las venas del cuello. Empecé a preguntarme si mi hermano no estaría algo ido. Aproveché la oportunidad para liberarme de sus piernas y salir gateando hasta una mesa que había en el otro rincón de la habitación.
—Brithelm —afirmó, dejando de reír y recobrando el aliento—. Brithelm fue quien me sacó del lodo. Le expliqué que necesitaba llegar al Castillo di Caela. Le conté lo del torneo y que debía darme prisa para estar pronto allí.
»
Así que regresó a toda prisa a la casa del foso. En pocas horas estaba de vuelta con dos de los mejores corceles de Padre y provisiones para una semana. Partimos hacia el Castillo di Caela, aunque no creía tener muchas posibilidades de ganar el torneo. Sin embargo deseaba despellejarte o por lo menos ocupar tu lugar como escudero de Bayard, ya que nadie quiere a un escudero que abandona a su propio hermano hundido en el lodo.
»
Pero Brithelm, además de saber bien cómo conseguir caballos y provisiones, conoce el paso que atraviesa las Montañas Vingaard por el lado sur de Westgate. Un paso que, como bien dijo, iba a ahorrarnos por lo menos tres días de viaje.
»
Ya puedes imaginarte la sorpresa que tuvimos al verte a ti, a Bayard y a ese centauro...
—Agion.
—Qué más da. Se enfrentó a aquel ogro en la parte alta del paso. Lo vi desde lejos. Brithelm no pudo verlo pues tiene la vista defectuosa, por eso se anda tropezando por todas partes, ¿no lo sabías? Naturalmente, le dije que Bayard vencía, de lo contrario hubiera querido bajar y participar.
»
Vi que estabais dispuestos a pasar allí la noche, por lo que Brithelm y yo aprovechamos para adelantaros.
—Fue aquella noche en el campamento cuando oí tu voz.
—Sin duda es mejor dejar a tu hermano en un desfiladero viendo que tiene buena compañía, que dejarlo solo en medio del fango —filosofó Alfric—. Piensa en esa posibilidad si te sientes muy piadoso.
Me protegí detrás de la mesa.
—Ahora puedes ser su escudero, Alfric. Pues debido a una serie de acontecimientos que pasaron en el pantano y en las montañas, Bayard ya no me necesita. Lo más seguro es que quiera un escudero. Lo puedes encontrar acampado esta noche.
—Las cosas cambian, hermano —manifestó Alfric con una satisfacción maligna mientras se sentaba en la cama—. Ya no me interesa Bayard Brightblade. Llegó tarde y ha dejado de ser el campeón.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora lo es Gabriel Androctus. —Alfric pronunció exultante este nombre—. Ganó el torneo y con él la mano de Lady Enid. Está a punto de convertirse en el Caballero más importante de esta parte de Solamnia.
»
Es posible que necesite un nuevo escudero y, si es así, espero serlo yo.
* * *
Fuera de las habitaciones, los cantos de los cucos metálicos resonaban por los salones del Castillo di Caela.
Cuando desperté del breve sueño, Alfric ya había salido. Seguramente se hallaba preparando la Fiesta de la Víspera de la Boda, la gran cena que suele preceder a las ceremonias nupciales.
Se estaría vistiendo de gala para tener una audiencia con Gabriel Androctus y así preparar el terreno para ser su escudero.
Brithelm también se hallaba por alguna parte del Castillo di Caela pero no se sabía dónde. Había llegado poco después del determinante encuentro de Gabriel Androctus con Sir Prosper de Zeriak y, casi inmediatamente, empezaría a dar vueltas por el castillo para hallar un lugar tranquilo y retirado donde poder meditar.
Lo cual estaba muy bien, pues yo también necesitaba un tiempo para recuperarme.
No era posible dormir bien en estas habitaciones, con los ruidos, la música y las extrañas llamadas de los pajarracos de metal al otro lado de la puerta. Con un pájaro solamente y una casa más sencilla hubiera podido dormir hasta el mediodía. Los cucos se imponían como una moda para marcar el tiempo mecánicamente.
Eran modernos, pero no fiables. Como gran parte de los pájaros, eran fabricados por los gnomos; la mayoría no cantaban en los intervalos regulares que los artesanos prometían, o bien no daban ninguna señal, o lo hacían una vez sin parar hasta que se agotaban, o, en ocasiones, cantaban en el momento menos pensado con un sonido metálico, por lo que el oyente terminaba por desear que el tiempo no pasara o se arrepentía de haber adquirido el maldito artefacto.
Claro está que los di Caela eran demasiado antiguos y poderosos como para tener que preocuparse por el tiempo. Vivían en una mansión en la que el pasado andaba junto al presente, sin que nadie mostrase preferencia ni por uno ni por otro. Es más, eran tan ricos que en caso de tener que estar en algún lugar determinado a una hora en particular, no se iniciaba ningún acontecimiento hasta que hubieran llegado.
