Así que no nos movimos de donde estábamos. Nos miramos unos a otros, los Pathwarden, Brightblade y di Caela.
De súbito pudimos oír el ruido de las ramas que se rompían en el jardín: algo enorme había entrado atropelladamente y respiraba con ansiedad. Después oímos un murmullo que se acompañaba de un gruñido ocasional, como si unas gargantas podridas intentasen recordar o imitar el bramido de los guerreros nerakans.
Se nos venían encima desde los matorrales, abriéndose paso entre ellos. Las ramas crujían y las hojas siseaban por las pisadas. A veces oíamos gruñidos cuando se tropezaban con los troncos de los árboles. Eran como las murallas del castillo en la niebla: tomaban formas, desaparecían y volvían a aparecer, pero sin detenerse.
—¡Galen! —vociferó Bayard—. Si te subes en mis hombros, ¿llegarías a la ventana?
¿Llegar a la ventana? ¿Abandonar a mis compañeros?
¿Abandonar a mis compañeros?
¿Qué clase de ideas solámnicas me habían infectado, que me reprendiera a mí mismo por intentar buscar el lugar más seguro? Si me hubiese podido oír cuando contesté, bien podría haberse tratado de la voz temblorosa de un obediente solámnico.
—Lo intentaré, señor, si veis en ello algo que pueda servirnos a todos.
—Entonces súbete —urgió Bayard—. Cuando estés dentro, encuentra cómo llegar hasta la puerta de entrada y ábrela. No te será muy difícil. El vestíbulo y los aposentos deben de estar dispuestos como los de la torre del Castillo di Caela, pues el exterior es idéntico.
—Lo sé, señor, pero, por Huma el lancero, ¿qué pasará si...?
—No estarás menos muerto aquí que allá.
No es que fuera un futuro muy esperanzador. Allí o aquí, pero Bayard no estaba intranquilo.
—¡Animo, súbete a mis hombros!
Así lo hice, y me sorprendió que sólo tuviera que dar un pequeño salto para alcanzar la ventana, aunque me pareció que no estaba a tanta altura como la de Enid en el Castillo di Caela. Salté, y tomando impulso me agarré al alféizar. La habitación que tenía delante estaba a oscuras.
Abajo oí cómo Alfric se quejaba a Bayard, y oí cómo Bayard decía un «no» rotundo. Alfric no era tan ágil como para hacer tales acrobacias; además lo necesitaban para tomar parte en la batalla que se avecinaba.
—Deja de gañir y no pierdas de vista el jardín —intervino Sir Robert—. Si me precio de ser un buen estratega, juraría que primero nos atacarán desde allí.
Dejé la daga en el alféizar y permanecí inmóvil. Miré abajo otra vez, y vi a Bayard que, con la espada presta, levantaba la cabeza hacia donde me hallaba.
—Intentaremos retroceder luchando hasta la puerta —me dijo con voz queda.
—Que la suerte os acompañe, señor —respondí.
—Apresúrate —me dijo con una sonrisa y guiñándome el ojo, un gesto muy poco solámnico—. Que la suerte de la comadreja te acompañe, muchacho. Por lo que puedo ver, no te ha abandonado hasta el momento.
Sin pensármelo dos veces (era lo que se esperaba de mí), me precipité en la oscuridad de la habitación.
Sólo pude dar dos pasos y luego caí de rodillas en el negro suelo. Pedí ayuda a Bayard, pero el siguiente grito se me heló en la garganta cuando oí resonar el primero por los pasillos de la torre así como el clamor y el chocar de armas en el exterior, ruidos que parecían ser muy lejanos.
Fui presa de un gran terror. Pensé en los acontecimientos acaecidos en el pantano de Coastlund. Estaba metiéndome en la Guarida del Escorpión. Tanteé con las manos el suelo de la alcoba, y pude palpar suelo sólido por lo menos hasta donde alcanzaba con el brazo. Braceando en el vacío como un nadador en una charca negra y en algo más denso que el agua, más líquido que el suelo que me rodeaba, pude por fin darme cuenta de que era suelo real y me incorporé, olvidando la ciénaga, pues, para mi sorpresa, estaba todo seco.
—¿Qué es esto? —susurré palpando el suelo que tenía delante con los pies, intentando asegurarme de que no había más pozos negros en los aposentos. Mi mano dio con un candil de tormenta, intacto.
Tomé el candil y busqué la yesca en el bolsillo, pero sólo encontré los guantes. Proferí un juramento digno de un mozo de cuadra y apreté el paso hacia la puerta, o hacia donde en el Castillo di Caela estaba la puerta de la alcoba de Enid. Como un cangrejo monstruoso me deslicé por allí, queriendo evitar a tientas otros lugares de la habitación que no fueran sólidos.
Pude encontrar la puerta gracias a la luz que pasaba por debajo. El salón al que di estaba iluminado con una horripilante luz de antorchas, pero por lo demás era exacto al salón del Castillo di Caela, aunque, al mirarlo bien, pude advertir alguna diferencia. Faltaba alguna cosilla.
