En estado líquido el fósforo es extremadamente inflamable, y entra en combustión al ponerse en contacto con el aire. En estado gaseoso es sólo una fuente segura de luz, no tanto como el polvo fosforescente que se halla en el abdomen de la luciérnaga, aunque es más denso. Tiene un aspecto más brillante y febril al internarse uno más en el pantano, lugar donde la materia muerta ha estado sepultada durante años.
En aquella ocasión me animé al ver luz, y lo mismo le ocurrió a la yegua, así que la seguimos con impaciencia.
Azucé a la bestia con la certeza de que la luz procedía de un lugar más seco, de una tierra más segura: de una casa quizás, o de las hogueras hechas por Bayard, Brithelm y Agion, que habrían sobrevivido.
La verdad es que no me di cuenta (o no quise) de que la luz verde no daba calor alguno. Se movía nerviosa ante mí y no iluminaba nada, sólo a sí misma. Cuando el fósforo se convirtió en fuego, cuando el verde se transformó en luz más cordial de tonos rojos y amarillos, cuando el olor de humo de madera me alcanzó y por fin el calor de hogueras, entonces empecé a reconocer que la luz que me había llevado cada vez más al interior del pantano había sido algo desagradable y sin vida.
Desmonté y llevé a la yegua a un escondite, detrás de un macizo de matorrales de acebo. Me resguardé tras la bestia de carga y agucé mis sentidos.
Allí, probablemente el punto más central del pantano, se encontraba un montículo, como si, habiendo llegado al nivel más bajo, el pantano hubiera tomado ánimos para retomar el nivel del mar. Tierras bajas como aquélla parecían sorprendentemente secas, lo suficiente como para aguantar lo que parecía ser un círculo de brasas, de pequeñas hogueras dispuestas como para dar luz y calor y ahuyentar a los últimos insectos de la estación.
Entre hoguera y hoguera había pilas de leña, que daban a entender que lo que se encontraba dentro del círculo formado por las hogueras estaba protegido y rodeado a propósito.
Pero dentro de ese círculo sólo había una choza desvencijada sobre unos pilares de madera. En una de las esquinas de la pared que daba a la parte de atrás, había un gran agujero. El tejado estaba caído y salía humo por sus numerosas grietas. En un principio creí que la choza se estaba quemando, aunque nada de esto ocurría en realidad. Quizá la chimenea tenía el tiro estropeado. Quien habitara allí debía ser muy desgraciado, viviendo así, en la miseria, soportando constantes bocanadas de humo.
Junto a la casa vi un rebaño de cabras, por lo menos una docena, contando los cabritillos que trotaban dentro de aquel círculo de fuego y leña, como si de alguna forma el fuego las contuviera, les impidiera desperdigarse.
Las cabras no parecían estar a disgusto en aquel paraje desarbolado. Eran de pelo largo, de la raza que uno espera encontrarse en las tierras altas o en las montañas. Aquí, en las ciénagas, aquel pelo estaba entreverado y cuajado de fango. De sus barbas y cuernos colgaban musgos y líquenes. Casi daba pavor mirarlas.
Allí cerca había fuego y calor. La yegua relinchó impaciente. Mis botas estaban empapadas, tenía los pantalones embarrados y mojados hasta más arriba de las rodillas y, a pesar del incómodo frío que sentía, parecía que a los insectos les gustaba cebarse en mi persona.
Salí de los matorrales tras los que estaba oculto, bajé a aquella hondonada de la ciénaga, y me encaminé hacia la choza, las hogueras, las cabras, hacia todo aquel espectáculo de luces, tirando de la yegua.
Cuando me acerqué, las cabras eran tan cabras como uno pudiera imaginar. Miraban con esos ojos somnolientos, estúpidos, y mascaban lentamente una verdura desconocida para mí que triscaban en el claro. El olor también era como el que me había imaginado, así que aceleré el paso, impaciente por llegar a aquel denso humo de leña y a los únicos residentes visibles. La yegua dio otro resoplido y tiró de las riendas hacia atrás. Pero la calmé, chascando la lengua y la llevé hacia adelante.
Una vez dentro del círculo de hogueras me di cuenta de mi error.
De repente las llamas empezaron a moverse y a oscilar como el fósforo. Me di la vuelta pero ya era demasiado tarde para intentar una rápida retirada.
La leña se irguió, empezó a crecer y a extenderse a una velocidad grotesca incluso para la ciénaga en la que estábamos. En unos segundos estaba rodeado de una alta empalizada, una valla sin entrada ni salida.
Las cabras también estaban cambiando, les desaparecía el pelo hacia dentro de sus cuerpos a tanta velocidad como crecía la empalizada desde el suelo. Se pusieron sobre sus patas traseras, adoptaron forma humana —o algo que se aproximaba a lo humano— y se convirtieron en otras criaturas. Dejaron de ser cabras para convertirse en sátiros. Me miraron adormilados, con cara estúpida como si se estuvieran despertando. Anduvieron hacia las hogueras, del centro sacaron ramas en llamas y las levantaron como si fueran antorchas. Amenazantes, me rodearon lentamente.
Mi primera idea fue dejar las riendas, para que la yegua hiciera lo que le viniese en gana y lanzarme dentro de aquella pequeña y humeante choza en medio del claro. Allí, encima del rebaño de sátiros y de la confusión, tendría tiempo de pensar, de inventar algo, de imaginar una escapada.
