El escorpión gigante continuaba acercándose con la negra cola enhiesta y las delicadas patas danzando en la suave tela.
—¡Lárgate! —dije con rabia.
Aquella cosa hizo un alto y movió la cola en el aire como si se tratara de una hoja negra, que buscara humedad y sol. Luego se lanzó hacia mí, retador. Pero, por ironías de la vida, se paró en una borla de oro a un metro escaso de mis manos.
—¡Qué heroísmo! —dijo el Escorpión arrastrando las palabras—. Una criatura que no es ni la décima parte de tu cuerpo y le temes como si fuera... ¿veneno? —Su risa se convirtió en un grito penetrante. Al oírlo, los escorpiones que tenía debajo de mí se revolvieron aún más frenéticamente y Enid se tapó los oídos.
—¡Vos tampoco sois famoso por luchar sin argucias, Benedict! —Dijo algo más pero sus palabras lucharon contra su risa y se perdieron.
Por fin, cuando cesaron las carcajadas, Benedict me miró. Se sonrió con una extraña y demencial ternura, pero vi cómo sus brillantes ojos se hundían cada vez más en sus cuencas y una calavera emergió de la pálida y amarillenta pie.
—En una ocasión me prestaste un buen servicio, ¿te acuerdas, Galen Pathwarden?
La cosa pestilente que tenía encima de la cabeza hizo un alto en su descenso, como si respetara a su señor cuando éste hablaba.
—Como premio a tu servicio, pequeña Comadreja, vivirás más años que todos tus amigos.
Enid me lanzó una mirada de odio, recordando, sin duda, las historias de mis traiciones.
Me invadió el remordimiento y me encogí tanto como uno podía estando colgado de una cortina.
Noté el enojo de Enid, que no tardó en aplacarse. Nos miramos desesperados. Y desesperado estaba yo porque encima y debajo aquellas cosas repugnantes esperaban órdenes.
Mi cruel sentencia pendía de un hilo.
Desde los pasillos llegaba un débil ruido, como si alguien estuviera golpeando una puerta, la puerta que había ido yo a abrir. El Escorpión, haciendo un gesto irónico, se llevó la mano a la oreja para oír mejor.
—¡Tenemos visita, querida! ¡No te molestes! ¡Yo iré a abrir la puerta! —Y nada más decir esto estalló en carcajadas—. Creo que es mi suegro, si no me equivoco.
Volvió la vista hacia mí y pude ver otra vez sus fulgurantes ojos.
—Y nunca me equivoco. Fui yo, y no Bayard, quien descubrí el significado de la profecía; y no necesité tanta gimnasia verbal, ni discutir durante largas noches sobre poesía, sobre historia ni sobre leyendas solámnicas. Bayard intentó desvelarla durante toda su vida, y Sir Robert, al igual que su padre y antes su abuelo, también reflexionaron sobre ello sin ningún resultado positivo. Me agrada pensar que tengo un poco de... alma de bardo —musito. Con ello se acomodó en el trono mostrándose jubiloso.
—De ser eso cierto, tío Benedict, estoy segura de que se trata de un bardo solitario —replicó Enid.
—¡Silencio, niña! —ordenó Benedict con suavidad, casi sosegadamente—. Recordad que os desposaréis... pronto.
Después de decir esto, extrajo de los pliegues de su manto una daga que brilló al recibir la luz amarillenta de la sala, y la colocó en el brazo del trono. Nada más hacerlo, la puerta del gran salón se movió y saltó de los goznes.
Bayard y Sir Robert aparecieron en el umbral con las espadas desenvainadas. Sir Robert agarraba con la mano la melena de Alfric, a quien había conducido hasta allí de aquella manera debido a su reiterada negativa a seguir adelante. Alfric llegó resollando y protestando.
—Sed bienvenidos —entonó el Escorpión ceremoniosamente—. Os esperaba, Bayard Brightblade. Y a vos también..., Sir Robert.
»
Ha llegado la hora, sin tiempo para más demoras, de arreglar nuestra disputa iniciada hace más de cuatrocientos años. Pero primero debemos cerrar una herida más reciente, una riña partidista que se produjo hace treinta años.
Extendió las manos, con las palmas hacia arriba, y las puso lentamente por encima de su cabeza. El péndulo quedó colgando allí y brilló en su mano izquierda.
—Dejad que mis amigos reanuden su polémica... donde vuestra alta y poderosa Orden se imagina haberla acallado —pronunció fríamente—. Dejad que «de la hierba las generaciones renazcan y acaben con el maleficio».
Debajo de mí los escorpiones comenzaron a dispersarse y el suelo del salón tembló y se abrió.
Cuando la atención de su señor se dirigió a otra parte, mi enemigo volvió a emprender su pausado descenso.
—¡No des un paso más! —lo amenacé, intentando que mi voz fuera lo suficientemente intimidatoria, pero luego decidí callarme, no fuera a ser que la criatura se guiara por el sonido de mi voz. Eché mano a mi cinturón...
Pero no estaba.
Recordé el alféizar de la ventana por la que entré en el castillo, el brillo del acero a la luz de la luna roja. Mi daga se encontraba tres pasillos más allá, olvidada, fuera de mi alcance.
