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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (44 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Apreté las rodillas contra sus flancos y me agarré con tanta fuerza a sus crines que empezó a relinchar y a cabecear. Luego aflojé, pero no mucho, pensando que aquella corriente podría llevar hasta el Alcázar de Thelgaard el cuerpo de un muchacho ahogado.

En medio del río, las aguas se hicieron más peligrosas. Estaban arremolinadas y llevaban una gran velocidad. Al llegar a este punto nos arrastraban con más fuerza e insistencia.

Una de las mulas de atrás rebuznó con estrépito. A pesar de la dificultad que ocasionaba la lluvia, pude ver cómo se desprendió un paquete de su lomo, llevándoselo la corriente, y cómo el muchacho de los dientes separados intentó recuperarlo sin éxito.

—¡Me caigo! —gritó. Y se lo tragaron las aguas.

—¡Brithelm! —chillé frenéticamente al ver que el muchacho pasaba junto a mi hermano corriente abajo.

Mi voz sonó débil, aguda y cobarde entre aquel fragor de las aguas. Casi me sentí avergonzado por haber gritado, pues alguien sacaría a aquel zopenco del agua. Entonces, una crecida se vino hacia nosotros y me tiró de la yegua.

Estuve colgando de la silla, puesto que el tobillo se me había enredado en el estribo, y di vueltas en todas direcciones. Pero no hubo manera de poder desengancharme y de vez en cuando sacaba la cabeza a la superficie intentando tomar aire y escupir el agua que me iba tragando.

Hice gestos desesperados con los brazos, recordando a la gente que había visto en circunstancias similares, con la esperanza de que imitando aquellos gestos podría controlar la situación y vencer a la corriente que me llevaba hacia la muerte segura. Estuve varias veces bajo el agua y, pensando con rapidez, recordé las leyendas que hablaban de sumergirse por tercera vez.

¿Cuántas veces habían sido ya? ¿Seis?

Otro golpe de agua llegó hasta mí.

¿Siete?

Entre el agua del río pude divisar por encima de mí una gran mano, que estaba extendida en el aire. Intenté agarrarme a ella desesperadamente, saqué la cabeza del agua un momento, lo suficiente como para oír gritar a Ledyard:

—¡Agárrate, muchacho!

Luego sentí la oscuridad y el verde blancuzco del agua, y tuve la sensación de ser arrastrado por la corriente e ir a la deriva.

*

*

No se estaba tan mal, allí flotando. Era como si por un momento hubiera emergido de un sueño profundo e inmensamente satisfactorio, o como si volviera a tenerlo. No estaba muy seguro de ello, y pronto dejé de hacer cabalas acerca de qué se trataba.

¿Sería aquello lo que veían los peces al mirar hacia arriba?

La luz, ¿era primero verde y luego dorada, allí donde llegaba el sol?

¿Sería aquélla la última visión de los ahogados antes de enredarse en las algas y quedarse fríos?

Aquello no me preocupaba, me tranquilicé y gocé del movimiento y de la luz, preparándome para olvidar todo: a Enid y a Dannelle, a mis hermanos, a Sir Robert...

... Y a Bayard, que fue quien me sacó por el pelo de la corriente y me hizo ver la fría e hiriente luz brillante. Me costó tanto llegar a respirar que me mareé y vomité.

Me echó cruzado sobre la silla, dándome golpes en la espalda y estuve echando agua durante lo que me pareció una hora.

Fuera del agua, en tierra firme —donde el viento era lacerante como las obligaciones y el pensar mucho—, me olvidé de la corriente y de los peligrosos sueños del río. Bayard me depositó con cuidado en la orilla sur del Vingaard: pensé en Sir Robert, en las Damas di Caela, en mis hermanos, y recordé a Bayard, que me había sacado del agua y me había salvado.

Recordé al resto de la expedición, de la que habíamos perdido la mitad en el río.

*

*

En la parte situada más hacia el este del río Vingaard hay, en medio del cauce, una corriente mucho más poderosa que la habitual, perdición de los barqueros y de aquellos que intentan cruzarlo sin tomar ningún tipo de precauciones.

«El Rápido de Vingaard», lo llaman los barqueros y, cuando pueden, se defienden de él poniendo todas las barcas juntas haciendo como una gran gabarra, incluso echando el ancla cuando el Rápido alcanza proporciones extraordinarias.

No hay profecía que lo mencione, ni forma de predecir cuándo acabará. Pocos tienen conocimiento de ello, si se exceptúa a los que se ganan la vida en el río.

Sucedió que al Rápido se le ocurrió crecer en el momento en que cruzábamos el río, y tiró a muchos de nosotros de las sillas y nos dejó a merced de las aguas. Un momento más tarde de que Bayard me salvara, el voluminoso Sir Ledyard pasó junto a nosotros debatiéndose en el agua.

—Cuando acudí en su ayuda —concluyó Bayard con voz trémula por falta de aire, fatigado tras la lucha y con pesar profundo y perturbador—, no quiso darme la mano; apartó el brazo, Galen, diciendo que éramos nosotros los que teníamos que salvarnos; que ya se las arreglaría él solo cuando llegara río abajo.

