El nocivo fósforo seguía danzando ante mí, a unos cuantos metros, guiándonos hacia el campamento y hacia un destino desconocido.
Cuando olí a leña quemada y oí el balido de una cabra me detuve e hice balance de la situación.
Reflexioné sobre lo que me había sucedido allí, en los límites del campamento, con el barro hasta las rodillas.
Sin que nadie me viera, saqué aceleradamente el Calantina del bolsillo y lancé los dados rojos. Signo de la Víbora, otra vez. Algo se me estaba diciendo, pero no podía descifrar su significado.
Brithelm me puso la mano en el hombro. Me sobresalté, me volví y lo encontré mirándome con ojos crispados, con cara de preocupación e inquieto.
—¿Qué te aflige, hermanito?
—¿Que qué me aflige? Nada, Brithelm.
Miré hacia atrás por precaución. Bayard estaba calmando a un
Valorous
cada vez más nervioso.
De repente, el sonido de gritos y chillidos agudos irrumpió desde el claro que teníamos ante nosotros.
Intenté huir, pero Bayard sacó la espada, me agarró y me tiró al suelo.
—¡Saca la espada, Galen! —me ordenó en voz baja y con urgencia, con los dientes apretados—. ¡Por los dioses que para esta lucha estás en la lista!
Levantándome de un tirón, me llevó en volandas cogido por su mano izquierda hasta dentro del claro, sosteniendo la espada en la derecha. Oí cómo Agion bufaba detrás de nosotros; oí que Brithelm dijo algo y Bayard contestó.
—¡Quedaos a cubierto y cuidad de los caballos, Brithelm!
Luego quedé encandilado por la extraña luz artificial producida por las llamas de fósforo.
Pude contar doce entre ellos y conté rápidamente. Tras su salida inicial los sátiros se reagruparon bajo la plataforma cubierta de niebla; no pude distinguir si la casa o el trono del Escorpión estaban escondidos allí. Los hombres-cabra entraban y salían de las sombras; los gritos y chillidos se entremezclaban y producían un murmullo amenazador. La mayoría llevaba arcos; otros, lanzas cortas y de aspecto peligroso.
—Me encargaré de los ocho que están a la izquierda, Sir Bayard —gritó Agion—. Vos y vuestro escudero enfrentaos con los cuatro de la derecha.
Y arremetió contra ellos.
Aquella división de trabajos me gustaba. Ahora sólo podía esperar que Bayard se encargara de los cuatro restantes él sólito.
Esperaba vehementemente que así sucediera, y la niebla sobre las cabezas de los sátiros empezó a clarear.
Por encima de ellos estaba el Escorpión sentado en su trono. Al mismo tiempo que los sátiros tensaban los arcos y se aprestaban a arrojar las lanzas, su adalid metió las manos en los pliegues de la capa negra y sacó algo brillante que titilaba. Era un collar de cuentas, y visto a distancia, la que nos separaba de él, era transparente y brillante como cristal y lo dejó colgar de su mano izquierda con despreocupación, balanceándolo lentamente en el aire.
Mientras su tropa se preparaba para la batalla, la atención del comandante no se centraba en el conflicto que se desarrollaba sino en la baratija de su mano.
Y ¿por qué no iba a seguir sentado allí, jugando distraídamente con abalorios brillantes? Sus sátiros nos aventajaban en número de tres a uno, seis para cada uno si se contaba el valor de los Pathwarden en batalla; y era obvio que...
—¡No mires el péndulo! —me urgió Brithelm desde atrás, después de haber dejado a
Valorous
y a la yegua a su suerte para unirse a nosotros en el claro.
—¡Cuida de los caballos! ¡Maldita sea! —gritó Bayard, pero olvidé el aviso, el péndulo y al mismísimo Escorpión al caernos encima una nube de flechas y de lanzas.
Estaba todavía echado a los pies de Bayard cuando un enorme sátiro tensó el arco y arrojó una flecha en mi dirección.
Pude ver el color amarillo de las plumas en la saeta y justo me pude poner de pie. Habría dado en el blanco con toda seguridad pero se interpuso en su camino el bien protegido brazo de Bayard, que la desvió, yéndose a clavar en el suelo justo delante de nosotros.
No lejos de donde estaba oí quejarse a Agion. Me volví hacia él y vi que tenía clavada una lanza de sátiro en el brazo. Caí en la cuenta inmediatamente de que el tamaño de Agion, que al principio creí que era una ventaja, bajo aquella lluvia de flechas y lanzas, ofrecía un blanco mayor, más fácil, más estúpido.
Agion era el mayor, pero no el más estúpido. O esto pareció cuando Brithelm nos pasó en brusca carrera dirigiéndose hacia el trono y los sátiros. Las flechas salieron a su encuentro; las mejor disparadas llegaron a rasgar su capa y, habiendo fallado el blanco, acabaron en el suelo. Bayard me dejó solo y salió hacia mi hermano, pero era demasiado tarde. Brithelm estaba ya muy lejos y no era cuestión de perseguirlo, pues Bayard estaba ya teniendo dificultades para mantenerse erguido bajo el peso de su armadura completa.
