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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (41 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Sin mediar palabra, me arrastró por el cuello hasta la parte inferior de la torre, bajo el ventanal de Enid. Allí me mantuvo a distancia de su brazo, metido en medio de un ruiseñor recortado en un junípero, una cosa bastante grande y algodonosa que se hallaba debajo de uno de los perales más grandes.

Me refugié mientras Alfric se quedó en medio del claro, donde se le podía ver parcialmente, romantizado por la luz de la luna y de las sombras. Se quedó allí durante un largo minuto, mientras yo estaba escondido, hasta que me di cuenta de que estaba esperando que Enid se asomara a la ventana.

—No se va a asomar, Alfric, hasta que le hagas notar tu presencia.

Carraspeé y tosí cuando volvió a agarrarme por el cuello, teniéndome suspendido entre las ramas.

—Volved a vuestra ventana, mi señora —susurré.

—¿Qué?

—«Volved a vuestra ventana, mi señora», éste es el primer verso. —Me así a una rama que había en medio del matorral y, poniendo parte de mi peso en ella, me liberé ligeramente de la presión del cuello.

—No entiendo —murmuró Alfric, y con una mano me volvió a estrechar entre ramas y hojas mientras que con la otra se rascaba la cabeza.

—Me pediste un poema, Alfric. Te estoy ofreciendo el primer verso.

—Se me había olvidado.

—Volved a la ventana, mi señora, ¡maldita sea!

—Volved a la ventana, mi señora, ¡maldita sea! —repitió a voz en grito bajo la ventana de Enid.

Hubo silencio. Un débil destello de luz apareció al final de la recámara iluminando las ramas superiores del árbol. Alfric me lanzó una mirada, esperando el siguiente verso. Me columpié un poco y lo compuse rápidamente. —Mientras el jardín danza a la luz.

—¿Qué?

—El segundo verso —le expliqué—. «Mientras el jardín danza a la luz.»

—¿Crees que querrá que le hablen del jardín? —musitó Alfric—. Lo que les gusta a las doncellas es que hablen de ellas.

—Aguarda un minuto, hermano —contesté, liberándome de su mano y manteniéndome como pude sobre las ramas del ruiseñor—. Mientras tanto, tienes que preparar el ánimo. Es lo que los poetas llaman «crear ambiente».

Alfric miró dentro del matorral-pájaro, observándome durante un buen rato, desconfiando de lo que le decía. Volvió a la ventana y dijo en voz alta:

—Mientras el jardín danza a la luz.

Un sonido apagado descendió desde la ventana.

¿Risas? ¿Quién podía afirmarlo?

Me concentré durante un momento de silencio y luego le soplé a mi hermano:

—Mientras la luna vuela baja en el cielo vespertino, traída en volandas en manos de la noche.

—¿Qué?

—¡Por Huma, Alfric! Abre bien los oídos y escucha bien lo que te digo. No son versos como los de Quivalen Sath, pero sirven como romanzas para ser recitadas en un jardín esculpido.

Volvió la cabeza y, mirando la ventana, dijo en voz alta:

—Mientras la luna baja al atardecer, y no sé qué pasa por la noche.

No creí que el verso fuera malo, pero era puro veneno en la versión que le dio Alfric.

—¡Magnífico, Alfric! —lo animé—. Eso es espléndido. No podrías ganar a Lexine, la hija del cocinero, con una demostración de oratoria como ésta.

Súbitamente, desde lo más recóndito del aposento de Enid, que estaba encima de nosotros, nos llegó un grito fuerte y horripilante, lleno de desesperación. Después, se hizo un terrible silencio en la torre, y en el huerto.

Aturdido, Alfric me sacó del ruiseñor. Nos miramos con esa expresión estúpida de dos niños que han roto algo, a la espera en medio del desastre e intentando pensar algo asi como: «¿Puedo confiar en que podamos conspirar en silencio?» o «¿Es lo bastante tonto como para que le pueda echar la culpa».

Quedamos observándonos en medio del inmenso silencio que se hizo en los matorrales y en la sombra que nos envolvía. Las aves del huerto, que no habían parado de cantar con la poesía de Alfric, se callaron al oír el grito.

De arriba nos llegaron ruidos de movimientos, conmoción y, en medio de todo ello, gritos continuos.

Me dirigí a la muralla de la torre con la intención de escalar, de saltar dentro de la ventana de Enid...

Pero mi hermano me refrenó. Me metió dentro del matorral de la alondra y luego entró él.

El pájaro nos engulló, a mi hermano y a mí, justo en el momento en el que la ventana de Enid se cubrió de sombras. Ocultos bajo las alas del matorral, observamos paralizados cómo una masa de oscuridad salió de la gran ventana de la torre y cómo se deslizó velozmente muro abajo.

Atravesó el patio rápida, bajo la luz de las lunas, pero ni el menor reflejo rojo o blanco pudo penetrar en su espesura y opacidad. Tenía la superficie salpicada de pústulas, como montículos de cera derretida y enfriada con agua.

Escuché gritos y creo que procedían de su interior.