Alguien junto a Bayard comenzó a llorar. Brithelm, sin duda, aunque no podía verlo muy bien, pues el agua y los recuerdos de mi inmersión cubrían mi rostro.

—¿Sir Robert? ¿Sir Ramiro? —pregunté.

—Han salido con la esperanza de encontrar un banco de arena, un tronco de árbol, algún sitio donde puedan estar nuestros amigos.

—No tenemos muchas esperanzas, Galen. A estas horas estarán gozando de las extensas llanuras de Solamnia. En el país de los valientes, de los inocentes. ¡Que Sir Ledyard encuentre los mares!

—¡Que Huma los reciba a todos en su seno! —exclamó una voz familiar detrás de Bayard.

Alfric estaba junto a mi protector.

—Ésta es la única que está seca, Comadreja —dijo, al mismo tiempo que me cubría con una manta de lana tosca.

No me importa decir que lloré un poco después de regresar Sir Robert tras buscar infructuosamente río abajo. El Rápido se había cobrado una buena docena de los nuestros, con sus monturas, armas, armaduras y todo lo demás, llevándoselo todo en su negra y poderosa corriente. «Allí se mezclaban los cuerpos, las mantas y los gritos desesperados», me dijo Sir Ramiro cuando retornó de la búsqueda cubierto de barro y de algas. Algunos escuderos y Caballeros habían sido arrastrados hacia el sur, perdiéndolos de vista.

Bayard tenía razón. No cabía esperanza de encontrarlos.

Lloré por Ledyard, a quien nunca llegaría a conocer bien; por aquella docena de hombres que se ahogaron con él; y por el muchacho rubio de dientes separados a quien hacía unos momentos deseé, sin pensarlo e infortunadamente, todo tipo de desgracias.

Pensé si aquello también podría ser obra del Escorpión, si tendría en sus manos las riendas del río, si podía hacer que el Rápido del río se levantara en el momento que él lo deseara.

Nos esperaba un buen camino bajo la lluvia, y nuestro destino, Chaktamir, iba a ser difícil.

Sir Robert, destrozado, estaba sentado junto a mí, escuchando el tañido metálico de las armaduras que recordaban a los desaparecidos. Había llegado la hora de la tristeza.

—Es demasiado pronto, lo sé —comenzó a decir—. Todos estamos afligidos por la desgracia, todos seguimos... embargados por lo ocurrido esta mañana.

»
Pero hay una vida que depende de nuestra rapidez, de nuestra determinación, de nuestro conocimiento de los caminos. Recordad que Enid posiblemente esté allí. Debemos volver a emprender la marcha antes de que algo terrible le suceda en tierras del este.

»
Recobrad el ánimo. ¿Hacia dónde encaminaremos nuestros pasos?

Tenía la mirada puesta en el este, y por detrás nos llegaba el sonido de las rápidas aguas del río. Delante, se extendían las llanuras de Solamnia, que se adentraban en el quebrado país de Throt, y todos aquellos caminos, senderos y ríos: el Escorpión podía haber tomado cualquiera de ellos con su valioso botín.

Elegimos uno, el que conducía sin rodeos al paso de Chaktamir. Bayard se incorporó en sus espuelas, y protegiéndose con las manos de la luz, descubrió en el horizonte del este las copas de unos castaños que parecían un hito en el camino.

Con el bosquecillo como guía, nos dirigimos hacia el este a marchas forzadas. Bayard se volvió y reunió al resto de la expedición.

—Desde aquí nos dirigiremos al sudoeste. Debemos llegar al final de dos caminos, hasta alcanzar un campo de trigo. Desde allí seguiremos por otra carretera que nos conducirá hacia el este, con la carretera de Throtyl a la izquierda y las montañas a la derecha.

—¿Y llegaremos pronto a Chaktamir? —preguntó impaciente Sir Robert.

Parecía como si Sir Robert conociera poco de las tierras que se hallaban al este de sus dominios. Bayard se nos acercó malhumorado, moviendo la cabeza.

Habló cortés pero con frialdad, desde
Valorous.

—Debo decir que el paso se encuentra a cinco jornadas si cabalgamos sin detenernos, Sir Robert. Pasado mañana cruzaremos el Barranco de Throtyl y llegaremos a Estwilde. Luego, dos días más hasta llegar al punto donde se bifurca la carretera en dos. Una de ellas, la que va hacia el sur, lleva a la Morada de los Dioses y a Neraka, y la que se dirige al este conduce hasta el mismo paso.

»
Llegaremos a las Montañas Khalkist y, sin abandonar esa misma carretera, subiremos sin desviarnos durante un día hasta que lleguemos a Chaktamir, que se extiende por las tierras altas que en un tiempo pertenecieron a los hombres de Neraka, pero que ahora no pertenecen a nadie.

»
Allí, Sir Robert, nos estará esperando el Escorpión. Y allí también hallaremos a vuestra hija. Hago votos para que esté indemne.

Acercándose, los dos hombres intercambiaron algunas palabras en privado.