Después de cinco pasos, me di cuenta de lo que era: los pájaros mecánicos; los pájaros a los que Enid daba cuerda y que odiaba en aquellos días de su mimada niñez.
Las salas de la Guarida del Escorpión permanecían en silencio.
Me senté y examiné el pasillo. Percibí que en algunos lugares las paredes se removían como si hubiera diminutos remolinos, del tamaño del puño de un hombre, incrustados en ellas a modo de extraño adorno. Los remolinos giraban en la dirección de las manecillas del reloj, eran tan grises como las piedras que lo rodeaban, pero su textura no parecía sólida, sino que vacilaba como algo líquido con el reflejo de la luz de las teas.
Las paredes, como el piso, podían engullirlo a uno completamente.
Sin acercarme, me senté en el pasillo y me mantuve a buena distancia de aquellas grietas que giraban en las paredes.
Tenía dificultad para respirar y, al hacerlo, el sonido se fue por el pasillo, donde se juntó más adelante con otro ruido distante, extraño e irritantemente conocido.
Un gorgeo rechinante.
Habría uno, por lo menos, rondado por allí.
* * *
Fue la curiosidad, ese querer enterarme de cómo estaban amuebladas y decoradas las viviendas de otra gente lo que me hizo seguir el sonido del pájaro mecánico; eso, y el saber que el sonido llegaba del gran rellano, bajo el que se encontraba la entrada principal de la torre, la puerta que Bayard me había encargado que abriera.
Confiando en el recuerdo que tenía del exterior, no era difícil saber dónde estaba situado. Siguiendo por la sala que se extendía delante, con la mirada alerta para evitar aquellos remolinos de piedra líquida, entré en otro salón más espacioso, más amplio. Este salón llevaba directamente al rellano; apoyé con cuidado las manos en la barandilla, temiendo que no pudiera aguantar mi peso.
Bajé y me dirigí hacia la derecha, entrando en el salón de las estatuas. Allí estaban los mármoles de los di Caela, pero ninguno que hubiera visto antes en el palacio de Sir Robert.
Por el contrario, representaban los personajes más oscuros de la familia.
Allí estaba Mariel di Caela, echada en un diván de mármol, cubierta de gatos en la garganta, en los ojos y en el pecho. Era incluso más repulsivo al ser tan extraordinariamente blanco y suave.
Y Denis di Caela, llevando una rata de mármol en una jaula de mármol. Y cómo no, Simón di Caela, en postura de tomar el sol, satisfecho como una enorme iguana.
Casi resultaba obsceno.
Presidiendo todo aquello, había otra estatua que nunca había visto antes: la de un hombre encapuchado y sentado en un trono de esqueleto con escorpiones esculpidos que se retorcían en los brazos de la silla y también en los del hombre.
El Viejo Benedict di Caela, entronizado en la oscuridad por la negligencia de sus hermanos.
Pasé delante de la puerta de lo que habría sido el aposento de Dannelle en un mundo más seguro que recordé con fervor y desesperación. Seguí hacia la derecha. Luego hacia la izquierda y hacia la derecha hasta encontrarme en la sala donde se mostraba en silencio el asedio de Ergoth, congelado para siempre en las pinturas de la pared.
Al final de aquella sala, el pájaro mecánico chirriaba y cantaba, una y otra vez.
Cuando el pájaro dejó de hacerlo, oí voces. Dos voces que se elevaban con rabia, procedentes de la puerta que se hallaba frente al mural.
La puerta que en el Castillo di Caela hubiese dado al balcón que presidía el gran salón.
Abrí un poco la puerta; no vi más que oscuridad y pude oler las telas ricas y un tufillo a podrido. En medio de la oscuridad, las voces se volvieron ahora más nítidas.
Una era dulce, alta y melodiosa; la otra baja, melodiosa y mortal.
Enid y el Escorpión.
Era evidente que no se llevaban bien.
* * *
Estaba a menos de dos metros de unos cortinajes que se parecían a los del Castillo di Caela, de terciopelo y con bordados. Esto era todo lo que pude adivinar en la débil luz que entraba por el balcón en el que me hallaba. Detrás de aquellas cortinas, las voces se elevaban y bajaban con el tono típico de las discusiones.
—Recordad que sois mi prisionera, querida —la voz del Escorpión se elevaba fría y amenazadora.
Enid, bendita sea su alma, no se dejaba intimidar en lo más mínimo.
—Podéis arreglar este asunto de dos maneras, tío Benedict: o soy vuestro rehén, y consecuentemente me tendríais que encerrar bajo llave como es costumbre hacer con los rehenes, o soy el objeto singular, aunque poco dispuesto, de vuestras inclinaciones afectuosas, en cuyo caso no os tengo en más que a esos ruidosos bicharracos que se oyen detrás de la puerta.
—¿Qué pensaríais en caso de que os soltara las ligaduras que os impiden moveros, Lady Enid? —El Escorpión pronunció aquellas palabras como en tiempos pasados, con amabilidad y una dulzura terriblemente seductoras—. Si lo hiciera, ¿me tendríais en más... estima?