Los pájaros eran mera decoración y, también, un placer para recrearse los oídos, o por lo menos así lo creían los di Caela.
Pero esos sonidos no complacían al invitado. Las canciones de los cucos interrumpían mis pensamientos, que en definitiva ya estaban alterados por las cuestiones que antes o después empezaría a plantearme.
¿Por qué había abandonado a Sir Bayard Brightblade, quien menos de quince días antes me había aceptado como escudero, a pesar de los recelos de mi padre?
Cuanto más consideraba el asunto, más razonable me parecía volver con Bayard. Eché los dados, dejé que el Calantina decidiera mi suerte.
El Signo del Ciervo, que por lo que sé no tenía nada que ver con la situación.
¡Vaya!, estaba perdiendo confianza en el Calantina. Lo intenté de nuevo, esperando hallar algo más comprensible, o por lo menos que se adecuara más a mis conveniencias.
El Signo de la Rata, otra vez. Recordé la última vez que me salió, en la casa del foso.
Bien, si era así, debía salir una vez más. De nuevo la Comadreja era una Rata.
Me levanté, tomé la capa de la cama y anduve hasta la entrada de la cámara. Acerqué el oído a la puerta y escuché. Fuera, en el vestíbulo, todo parecía indicar tranquilidad. Por lo visto los cucos habían agotado la cuerda, se habían estropeado o ya estaban satisfechos por el ruido anterior, preparándose para volver a cantar en diez minutos, o en tres días, según los caprichos del mecanismo, que parecía haberse vuelto completamente loco.
Abrí la puerta con cautela y caminé hacia el vestíbulo. Pasé de puntillas junto a los centinelas disfrazados de pájaros de metal y me dirigí hacia la escalera, con la capa todavía en las manos.
El vestíbulo terminaba en un arco que daba paso a un rellano desde el cual se veía el gran salón. Según lo que dijo Sir Robert, allí se celebraría el inminente acontecimiento de la boda de su hija. Me quedé observando la escalera desde el arco.
Este era el rellano donde Lady Enid se hallaba el día anterior intentando ajustar los pájaros. Hice una señal silenciosa de despedida a la doncella, esperando que algún día, en el vestíbulo de la casa del foso, cuando le llegaran a Alfric las noticias de que su joven hermano había perecido en una tierra lejana, y que los di Caela —ambos, la encantadora Enid y su elegante padre— habían dejado caer una lágrima de condolencia, quizá se arrepintieran de no haber conocido mejor a ese joven Pathwarden, el irrefrenable Galen, la Comadreja traviesa pero de gran corazón.
Tuve que aspirar por la nariz pues casi me saltaban las lágrimas imaginando la dolorosa escena. Empecé a bajar las escaleras.
En aquel momento el pájaro de mi derecha empezó a chirriar tan fuerte y penosamente que parecía que alguien lo estuviera destrozando. Me sorprendió tanto que me di la vuelta y le eché la capa por encima. El animal seguía moviéndose debajo de los pliegues grises y sus gritos quedaron amortiguados pero no cesaron. Eché una mirada al corredor en dirección a mis habitaciones y luego a las escaleras que tenía adelante.
Enid se hallaba abajo, con la blanca mano apoyada en la baranda y me miraba con aquellos ojos oscuros, invadida de curiosidad y regocijo.
—No le deis a los mecanismos, muchacho —dijo tranquila—, pues haréis que suenen aún peor. Aunque en el caso de este que habéis cubierto con la capa —añadió mientras subía las escaleras—, ya es muy difícil que lo podáis estropear más.
Olía a lilas y a tiempo perdido.
—A éste se le ve un poco... —reencontré la voz que se me había escabullido arriba en el vestíbulo— chillón, Lady Enid. Pero los demás, si puedo atreverme...
—Son odiosos —replicó riendo, era una alegría musical que no tenía nada que ver con el sonido discordante del cuco cubierto—. Creo que si Madre viviera, seríamos felices sin vernos acosados por esas escandalosas piezas de latón, sin que importara que fueran una parte tan querida de la tradición de los di Caela. No se puede confiar en el gusto de un hombre por el sonido o el color, pues tanto en un caso como en el otro lo llamativo es lo que más le place.
Pasó junto a mí en el escalón en que me hallaba y retiró la capa del cuco, que seguía chillando y chirriando histéricamente. Tomando la base del columpio, manipuló algún botón o artefacto y al fin el pajarraco se quedó callado y silencioso.
—Ya debéis de conocer todo lo relativo a las tradiciones familiares, perteneciendo al mundo solámnico y todo eso —dijo Lady Enid, tomándome del brazo y conduciéndome por la escalera sumergido en una nube de lilas y luz—. ¿No os parece un poco molesta esa obsesión por los linajes y las ceremonias?
No podía hablar, con tanto brillo como tenía sobre el brazo.
—Me refiero a que cada gesto forma parte de una oscura tradición solámnica, cuya transgresión acarrea un castigo tan terrible como perder la cara, lo cual es espantoso, desde luego; claro que no tan mortífero como lo que hacen los Caballeros.