Alfric estiró el cuello para intentar enterarse de lo que decían. No oyó nada, por supuesto. Al querer sentarse bien en la silla, lo venció el peso de la armadura y se cayó, dando con el rostro en aquel terreno rocoso. Brithelm ayudó a incorporarse a mi ruborizado hermano, a la vez que éste empezó a acribillar a Bayard a preguntas.

—¿Cómo sabéis todo eso?

—Estuve en Chaktamir hace diez años...

—¡Escuchad lo que dice! ¡Ha estado en Chaktamir! —exclamó Alfric satisfecho—. ¿Le oísteis decir eso, Sir Robert? Pues ahora os pregunto: ¿por qué, en nombre de Paladine, nos dejaríamos guiar por alguien a quien le son tan familiares estos lugares recorridos por el Escorpión?

Ramiro, riéndose, dijo desde el caballo, que ya estaba acostumbrado a sufrir por su peso:

—Joven Pathwarden. Yo mismo he estado ya dos veces en Chaktamir. ¡Quizás esté planeando una conspiración que ignoramos!

—¿Cuál es tu problema, Alfric? —le preguntó Bayard con calma, pasando la mano por la crin de
Valorous,
quitándole el barro y las briznas de hierba.

—Desde que dejamos el castillo —bramó Alfric—, siempre hemos oído decir a Bayard: «haced esto», «tomemos este camino». Cuando rescatemos a Enid, estoy seguro de que querrá desposarse con vos, teniendo en cuenta que sois el único a quien Sir Robert permite tomar alguna iniciativa.

—¿Eso te preocupa, Alfric? —preguntó Bayard, serena y peligrosamente, tanto que al oírlo me encogí en la manta de lana que me habían dado pues pude ver en sus ojos grises que Alfric había entrado en el centro de una magnífica y poderosa tormenta—. ¿Eso te preocupa, aun después de haber perdido a catorce de los nuestros en el río a causa de la corriente?

»
Pronto tendrás algo que hacer, Alfric —declaró Bayard con indiferencia—, y mucho antes de lo que esperas. Puedes apostar lo que quieras. Nuestro enemigo ya nos está observando.

Bayard señaló con la mano un punto que no estaba muy lejano, allí donde se veía un castaño inclinado, desnudo y moribundo, en medio de las llanuras grises y encharcadas de lluvia.

En la rama más alta se había posado un cuervo.

* * *

Dos días más tarde pasamos por el Barranco de Throtyl, un terreno tan rocoso y desolador como el este de Coastlund: llanuras, siempre llanuras que se sucedían elevándose gradualmente desde las fértiles vegas del río hacia el oeste, hasta donde el país se cuartea como la cara de una luna vista con los lentes de un astrónomo, o como un paisaje devastado por el fuego.

Así cruzamos, guiados por Bayard, esa desolada región de negra roca volcánica, manteniendo un ritmo más lento a causa del terreno y también porque el accidente en el río había dejado a nuestras mulas y caballos maltrechos y nerviosos. Se encabritaban, coceaban, mordían y relinchaban constantemente en aquellas largas horas de nuestro viaje.

No eran los únicos que estaban cansados y descontentos. Todos y cada uno de nosotros habíamos sido afectados al vadear el Vingaard.

Bayard y yo encabezábamos la marcha siguiendo un camino que apenas se podía ver entre las rocas que reflejaban la luz. Bayard, de vez en cuando, comentaba algo con Sir Robert, que venía detrás. Luego seguían Ramiro y Alfric. Este último iba encogido en la silla, como esperando que en cualquier momento le cayera encima una lluvia e flechas. Y Sir Ramiro cada vez estaba más descontento con la cobardía y fanfarronería de mi hermano. Brithelm se hallaba en la retaguardia y, en varias ocasiones, para pesar de Sir Robert, tuvimos que detenernos y enviar a Ramiro en su busca, por lo mucho que se había retrasado. En una de ellas, el Caballero sorprendió a Brithelm observando apaciblemente los pájaros y, en otra, Brithelm se había detenido para levantar una piedra y examinar de cerca la vida de los insectos del Barranco de Throtyl.

En una tercera, Ramiro lo halló sentado en medio del sendero. Al pasar por debajo de un árbol, una rama lo había tirado al suelo por haber entrado en trance mientras iba meditando.

A veces Bayard me ayudaba a guiar a la bestia de carga, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba examinando las rocas para no perder el sendero. Cuando así sucedía, desmontaba y, una vez recuperado el camino casi imperceptible en aquel terreno volcánico, volvía a montar.

Los únicos pájaros que se veían por allí eran depredadores y carroñeros. Los escasos árboles, pinos, piceas y castaños, no podían hundir mucho las raíces en aquel terreno rocoso, por lo que crecían ladeados y doblados en aquel patético paisaje.

—El país de los halcones —dijo Bayard entre dientes, mientras con gran maestría hizo que
Valorous
rodeara a la yegua de carga y la llevara de nuevo al sendero—. Pocos animales llegan hasta aquí, y los que hay se matan entre sí por la simple razón de que no hay nada más que atacar en este lugar.

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