Entonces, sin resultado, me palpé los bolsillos buscando algo agudo o pesado. Por fin, mi desesperada mano encontró algo tosco, grueso y de cuero.
—¡Mis guantes! —balbucí, y el escorpión avanzó cortina abajo, y se quedó a menos de un palmo de mi mano, que se sostenía de la cortina.
Me puse el guante, ayudándome con la boca. Hice un movimiento que no hubiera hecho en otras circunstancias, pues lo consideraba una acrobacia casi imposible de realizar. Siempre había sobresalido por mi agilidad, y la prueba más dura la tuve que pasar en la Guarida del Escorpión.
El mercader que me vendió aquellos guantes los alabó por su reciedumbre, afirmando que «aguantarían bien un tajo de puñal si llegara el caso, joven señor».
El escorpión estaba a escasos centímetros de mi mano y seguía bajando por los bordados. Entonces, con la mano enguantada, cogí al bicho con toda la fuerza que pude.
Oí cómo crujió su esqueleto y sentí que se rompía en la palma de mi protegida mano. No pude evitar que su cola letal se enroscase hacia arriba y que golpeara una y otra vez sin causar daño alguno al grueso y resistente cuero.
Por una vez, un mercader no había mentido.
Me sacudí la mano y vi cómo caían los restos del animal al suelo del salón, que ahora había entrado en erupción alrededor de mis amigos.
Un batallón de soldados comenzó a salir de las piedras del suelo y se los podía ver entre la bruma rompiendo roca y pizarra. Algunos llevaban yelmos de minotauros, que era el símbolo de los guerreros nerakans, el distintivo conservado hasta ahora. Todos iban armados con terribles cimitarras y el escudo de media luna del Cuerpo del Oeste, la división del ejército que había caído sobre Enric Stormhold y sobre mi padre, treinta años atrás, en la Batalla de Chaktamir.
El Escorpión continuaba observando todo con gran calma desde su asiento. Sus soldados surgían del suelo, se ponían de pie y arremetían contra Bayard, Robert y Alfric. Musgo, tierra e inmundicias colgaban de su pelo y el blanco marfil de sus huesos se transparentaba a través de la carne amarillenta y moteada. El olor era el de un matadero que hubiera sido abandonado desde hacía mucho tiempo.
Alfric se liberó de Sir Robert, dejando en su mano una buena cantidad de pelo rojo. En un momento alcanzó la puerta pero regresó con la tristeza reflejada en el rostro cuando le llegaron otros ruidos y el sordo grito de batalla, que era como un quejido, de más soldados resucitados.
Comencé a ascender por la cortina e intenté hacer pie en el balcón. Encontré un lugar sólido, pero para ello tuve que pasar un eterno minuto tanteando el aire con el pie.
Desde aquella altura poco podía hacer para ayudarlos ya que el número de atacantes no cesaba de aumentar.
Bayard y Sir Robert se mantenían espalda contra espalda de forma que podían divisar todo el salón y el pasillo que salía de éste. Alfric intentaba cobijarse entre los dos cuerpos, pero Sir Robert lo echaba a codazos y le decía:
—¡Mantente en tu puesto, muchacho! ¡Necesitamos todas las espadas disponibles, hasta la más ridícula de todas!
Alfric gimoteó y desenvainó la espada.
Sin cejar, los guerreros nerakans se aproximaban a mis compañeros.
Mientras esto sucedía, el Escorpión se levantó de su trono, caminó hasta la silla que ocupaba Enid y, con toda tranquilidad, comenzó a soltar las cuerdas que la ataban a los brazos de la silla. A pesar de todo lo que venía ocurriendo, Enid no se había inmutado ante las criaturas que el Escorpión había hecho surgir de la tierra, y no se veía que fuera a desmayarse o a gritar. Al contrario, en cuanto pudo, propinó a su raptor un golpe en el pecho que le hizo retroceder unos cuantos pasos, y sólo una mano tan rápida como una víbora logró evitar que la joven aprovechara ese momento para escapar.
—Acompañadme —le dijo el Escorpión y la arrastró hacia el pedestal donde se hallaba su daga en el brazo del trono. En ese momento, una oleada de escorpiones negros fueron hacia ellos, y se dividieron para formar un camino entre una silla y la otra.
—Subid al pedestal, querida —le urgió.
Entonces —y tal vez era demasiado tarde—, Bayard empezó a abrirse paso entre los hombres de Neraka.
Es normal que la urgencia afecte a la mano de un espadachín, pero Bayard reaccionó de una manera sorprendente. Su mano adquirió una rapidez cegadora. Cinco hombres de Neraka cayeron atravesados en un instante y todo lo que pudo hacer Sir Robert fue seguir la estela de un Caballero mucho más joven. Alfric siguió a Sir Robert, pálido y con una espada temblorosa al final de su brazo.
De improviso, todos los gritos desgarradores, todas las quejas y todos los bramidos cesaron. El salón se quedó en silencio a excepción del ruido producido por los pies de las criaturas muertas hacía ya mucho tiempo, el rechinar de los escorpiones y los continuos golpes asestados por Bayard.