Luché con las verdes y aromáticas ramas que me envolvían, intentando volverme a liberar de mi hermano, entrar deprisa en la torre y rescatar a la damisela en peligro, como cualquier buen Caballero en cualquiera de las viejas historias estaría obligado a hacer. Pero Alfric no hizo sino apretarme contra él, sacó de nuevo el puñal y me lo colocó junto a las costillas. Era estimulante no sentirse el más cobarde de los Pathwarden.

En la luz mutante de las lunas, vi cómo la sombra se movía rápidamente hacia la verja, con lo que dos guardianes empezaron a gritar y moverse a la misma velocidad intentando cortarle el paso.

La sombra los aventajó en rapidez, como si la guiara algo en su interior y la impulsara con un sentido creciente de tenacidad y de urgencia. Los golpeó con un sonido húmedo y agudo, y los guardias cayeron al suelo.

No es posible describir sus gritos.

Entonces volví a oír los gritos. Llegaban en cascada desde la ventana de arriba, aunque ya no era un grito ahogado sino que parecía amortiguado, como si la persona que estaba chillando se encontrara muy apartada y la voz llegara retardada desde un lugar muy lejano.

Gradualmente la sombra fue perdiendo tamaño, pasó junto a la verja en dirección a los muros exteriores del castillo y, desde allí, rodó hacia las planicies sin rumbo determinado.

—¡Alfric! —exclamé, pero detrás no había más ruido que el crujir de las ramas que se rompían mientras una figura grande y desgarbada huía a zancadas sollozando en medio de la oscuridad—. ¡Maldita sea! —murmuré, y fui detrás de mi hermano. Los gritos del piso superior me detuvieron.

Cuando lo recordé, hice la tontería mayor de mi vida, por lo menos hasta aquel momento, pues ayudar al Escorpión a robar la armadura parecía un acto genial comparado con lo que iba a hacer.

Me encaramé a las ramas de la parra que adornaba el muro de la torre y subí hasta la ventana de Lady Enid. Una vez allí, tomé ímpetu y salté al interior por encima del alféizar.

Dannelle di Caela estaba chillando y llorando sobre la cama, con la mirada ida de horror. Entonces supe que a Lady Enid la estaban sacando del Castillo di Caela y la llevaban hacia las tinieblas, hacia no sé qué horripilante destino y no sé por qué razón.

Pero sabía que, en alguna parte, en los días venideros, el Escorpión cumpliría con su amenaza mortal.

Fue todo lo que pude hacer para llegar al rellano de la torre del sudeste y subir las escaleras que la rodeaban por el exterior. Subí, deteniéndome dos veces para recuperar el aliento, tres veces, pensando cómo Mariel di Caela pudo llevar a tantos gatos a aquella altura. Invadido por un sentimiento de desesperación que iba en aumento, pues sabía que, a pesar de subir a una torre descubierta, no vería lo que tan ardientemente deseaba ver.

Casi estaba en lo más alto de la torre del sudeste cuando la escalera de caracol me llevó hasta donde pude ver los páramos orientales del castillo: me puse de puntillas, entorné los ojos y oteé los límites del horizonte.

Allá, la luz roja de Lunitari iluminaba una sombra negra que se movía velozmente hacia el Barranco de Throtyl. Y más allá, hacia donde sólo los dioses sabrían.

TERCERA PARTE:

«Hacia la Guarida del Escorpión»

«Nueve después de dos, el Signo de la Lechuza,

el viejo vigilante, el que lo ve todo,

navegante en la confusa noche,

donde los países arden y desaparecen, nunca existieron.

Ve lo que hay delante, ve lo que hay detrás,

donde lo posible fluctúa en la lumbre.»

El Calantina, II, IX

16

Dannelle di Caela

Sólo supimos lo que había ocurrido cuando el guardián del Castillo di Caela se precipitó dentro de los aposentos de Lady Enid y encontró inconsciente a la encantadora Dannelle di Caela, quien, una vez recuperada, contó cómo sucedió el misterioso rapto.

Las dos, Enid y ella, se hallaban delante del antiguo tocador, ridiculizando el fracaso de Gabriel Androctus, descrito por Enid como «alguien que tenía todo el atractivo de un enterrador». Entonces, una nube, como una sombra, apareció delante de la chimenea ocultando la luz del fuego.

—Al principio pensamos que la chimenea no funcionaba bien —dijo Dannelle muy afectada aún. Estaba rodeada de ayudantes y acomodada entre almohadas—. Le sugerí que algo le ocurría a la leña, ya que desconozco todo lo concerniente a chimeneas. Prima Enid se llegó hasta el hogar, se recogió un poco la falda y no me hizo caso alguno cuando le dije que no se acercara tanto pues el humo de las cenizas le estropearía el vestido, y también la tez. Pero ya se sabe cómo es prima Enid.

»
Se aproximó aún más a la lumbre y, de repente, desapareció completamente. Pude oír cómo peleaba y gritaba en la oscuridad y, sin dudarlo, acudí en su ayuda... Pero aparecí maniatada y amordazada encima de esta cama. No puedo asegurar cuánto tiempo había pasado cuando de nuevo oí cómo se debatía y gritaba, esta vez junto a la ventana, por lo que debió de ser poco rato.