Me acerqué sigilosamente hacia la abertura de las cortinas, guiado por la débil luz que pasaba por allí, y tanteé el suelo con las manos, recordando mis aventuras en las habitaciones y en el rellano, y la caída de Alfric desde el balcón donde la piedra era piedra y las cortinas eran cortinas.
Su respuesta me llegó cuando toqué la tela y empecé a separar el tupido terciopelo con sumo cuidado. La voz de Enid resonó aún más fuerte, dejando escapar una orla de sorna y burla.
—Benedict, Benedict. Podríais soltarme y concederme el que me paseara por vuestro castillo, y continuaría considerándoos con mi mayor indiferencia. Sin embargo, apreciaría este favor y pediría a Sir Robert que fuera menos severo con vos cuando venga a rescatarme.
Estaba maltratando al Escorpión, considerablemente pero con gran habilidad. Me asomé más y pude verlos.
Enid estaba sentada en una silla de madera de alto respaldo, tan rubia y tan bella con sus ojos de color canela. No aparentaba miedo, pero sí estar sumamente enfadada.
Al otro lado estaba sentado el Viejo Benedict, el Escorpión de mis aprehensiones y pesadillas, encogido y encapuchado en su trono de esqueletos, pero, sorprendentemente, parecía más pequeño, más endeble y menos peligroso.
—¡Sir Robert! ¡Sir Robert! —exclamó el Escorpión con sorna—. Estimada, vuestro padre no es más que un imbécil y miserable fanfarrón.
—Y por eso tuvisteis que secuestrar a su hija en vez de enfrentaros a él cara a cara —replicó Enid con ironía.
—Creéis que vendrá a rescataros. Claro, claro, Lady Enid, se echará en brazos de mis soldados, será blanco de las flechas y dagas de los hombres de Neraka, muertos ya hace mucho tiempo, las «generaciones de la hierba», como se los nombra en la profecía. Sentirá el aguijón del Escorpión, adorada mía.
El Escorpión se arrellanó en el trono y se rió malignamente a grandes carcajadas. Sacó algo de los pliegues de su túnica, algo que relucía, y comenzó a hablar sosteniendo el péndulo a contraluz, balanceándolo hacia atrás y hacia delante como un charlatán hipnotizador de feria.
No me di cuenta de la piedra gris que giraba confusamente junto a la barandilla del balcón, y a lo único que me pude agarrar fue a la cortina, cuando caí en el vacío. Ahogué un grito de sorpresa, pero no lo hice muy bien: tanto Enid como el Escorpión me descubrieron allí, colgado en el gran salón.
Fue cuando pude ver que las manos de Enid estaba atadas a los brazos de la silla en la que estaba sentada. La mirada del Escorpión brilló con reflejos de rojo, azul y blanco.
—Bienvenido, Comadreja —ronroneó, aferrándose a los brazos del trono con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos—. Estábamos a punto de... hablar de ti.
—Podríamos hablar de eso más tarde, si así lo prefirierais —propuse al Escorpión, pero no quiso saber nada de esto. Se echó hacia adelante y me miró con ojos que giraban y reflejaban todos los colores del fuego hasta que llegaron a tomar el color blanco que se halla en el centro de una lumbre.
—Creo que no te necesitaré para nada más —dijo con voz displicente, desprovista de su habitual musicalidad letal, áspera y remotamente humana. Ahora nos hallábamos en su país, allí donde no necesitaba máscara de ningún tipo.
Señaló el suelo que me sostenía y vi que en su blanquecino y largo dedo se balanceaba el colgante de oro.
El lugar que señaló empezó a girar, a retorcerse y a brillar tanto como las paredes y suelos de los pasillos por los que había llegado hasta allí. Pero su vórtice era negro y no gris pizarra.
Entorné los ojos y miré con más atención.
El suelo que tenía bajo los pies se cubrió con un manto de escorpiones. Brillaban con la luz de las antorchas y retorcían sus colas venenosas lanzándolas hacia arriba. De caer allí en medio, cualquiera imploraría a los dioses para que la caída fuera mortal.
Lentamente, con sumo cuidado, intenté subir por la cortina para alcanzar la barandilla del balcón, invocando a Gilean, a Mishakal, a todos los dioses y diosas que acudieron a mi mente para que hicieran que la tela que tenía en las manos resistiera, para que la madera de la barandilla fuese lo suficientemente fuerte y para que no tuviera más apariciones allí donde llegara. El pájaro mecánico volvió a cantar en el salón de afuera.
Suspiré y me dije con voz queda: «Sube y busca la salida, Comadreja».
Entonces fue cuando vi el escorpión gigante, de caparazón brillante, con la aguda cola en alto. Bajaba por la cortina agarrándose a los pliegues y venía hacia mis manos.
Ésas son las cosas que aparecen en las pesadillas más espeluznantes. Pude llegar hasta la barandilla pero al poner allí la mano fue como si hubiese cogido humo.
No había nada sólido a lo que me pudiera agarrar para salvarme. Descendí por la cortina hasta donde pude, como uno hace cuando baja por una cuerda. Inmediatamente pensé en el hervidero de criaturas que tenía debajo y me detuve sin atreverme a ir más abajo, por miedo a que se acabara la cortina.