Era como si los nerakans se hubieran alineado para ser ejecutados. Pero cuando todavía le faltaba mucho para dar cuenta definitiva de todos ellos, el ritmo de Bayard aminoró. Los cuerpos se amontonaban, los nerakans comenzaron a dar vueltas alrededor de él, a caer de espaldas unos sobre otros. Los que venían desde atrás para unirse a la batalla los animaban y enardecían. Pero al llegar a Bayard, retrocedían, como si incluso después de haber pasado el trance de la muerte todavía los espantase aquel diestro y brillante titán.
El Escorpión, protegido del ataque de Bayard por su legión de carne podrida, levantó su daga.
—¡Deteneos! —grité, aunque mi voz sonó desconcertantemente fina y aguda en el inmenso salón. La espada de Bayard se detuvo y Sir Robert permaneció detrás de él sin mover un músculo, con la mano extendida hacia el Escorpión en medio de aquel silencio angustioso. Los guerreros nerakans bajaron las armas y miraron con caras estúpidas, sin vida, a su jefe, que se mantenía inmóvil en la plataforma.
El Escorpión dudó un momento. Me lanzó una mirada y una luz roja brilló en sus ojos.
Me puse a buscar desesperadamente las palabras adecuadas, confiando en que Bayard hiciera algo violento y heroico antes de que me quedara sin aliento, sin saber cómo seguir.
—Creéis que habéis descubierto lo que significa la profecía y que lo tenéis tan claro como si estuviera escrito en una receta. Pensáis que no os habéis dejado línea sin explicación y que no le habéis podido dar una interpretación errónea.
Eché una ojeada a Bayard, que no me quitaba la vista de encima y seguía con la espada en alto.
Muévete, Bayard. Muévete raudo, como una culebra fulminante. Deja que seamos testigos de tu velocidad solámnica en este nido de escorpiones.
Pensé que algo así sucedería, pero Bayard no se movió. Y la daga del Escorpión seguía cerniéndose sobre Enid. Así que continué:
—¿Qué diríais si no fuera así, Benedict? Al fin y al cabo habéis declarado que Bayard erró totalmente. Al igual que Sir Robert, por supuesto. ¿No habéis pensado que también vos podríais estar errado? ¿No os cabría pensar que los tres, Bayard, Robert y Benedict, habéis malinterpretado esos versos ramplones y que pueda caber otra solución para todos esos versos de presagios?
»
Pues bien, en caso de que matarais a la novia no se acabaría el linaje. Sir Robert podría engendrar más hijos, más di Caela para que se enfrentaran con vos cada vez que os dejarais ver para reclamar vuestra herencia.
—Por eso la traje aquí, imbécil —profirió el Escorpión—. Ahora tengo a mi alcance, aquí bajo mi techo, a todos los di Caela, y el linaje se acaba aquí.
—Quizá sí, quizá no —repliqué satisfecho, pues se me había ocurrido otra historia y estaba convencido de que podría tener muchas posibilidades de hacerla pasar por verdadera, como tantas veces había sucedido durante toda mi vida. Al tener que pensar rápidamente sobre algo me acordé de una luz que había visto en una ventana y un brazo de piel muy blanca que se movía en señal de despedida.
—¿Habéis oído hablar de Dannelle di Caela, Sir?
La mano que sostenía la daga se estremeció. Bayard amagó un movimiento para llegar a la plataforma pero el Escorpión se revolvió y, abrazando a Enid contra su pecho, le puso la daga en el cuello.
—¡Atrás, solámnico! ¡Esté o no profetizado, si os acercáis, enviaré a esta doncella a Hiddukel!
—Podríamos despreciar el fragmento «una doncella es única heredera», Benedict —dije con urgencia—. Pues si matáis a Enid, ¿quién sino Dannelle di Caela será la heredera de Sir Robert?
—No —dijo el Escorpión con tranquilidad.
Tenía abrazada a Enid con tanta fuerza que ésta comenzó a gritar. Sorprendido, aflojó un poco su presa y la muchacha aprovechó este descuido para zafarse del brazo que la retenía.
Enid di Caela se comportaba como hija de Sir Robert y no como una damisela afligida. Al tener libertad de movimiento, propinó tal sonoro puntapié a la pierna del Escorpión que éste retrocedió hasta el centro de la plataforma, donde, para mantener el equilibrio y no caer, tuvo que asirse al brazo del trono.
Un momento de duda fue todo lo que Enid necesitó. Pasó entre los nerakans y fue a terminar en los brazos de su padre. Entonces Bayard se interpuso con gran rapidez entre ella y las repugnantes huestes del Escorpión.
—¡Matadla! —gritó el Escorpión, señalando con su huesudo dedo a Enid. Pero ya era demasiado tarde. La muchacha había vuelto para ponerse bajo la protección de Brightblade, cuya espada fue tan rauda que ni siquiera se vio la hoja cuando atravesó a cuatro nerakans. Sólo la cantidad tan grande de cuerpos entre Bayard y el Escorpión posibilitó que este último llegara hasta la puerta del gran salón, rodeado de sus alborotadores y negros acompañantes.