Entonó otra de sus risas musicales y noté un gran calor en el rostro.
—Os pido que me perdonéis, señor. Me estaba olvidando de que os estáis preparando para ser Caballero y, probablemente, esos asuntos tan serios os merecen gran respeto.
—¿Caballero? —Me quedé parado en el escalón.
—¿No sois el escudero de Sir Bayard Brightblade?
—Sí, sí, claro. Perdonadme, Lady Enid. Me había distraído admirando la belleza de este castillo.
Y la de la dama del castillo. Tanto, que me olvidaba de mí mismo, y de adonde iba, entre otras cosas. ¿Adónde me estaba llevando?
—Un hombre atractivo, ese Brightblade. Lo vi llegar desde las ventanas de mis habitaciones. Apostaría a que es un excelente espadachín.
—Uno de los mejores —afirmé—. Si admiráis ese tipo de cosas en un hombre.
—Ojalá todavía tuviera decisiones y elecciones por hacer —replicó Enid desolada. Luego se animó de repente y su rostro recobró el brillo habitual mientras señalaba uno de los cuadros de la pared—. Mariel di Caela. La tía de mi abuela.
—Preciosa —respondí automáticamente.
—Está bien que la Orden les enseñe educación a los muchachos, Galen, pero no hay necesidad de hacer ostentación de ella en estos salones. Miradle el rostro: un búho. Un semblante que sólo un gnomo podría amar.
—¿La conocisteis?
—Murió cuando yo era una niña. Seis meses antes de mi nacimiento se encerró en el piso más alto de la torre que da al sudoeste. Es la más alta y no tiene más ventanas que las que dan a la muralla. Se encerró con sus gatitos, una docena. ¿Os podéis imaginar tanta piel suelta en el aire? Abuelo era
el
di Caela por entonces: el señor de este castillo. Le permitió hacer todo lo que quería, a pesar de que es una tradición que los hombres di Caela tomen todas las decisiones por las mujeres, hasta que envejecen...
Lo dijo con cierta amargura y presté más atención.
—Sin embargo, por aquel entonces ellos las dejaban hacer todo cuanto deseaban, lo que en aquellos tiempos representaba hacerles la vida imposible a los hombres que las habían limitado durante tantos años.
»
Ya cuando nací, tía Mariel se negaba a comer y, siendo tan dominante como era: recordad que llevaba el peso de medio siglo sin posibilidad de tomar decisiones, medio siglo siguiendo sin objeciones las tradiciones familiares de los di Caela, tampoco dejaba que alimentasen a los animales. La devoraron sus propios gatos.
»
Después de una semana de ayuno, los guardias se quejaron del silencio de tía Mariel. Se extrañaban de que ya no les dejara órdenes e instrucciones por debajo de la enorme puerta de la habitación de la torre.
»
Conducidos por Padre, los guardias intentaron abrir la puerta y tío Roderick, que murió al poco tiempo, pero eso es otra historia, les indicó que forzaran la cerradura. Tuvieron que destrozar la puerta; el resto... —dijo con una cruda sonrisa—, ya os lo podéis imaginar.
—¿Era eso también parte de la maldición?
Me arrepentí enseguida de lo que acababa de preguntar, pero Enid no mostró señal alguna de sorpresa.
—Quizás indirectamente. No lo había pensado. Aunque todo lo que ocurre aquí se justifica con la maldición, Galen. —Inclinó la cabeza y me sonrió con curiosidad—. Parece ser que sabéis bastantes cosas de la maldición de los di Caela.
Me hallaba tan impresionado por la sonrisa que no pude responder.
—No importa —dijo resuelta—. Supongo que todos los Solámnicos lo sabrán cuando el viejo Benedict vuelva.
—¿Así que es la misma persona en cada generación?
—Nadie tiene la más remota idea. Parece que ésta es una maldición mejor, si es que la hay. Pero ya sea siempre el viejo Benedict, o uno de sus descendientes, o alguien que no tenga nada que ver con él, se supone que esta generación será muy importante. Por eso Padre organizó el torneo. Quería que me casara con un Caballero formidable antes de que la maldición volviera a llegar.
Moví la cabeza reafirmando lo que decía, a pesar de que en realidad no sabía cómo funcionaba la maldición, o bien cómo Sir Robert se imaginaba que funcionaba.
Salimos del rellano y entramos en un salón que había a la izquierda. A medida que caminábamos, la torre parecía cada vez mayor, constituía todo un mundo.
Mis pensamientos se desplomaban a cada paso.
—Asi que fue ese Gabriel Androctus el que triunfó. Gabriel Androctus, el Caballero de la Espada. Un título muy altisonante, pero, si queréis saber la verdad, es un Caballero que me parece algo defectuoso —continuó Enid. Me indico otro salón a la derecha que tenía una hilera de ventanas a un lado y enormes estatuas de mármol al otro—. Los primeros seis padres de la familia di Caela.