Me senté cómodamente; sentí el calor sedativo de la bebida recorrer mi cuerpo y recordé el final de una vieja fábula:
Y así fue como ellos acogieron a la víbora entre los suyos, y la alimentaron y le dieron cobijo, cuidándola hasta que recuperó su salud.
Le dieron roka para beber, así fue en verdad. El mundo no es un lugar agradable.
Al tiempo que bebía, contesté al impresionante número de preguntas que me hizo mi protector y Caballero.
—Pero
no
sé dónde he estado; sólo sé que he atravesado el pantano y que me he metido en uno o dos lodazales. Tampoco sé lo que vi, pues todo está muy confuso. Al pasar por aquí vi la hoguera. Si no la hubiera visto, no os habría encontrado nunca.
Ninguna de estas explicaciones era falsa. Por lo menos no totalmente.
—No me importa cómo llegaste hasta nosotros, Galen. Agradezco a los dioses este retorno —exclamó Brithelm, abrazándome de nuevo.
Agion brincó y con su cabeza hizo saber que compartía ese sentimiento.
El único que se mantenía alejado de tanta alegría era Bayard, quien oía las palabras fraternales, y me observaba con detenimiento, quizás incluso con un poco de desconfianza, y al mirarlo al rostro la sentía yo por mis propias maldades, por temor a ser descubierto. Yo era, después de todo, el agente de Escorpión en este asunto, y la mofeta en este trato, si uno se paraba a pensarlo bien.
Bayard habló crispado.
—No puedo imaginarte perdido, Galen, y que no recuerdes cosas que has tenido que observar detenidamente, aunque sólo fuera al pasar delante de ellas. Si aún no te lo he dicho, estoy un tanto cansado de tus apariciones cuando reina la tranquilidad y de tus desapariciones en tiempos de necesidad. Supongo que estabas «de guardia» otra vez en alguna parte segura de la ciénaga.
Bayard se sentó junto al fuego, calentándose las manos que el clima, poco apropiado para aquella estación, le había enfriado.
—Reconozco, señor, ser merecedor de ese rencor, un tanto infame procediendo de vos y hasta poco característico en un Caballero Solámnico. Reconozco haber estado escondido cuando me correspondía haber estado... participando con más entusiasmo. Pero también ha acaecido por azar el que haya recuperado vuestra armadura, por lo que creo merecer cierto agradecimiento.
Bayard miró al fuego y confirmó con reticencia mis últimas palabras.
—Y aún tengo que añadir, Sir Bayard, que mientras estaba ocupado en encontrar un camino para mi regreso, pude dedicar algún tiempo a explorar el terreno, y creo que, en vez de ocuparos en reprocharme, deberíais estar impaciente por oír lo que he visto.
Le hablé del campamento en medio de la ciénaga; del círculo de hogueras; de la choza sobre pilares; aquellas cabras en medio del lugar. Por supuesto, no menté a Escorpión, ni tampoco a Alfric, y retoqué mi historia con trazos rápidos y naturales, siguiendo los instintos desarrollados en la casa del foso.
Fueran cuales fuesen las sospechas que Bayard pudiera tener, de ellas no participaba el resto del grupo. Agion continuaba haciendo cabriolas y Brithelm seguía mostrándose alegre y hablador.
—Cabras y casas y hoguera en los aledaños, pequeño Galen. ¡Qué alegría verte a salvo antes de retirarme a mi ermita, antes de regresar al lugar de meditación! Supongo que nunca podría haber regresado con un corazón libre de pesares, de no haber sabido la suerte que corriste.
—¿Brithelm?
—Sí, hermano.
Pero, ¿qué podía yo decir?
—Cuídate mucho cuando vayas de regreso a tu ermita. La ciénaga ha cambiado desde aquellos días en que tú estabas en comunión con la naturaleza.
—¿Que me cuide? ¿Por qué, Galen? Nada en esta ciénaga es un peligro real. Incluso los sátiros no son sátiros.
Miré de reojo a Bayard rápidamente y éste se encogió de hombros.
—Bueno —respondí—. Mi experiencia ha sido que las tierras movedizas y los cocodrilos, sin mencionar a los sátiros, pueden dañar al confiado y al galante con tanta rapidez como al resto de nosotros.
—Eso es cierto, Galen —confirmó Bayard desde su sitio junto al fuego, sin dejar de mirarme mientras hablaba—. Brithelm no cree en sátiros. Dice que no existen.
—Esperad un momento. ¿No existen? —No me disponía a revelar todo lo que yo sabía—. Bueno, vos los habéis visto, ¿no es así?
Bayard lo afirmó.
—¿Y tú, Agion?
El centauro se acercó a la hoguera y dijo:
—Sí, Galen. Los he visto. Pero no se trata de eso.
—¿Que no se trata de eso?
El gran centauro se inclinó sobre la hoguera para calentarse las manos. Una mirada perpleja cruzó su cara de estúpido.
—No se trata de eso —prosiguió—, pues Brithelm nos ha dicho que los sátiros no existen, los veamos o no. Es un santo acostumbrado a las cosas no vistas.