»
Intenté desesperadamente quitarme las cuerdas que me sujetaban las muñecas y la mordaza para pedir ayuda, pero juro por mi vida que no pude hacer nada y..., bueno, no tengo ganas de seguir hablando.

De pie, junto al antiguo tocador, lejos de donde se encontraba echada Dannelle, escuchaba la conmovedora historia. Me embargó un sentimiento de vergüenza cuando oí a Dannelle decir que acudió a ayudar a su prima y, más aún, al recordar que me oculté entre los arbustos cuando vi aquella sombra descolgándose por la muralla.

Robert di Caela y Bayard estaban junto a Dannelle, escuchando sentados en sillas de altos respaldos, atentos y preocupados. Brithelm se hallaba junto a la ventana famosa, con Sir Ramiro de Maw y Sir Ledyard. Alfric había desaparecido.

Cuando terminó de contar la historia, los hombres se miraron conmovidos durante un largo rato. El rostro de Robert di Caela estaba perturbado y la cólera y los temores recorrieron aquel noble semblante como escorpiones sobre un tronco negro o como una nube negra que pasa por la muralla de una torre. Pero no había tiempo para que las emociones nos dejaran inactivos. Así que fue el primero en hablar:

—Alguien se ha llevado a mi hija, Huma sabrá dónde. El problema que tenemos que solucionar no puede ser más claro: ¿cómo podemos salvarla?

Brithelm se volvió desde la ventana. Bayard se apoyó en la silla y cruzó los brazos. Ambos mantuvieron silencio, nerviosos ante el patriarca di Caela. A mí me ocurría también algo parecido, observándolos desde donde estaba junto a la chimenea.

—Ha tenido que suceder ahora —empezó a decir Sir Robert—, en estos tiempos de incertidumbre.

»
Hace escasamente un mes, recibí noticias de que Bayard Brightblade tomaría parte en el torneo. Las recibí con alegría convencido de que sería el elegido para desposar a mi heredera, tal como señala la profecía; por eso me regocijé.

»
Y ahora quien reclama heredar el título y las posesiones lo hace con... autoridad. Vencedor en el torneo, merecedor de mi hija Enid y de las posesiones de los di Caela, se presenta además llevando el nombre que es la causa del infortunio de mi familia, aunque trayéndolo de forma más terrible y oscura de lo que pudiera sospechar.

Bayard se acomodó en su asiento, suspiró y esperó a que Sir Robert acabara de hablar.

—Al menos esta pobre jovencita no ha sufrido daño —me atreví a intervenir, señalando a Dannelle.

Me sonrió, aunque sin entusiasmo.

—Gracias, Galen Pathwarden —dijo ella con voz trémula—. Sois muy cortés. No olvidaré —continuó Lady Dannelle amablemente— que fuisteis el primero en acudir cuando corría peligro.

Me quedé atónito al oír aquello.

—Fue un placer —conseguí articular, y Sir Ramiro, que estaba junto a la ventana, apenas pudo contener una sonrisa. Le lancé una mirada de odio encendido. Al notar mi desazón, Bayard habló:

—Señores, creo que quedan todavía muchas piezas por encajar para tener la historia completa. Sería conveniente que nos reuniéramos en otra parte, donde el tiempo y la tranquilidad fueran nuestros aliados, para poder así pensar con claridad sobre este grave acontecimiento. Queden médicos y criados al cuidado de nuestros seres queridos y nosotros reunámonos y razonemos, señores. Tendremos que ponderar nuestras estrategias.

*

*

Y así lo hicieron, en el gran salón del alcázar, adonde llegamos después de haber caminado por docenas de pasillos, y habiendo tenido que cruzar un grandioso puente de piedra que daba a un jardín interior donde Sir Robert cultivaba plantas exóticas, cuya dulce fragancia me cautivó. También pasamos por las zonas privadas, en las que había estatuas que representaban a los di Caela y pudimos oír el sonido de los pájaros mecánicos. Al final bajamos las escaleras que nos condujeron a la planta principal y al gran salón.

Allí debatimos sobre dónde podría haber llevado el Escorpión a Enid. Estuvimos sentados alrededor de las mesas que habían relucido iluminadas con candelabros y armaduras hacía sólo unas noches. Creo que se mencionaron todos los lugares que uno se podía imaginar en aquella extensa superficie de Krynn durante la hora que estuvimos reunidos. Sin embargo, ninguno parecía ser el apropiado y, la verdad sea dicha, no pude prestar ninguna atención a lo que los Caballeros iban diciendo.

Algo me rondaba en la cabeza y me decía que debía recordar algo relacionado con la visita que me hizo el cuervo en mis aposentos la pasada noche...

Sir Ledyard apuntó que seguramente encontraríamos al Escorpión y a su cautiva en el suroeste, en el Mar Sirrion. Nadie le hizo caso, pues todos sabían que su propuesta iría encaminada hacia esas regiones y, por otra parte, el Sirrion estaba muy lejos.

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