—Si no es un Pathwarden es otro —farfulló. Luego se hincó de rodillas, mirando al igual que todos los demás cómo mi hermano se dirigía despreocupadamente hacia el Escorpión.
Las filas de sátiros se abrieron como por encanto al paso de mi hermano, como si apartara juncos en vez de aquellas asquerosas y repugnantes criaturas. Algunos no sólo se movieron sino que desaparecieron al acercarse Brithelm. Allí donde se habían engrifado con amenazas y armas, sólo pacían ahora unas cabras tranquilas, despreocupadas de nuestra presencia.
Aquello era el colmo para Bayard. De repente, se movió con ligereza y gracia. Me miró y me encontró echado cuan largo era en el lodo del pantano, de nuevo ocupado en excavar para ocultarme, y me habló con gravedad reposada.
—Ponte en pie, Galen, y sigue a tu hermano. El ejército con el que nos enfrentamos no es sino obra de encantamiento. Nada hay peligroso en el claro. ¿Me entiendes? Nada peligroso en el claro.
Supuse que la evidencia era otra. Pero me miraba con ojos tan decididos y tan duros que no osé ir en contra de su voluntad, como si de un sátiro se tratara.
Y además, encantamiento o no, los sátiros no estaban en una situación ventajosa. Agion agarraba a dos por sus lanudos cogotes e hizo entrechocar las dos cabezas, como si estuviera tocando címbalos peludos con cuernos.
El pantano resonó con un ruido hueco y astillado y los sátiros cayeron a tierra inconscientes. Carcajeándose, el centauro fue rápidamente hacia otros dos que estaban cubriéndose bajo el trono del Escorpión.
Con la espada desenvainada, Bayard pasó tranquilo por en medio de los sátiros hacia la plataforma donde se encontraba sentado el Escorpión. Fue rodeado por los sátiros, que gritaban y saltaban como aves carroñeras alrededor de algo que se está muriendo, pero ninguno llegó a tocarlo. Uno lo embistió con un siniestro y largo cuchillo pero Bayard lo esquivó y lo mandó rodando por el suelo del claro; apartó al sátiro con una patada y continuó su camino.
Era sorprendente, pero una simple mirada de Bayard pareció suficiente para detener el resto de los ataques, y los sátiros sólo gruñían, resoplaban y se alejaban.
Era como un cuento.
Me puse en pie como pude y corrí tras mi hermano, que estaba bajo la base de la plataforma. Los sátiros habían comenzado a rodearlo.
Miré hacia donde estaba Agion, quien seguía ocupado levantando a otros dos sátiros. Miré luego hacia Bayard, que se encontraba todavía a varios metros de mi hermano. Ninguno de los dos alcanzaría a Brithelm a tiempo. Empecé a gritar, sin la menor idea de la eficacia que podía tener aquello, sabiendo sólo que había que hacer
algo,
y luego dejé de hacerlo. Y me quedé boquiabierto.
Brithelm había levantado los brazos y estaba elevándose lentamente en el aire, como llevado por el viento, quizá, pero sin que hubiera hojas que se movieran, ni rama alguna. Primero la cabeza y los hombros y luego la cintura y los tobillos se elevaron por encima de los arremolinados sátiros que lo atacaban con sus armas sin hacerle daño alguno.
Sus manos resplandecían con una luz argentina que parecía limpiar la verde y viscosa luz del fósforo, hasta que el claro brilló con un halo blanco y fresco como el de una maravillosa vela.
Con creciente valor y confianza me lancé entre las filas enemigas, llamando a Brithelm por encima de aquel griterío que se estaba transformando en balidos de cabras. Los sátiros se volvieron para mirarme pero nada hicieron, y pasé entre ellos con facilidad y sin ser herido.
Corrí hacia uno de los postes que sostenían la plataforma y empecé a subir como una ardilla, hasta que me encontré de pie en la plataforma de juncos, sin respiración, sudando y gritando triunfal.
Fue entonces cuando el Escorpión se levantó de su trono.
La capucha negra seguía ocultando su rostro, pero había algo en la forma de sus hombros, de sus rodillas, que señalaban derrota. Un gesto que se encuentra en los cuadros malos.
Pero al ponerse Brithelm en la plataforma, el Escorpión se irguió totalmente, echó hacia atrás los hombros y nos miró a las caras. Los ojos se movían inyectados de rojo, luego de amarillo, de blanco y azul como miles de soles ardiendo. Dirigió el cristal reluciente hacia nosotros en la cambiante luz de la ciénaga.
Producía una luz cambiante, intermitente: verde, amarilla, verde. Por unos momentos Brithelm perdió el equilibrio, cayó en el vacío y se agarró a un saliente de la plataforma. Fui con dificultad hasta el borde, hacia el gran vacío hasta el suelo del claro. En ese momento había cambiado la suerte de la batalla. Ambos estábamos vencidos.