—Lo entiendo. Quizás alguno de vosotros me pueda decir lo que ha ocurrido en mi ausencia. Si algo que con un puñal se echa sobre Bayard, que mata a dos amigos de Agion; si lo que he visto con mis propios ojos, no existe, entonces me gustaría saber...
*
*
Su relato fue breve, amargo, misterioso. Según iban desvelando lo ocurrido, se parecía cada vez más a una de las legendarias piedras preciosas de la lejana Kharolis, cuyo color depende del ángulo desde el que se las mire; o se aproximaba mucho a esos poemas proféticos procedentes de la Edad de los Sueños, en los que cada lector encuentra sus catástrofes individuales pronosticadas.
Bayard comenzó a contarlo.
—Te estuve buscando, Galen —dijo con serenidad—, pero no te encontré en ninguna parte.
—Y en no encontrándoos —Agion prosiguió el relato— salimos de nuestros escondites y tomamos la carretera, donde entablamos batalla con media docena de sátiros.
—Cuatro —corrigió Bayard.
—Ninguno —corrigió Brithelm.
—¿Ninguno? —pregunté, acercándome a la hoguera.
—Nuestras historias son dispares casi desde el principio —explicó Bayard, apartándose del fuego—. Yo vi cuatro; Agion seis, y Brithelm dice que vio cuatro cabras. Las cabras aparecen más tarde en mi versión.
Bayard partió una rama de un árbol aeterno y atizó el fuego con la fragante vara azul. Reanudó su charla:
—Sea cual fuere la versión, la batalla acabó rápidamente. O al menos lo que hubo de batalla. Agion asegura que dos sátiros escaparon sin daño alguno y que se dirigieron hacia el interior del pantano.
Hacia la empalizada, sin duda. Era lo más lógico.
—Yo, por otra parte, sólo vi cuatro, como ya he señalado antes —prosiguió Bayard—. Y todos ellos lucharon encarnizadamente, blandiendo estacas, pequeñas lanzas, esas espadas de hoja curva...
—¿Cimitarras? —apunté.
—Supongo que ése es su nombre, Galen. Tú eres quien debe saberlo pues has leído más historias antiguas que yo. Da igual cómo se llamen. Los hombres-cabra sabían utilizarlas, y nos obligaron a Agion y a mí a sostener una breve pero dura lucha para acabar con ellos. En ésta tu hermano no intervino. De todas formas, la lucha es un rasgo que ninguno de vosotros parece haber heredado de vuestro valiente Padre.
Lanzó a Brithelm una mirada de reprobación. Brithelm le sonrió sin inmutarse, invitándolo a que continuara. Bayard se sonrió también, sin poder evitarlo.
—Hasta aquí podía entender que hubiera diferencias en nuestras versiones, debido a lo confuso de la batalla —explicó Bayard. Se inclinó hacia atrás apoyándose en los talones y sonrió tímidamente—. Recuerdo mi primera lucha, una breve pero desagradable escaramuza con los hombres de Neraka, cerca del Barranco de Throtyl, hace una docena de años. Estábamos allí siete de los nuestros, de edades comprendidas entre los diecisiete y los veinte. —Se rió y ladeó la cabeza—. Hubo siete versiones de aquella escaramuza y el número de enemigos iba desde los diez hasta los doscientos. Una semana más tarde fue cuando nos dimos cuenta de que éramos superiores numéricamente.
Hizo una pausa, todavía sonriente, luego nos miró a cada uno de nosotros, y sus ojos grises se tornaron cada vez más serios.
—Pero ésta no ha sido aquella primera batalla —declaró pausadamente, fijando su vista en la luz cambiante de la hoguera—. He vivido treinta años y me han herido en encuentros cuerpo a cuerpo, en escaramuzas, en batallas, desde este lugar hasta Caergoth. Aunque estoy sorprendido de lo acontecido tras la lucha con los sátiros, cuando volvió a haber calma y cuando un hombre curtido como yo no puede tener confusiones.
»
Ni Agion ni tu hermano vieron lo que sucedió después, cuando me agaché para ver mejor a uno de nuestros enemigos, un sátiro muerto.
—Nada cambió, Sir Bayard —intervino el centauro, cruzando los brazos en el pecho— Nada, salvo el cambio de vuestra compostura, que me asustó, de tan asombrado, incrédulo y horrorizado como estabais.
—Agion —explicó Bayard— no vio cómo el sátiro se mutaba en cabra.
En ese momento el Caballero se sentó, desenvainó su puñal y pasó ligeramente los dedos por el filo de la hoja.
—Fue como si la muerte le hubiera arrebatado su parte de hombre —concluyó, volviendo a mirar dentro de la hoguera—. Como si la muerte le hubiera arrebatado lo
humano
de su cuerpo, dejando sólo restos cabrunos, inhumanos.
—Que fue lo único que hubo desde un principio, Sir Bayard —dijo Brithelm, con serenidad pero con voz muy fuerte en estos dominios tan peligrosos—. Tiene todos los elementos de un proverbio —añadió sonriente—. «Si luchas contra cabras, matarás cabras.»
—Como quieras —dijo Bayard en voz baja y extrañamente agitado—. Pero de una cosa no cabe duda: cosas muy extrañas ocurren en esta apartada ciénaga. Tengo deseos de abandonarla, pero primero cumpliré mi promesa de parlamentar con los sátiros, sean reales o imaginarios, y luego apresurarme para llegar a mi cita.
Bayard miró el fuego largamente y con rostro tenso antes de enderezarse. Se fue hacia
Valorous
y la yegua para atenderlos. Algo batió las alas en mi lado izquierdo. Di un brinco, pensando que era otra emboscada.
Luego recordé que en ese lugar no sucedería nada, que mi tarea consistía en llevar a esta gente a su destrucción; conducirlos a la casa del centro del pantano, donde si alguna emboscada se produciría, sería allí y no en otra parte.
Mientras tanto Agion se había afanado en recoger haces de juncos y hojas que dispuso en forma de colchón en el suelo del claro.
Cuando los demás empezaron a ocuparse de sus propios asuntos, me sorprendió mirándolo y siguió con su tarea con torpes y desgarbadas manos.
—Mi señor Archala dijo que estaríais siete días y siete noches entre nosotros para llevar a término el trato —observó; su cara se ensanchó con una sonrisa tan afable como fea—. Pero nunca os ordenó que transcurriera todo ese tiempo en vigilia.
Agradecido, me eché en el colchón y, con mi enorme compañero y guardián montando la guardia, dormí profundamente durante toda la mañana y la tarde.
* * *
Me imaginé que Bayard había perdido toda la paciencia con los Pathwarden, por el momento. Incluso el tiempo que pasé durmiendo era tiempo que debería recuperar camino al Castillo di Caela.
Después de mi sueño reparador, parecía que Sir Bayard había olvidado urgirme sobre detalles acerca de las aventuras de la noche anterior, o lo hacía a propósito.
Mientras éste se ocupaba de los caballos, Brithelm se puso en el punto más alejado de la hoguera; allí se sentó e hizo lo que parecía meditación; yo por mi parte me puse de lado, muerto de sueño, en mi cama de cañizos y saqué de mis bolsillos el Calantina.
Uno y diez, Signo de la Víbora. Bien, pues. Mejor comportarse como las víboras.
Me levanté y fui hasta Bayard, que estaba apoyado en la yegua, con sus grandes manos sobre la silla, resuelto en apretar lo que la ciénaga había aflojado. Vio por encima de su hombro cómo me acercaba y volvió a su trabajo.
—¿Bayard? —Volví a llamarle en voz baja—: ¿Bayard?
Sacó la armadura de la yegua y empezó a colocársela. Me miró, sonrió e indicó que me acercara. Me sentía más viperino a cada momento.
—Espero que hayas dormido bien, Galen. Debemos ponernos en marcha. Tengo la certeza de que encontraremos a los sátiros cerca del lugar que mencionaste. ¿A qué distancia queda más o menos? Échame una mano.
Me encorvé, até una hebilla y contesté:
—No muy lejos, creo, Sir. Sería muy fácil volver allí.
—Piensa, muchacho —me urgió—. No tienes ni idea de lo grave que es este retraso para mí.
Mientras ayudaba a incorporarse a Bayard, el fósforo empezó a brillar por encima de nuestras cabezas, al principio cubriendo de chispas el aire del atardecer, como si fuera asentándose, como un grupo de luciérnagas en las ramas de un inmenso y musgoso roble que se encontraba en el claro donde habíamos acampado. Al poco tiempo, la luz se levantó de las ramas y empezó a moverse hacia el lugar de donde había venido yo.
De momento simulé no ver el fósforo, pero pronto me di cuenta de que ninguno de mis compañeros lo había visto. Así que pude seguir la parpadeante luz fácilmente, deteniéndome de vez en cuando, fingiendo contrastar mis decisiones sobre dónde nos hallábamos antes de simular que reconocía un árbol, una charca de agua, una curva en el camino. Pronto no fue necesario seguir fingiendo ya que mis compañeros me seguían sin preguntarme nada, ocupados como estaban en aplastar mosquitos, en abrirse camino entre la maleza y echando pestes contra el terreno y contra los otros.
Durante todo el camino, la luz se mantuvo a poca distancia de nosotros, sobre nuestras cabezas. Era mi guía a través del pantano traicionero.
La noche cayó sobre nosotros a esa terrorífica velocidad que suele acontecer sólo dentro de la densa espesura vegetal.
Por orden de Bayard me puse al frente, como guía. Caminando a mi lado, Brithelm llevaba una de las teas y Agion cerraba la marcha llevando otra. Bayard llevaba a
Valorous
e iba entre las dos luces, vistiendo su armadura completa, que chirriaba fuertemente y hacía que se hundiera un poco en la tierra blanda del pantano. Quizás había pronosticado la posibilidad de una batalla en el lugar a donde los guiaba, y quiso estar vestido para el acontecimiento.
Lo que más me disgustaba era que Brithelm viniera con nosotros. No podía adivinar lo que el Escorpión tenía reservado para nuestro grupo, y mi inocente hermano no merecía aquella traición. Pero se empeñó en acompañarnos mientras durase el conflicto.