Pero Bayard no lo estaba. Todos lo pudimos ver en su forma de andar, derecho, su espalda recta saltando hacia la base de la plataforma, con su armadura completa. Se agarró al borde y con un increíble movimiento se subió encima de ella. El Escorpión se volvió para enfrentarse con él, y un gran sátiro se interpuso entre el Caballero y la siniestra figura envuelta en la capa.
El sátiro arremetió contra Bayard. Atravesó con una lanza al Caballero y sin embargo éste siguió caminando como si no hubiera ocurrido nada. Avanzó a través del cuerpo vacilante y transparente de su adversario, como si el sátiro fuera de humo. La criatura se evaporó y en su lugar una cabra, confusa y bastante turbada, entró con gran estrépito dentro de la choza de humo que se encontraba detrás de nosotros.
Bayard se encontraba ahora junto al acobardado Escorpión. Levantó la espada, manteniéndola con ambas manos, como un verdugo o un leñador, y la bajó con gran resolución.
La dejó caer y atravesó capucha, capa, túnica y se clavó en la madera podrida de la plataforma.
Y no tocó nada más.
Pues sólo nosotros tres estábamos en la plataforma, además de la cabra. Bayard y yo estábamos junto a una capa negra y un par de botas negras brillantes. Estábamos delante de una choza miserable que recordaba haber visto antes de aquella noche, y tras la choza, el pantano comenzaba a teñirse de resplandores rojos: no de las hogueras que antes rodearan aquel lugar, sino con una agradable luz solar.
Brithelm trepó con dificultad desde el borde de la plataforma donde había estado colgado.
Abajo, Agion se frotaba tranquilamente el hombro, pasmado entre un rebaño de cabras. Su herida se cerró en el momento en que la luz del sol entró en el claro. Cuando vi aquello también me quedé pasmado.
—¿Debo suponer que esto es esto mismo? —el centauro llamó nuestra atención, apartando suavemente a un cabritillo moteado que frotaba el hocico en su pata.
Miré a Brithelm, quien se pasaba la mano por la cabeza en silencio y tenía fija la vista en la choza, admirado y maravillado.
Estaba en silencio, perdido en los extraños pensamientos de los elegidos.
Volvió a mirar a Bayard, que estaba junto al montón de ropas abandonadas y me miró.
—¿Qué creéis, Sir? ¿Esto es realmente esto?
—No, Galen —respondió Sir Bayard, envainando su espada y lanzando una mirada de confusión al pantano—. Aunque poco entiendo de lo acontecido, te puedo decir poco. Esto no es sino esto.
«Castillo di Caela»
«Tres después de ocho, luz después de inundación,
Signo del Centauro en una perdida estación.
Generaciones de luz que la inundación ha cubierto,
la antigua agua cantando en reverencia.
Y aquí en continuadas orillas de ríos,
la luz se mueve, la luz se pierde, se mueve.»
El Calantina, III, VIII
Liberados
—No importa lo que digas, querido hermano. Éste es el lugar que he buscado y anhelado. El lugar con el que he soñado, continua y humildemente, espero. He rogado a los dioses para tener un sitio como éste, al que retirarme como ermitaño, sólo con mis pensamientos y meditaciones. Y con las amables criaturas de las ciénagas.
Seguí escuchando a Brithelm, quien había encontrado sentido y finalidad a la batalla que había librado en el pantano, allí en el mismísimo claro donde todavía permanecíamos, haciendo balance de muchos imponderables.
Bayard también estaba cansado de oír los elogios de Brithelm «a las amables criaturas de las ciénagas», sobre todo después de que algunas de estas amables criaturas, es decir, los sátiros, habían tenido la intención de atacarnos desde el momento en que llegamos al pantano.
—Mis sueños me llevan a otra parte, Brithelm —dijo—. Y lo que más deseo es iniciar la marcha y viajar hacia el Castillo di Caela para ganar la mano de Lady Enid, y sólo me lo impiden las inflexibles órdenes de nuestro compañero el centauro.
Bayard inclinó la cabeza con cortesía hacia Agion.
Todo esto había sucedido sin interrupción durante horas: una interminable discusión entre Sir Bayard y Agion sobre si se habían cumplido todos los compromisos aceptados, hablando llanamente. Bayard insistía en que el pantano ya había quedado libre de sátiros y de toda maldad que hubiera podido llevarlos contra los centauros desde un primer momento. Argüía que desde el momento en el que no había enemigo contra quien luchar, nuestro trabajo en estos lugares había sido cumplido. Y ya que habíamos dejado nuestros nombres libres de cualquier conjetura adversa, los centauros deberían permitirnos seguir nuestro camino.
Agion, por su parte, se hubiera sentido más satisfecho si hubiera podido volver y mostrar a sus compañeros centauros algunas cabezas de sátiros colgadas en el extremo de una lanza. Según él, un trofeo horripilante valía más que un acuerdo de paz o que cualquier tipo de promesa de buena voluntad. Y allí no había ni trofeos ni ofrecimientos de paz por parte de los sátiros, misteriosamente desaparecidos sin dejar rastro.