Pero estaba perdiendo la posibilidad de actuar. Mientras el cercado y las cabras habían crecido, la choza se había transformado, levantándose y reconstruyéndose en aquella luz verde viscosa hasta dejar de ser una choza y convertirse en un enorme y espeluznante trono, soportado por pilares en medio de un baluarte fortificado.
Sentado en aquel trono estaba el Escorpión.
Debo admitir que todo aquel tinglado era impresionante. El trono era esquelético: fino e intrincado y de color asqueroso, lechoso desde la base hasta la corona. En su superficie, cientos de escorpiones, negros sobre fondo de hueso y marfil, danzaban, se levantaban o enderezaban sus venenosas colas.
El Escorpión estaba sentado en el trono, enjuto y amenazador. Bajo aquella pesada capa negra, podía aparecer encarnado en cualquier cosa.
Pero estaba seguro de que la voz tenía que ser la misma, la misma que recordaba haber oído en la casa del foso: musical y melosa, adornada de hielo, metal y veneno. La voz del cuervo.
Tan pronto como recobré el equilibrio y pude controlar a la yegua, que tiraba frenéticamente hacia atrás, tan pronto como me di cuenta de toda la escena —el trono, los bichos, el hombre con la capa y capucha negra—, me llegó la voz, que confirmaba mis temores.
—Pequeño Galen, tu peor pesadilla se repite. Sí, lo has soñado y te has despertado sobresaltado, sudoroso y con el corazoncito acelerado, pues en tus sueños me viste y estás asustado más allá de toda seguridad y tranquilidad.
A decir verdad, no había formado parte de mi peor pesadilla, en la que se me aparecía un gran ogro sin cara, blandiendo una enorme y afiladísima hacha. Pero él era suficiente como para constituir una pesadilla, y yo, desde luego, no estaba inclinado a discutirle nada. Me ahogaba al respirar y asentí mientras empezaban a temblarme las piernas.
—Creo, amiguito, que es hora de pagar parte de tu deuda.
—Así es, Majestad. Y mi intención es pagárosla. Pagárosla con intereses, pues fuisteis extremadamente amable al dejarme salir de aquella prisión, de la biblioteca, tras tan corta visita y en tan inusitadas circunstancias...
Se inclinó desde su trono; me clavó la mirada como un ave de presa mira al roedor de cada día.
—Pero es más complicado que todo eso. Puesto que, como Vuestra Majestad sabe bien, no he tenido la oportunidad de concentrarme en mis pensamientos; tampoco tengo buena información acerca de Bayard, desde hace más de dos semanas, pues he sido hecho prisionero y me han obligado a prestar servicio y otras cosas.
El Escorpión se arrellanó y movió ostensiblemente los dedos, blancos y largos. El círculo de sátiros que estaban a mi alrededor se estrechó y, con ello, mis oportunidades.
Comencé a negociar.
—Tengo a vuestra disposición aquello que me pedisteis en aquella ocasión —señalé la grupa de la yegua, donde estaba envuelta la armadura de Bayard—. Una exquisita armadura solámnica, poco usada últimamente, a la que, si a vuestra comitiva no le molesta limpiar un poco, quitarle el barro y...
—Basta. —Mi anfitrión bajó las manos y las puso con ligereza en los brazos del trono, quitando de allí a los escorpiones—. ¿Y crees que me conformo con la armadura, jovenzuelo? ¿Tengo aspecto de traficante de petos, al que satisface únicamente la mercancía?
—No, Majestad. Vuestra Alteza se parece a mi peor pesadilla.
—De eso estoy satisfecho. ¿Me doy por enterado de que Bayard Brightblade todavía sigue en algún lugar del pantano?
—Sí, Señoría. —El interrogatorio iba aclarando mi mente—. Así es, si no me equivoco. Estoy seguro de que está en algún sitio de este pantano, pero estoy tan desorientado, tan aturdido y cansado por las circunstancias, que no podría deciros dónde está el este hasta que amanezca y mucho menos dónde se encuentra ahora el Caballero del que hablamos.
No me sentía mal al traicionar a Bayard. Después de todo, no estaba allí por propia voluntad. No podía llamar amigo a Bayard, no. Y ¿era su escudero, si me había obligado a entrar a su servicio? Más bien era su prisionero, y la obligación de un prisionero, cualesquiera que sean las circunstancias, es escaparse, ¿no es así?
Dejé de sorprenderme de mi lógica cuando el hombre del trono siguió disparando sus preguntas.
—¿Sabes lo que es el fuego fatuo, joven?
—No, Sir, pero espero saberlo pronto.
—La luz que flota en el pantano, gas de ciénaga, fuego de lobo, llámalo como quieras, el que va siempre delante del viajero que lo sigue. Como el fuego que te trajo aquí.
Asentí con estupidez, esforzándome por mantener quieta a la yegua, que temblaba mucho y a la que sujetaba por las riendas.
—Es una luz que el viajero sigue bajo su propio riesgo, ya que lo conduce cada vez más al interior de la ciénaga donde mora su perdición.
Se ahogó con sus risotadas y los escorpiones se escabulleron de debajo de sus manos.
—Tú, pequeña Comadreja, eres mi fuego fatuo, ya que tu trabajo consiste ahora en traer a tus compañeros aquí, a mi presencia, traerlos engañados hasta el centro de esta empalizada y mantenerlos aquí durante largo tiempo. Una tarea fácil para alguien tan merecedor de mi gratitud.
—Me encantaría ayudaros, señor —empecé a decir probando suerte—, pero por mi vida juro que no tengo ni idea de dónde se encuentra Bayard.
—No te hagas el inocente, joven —me soltó a quemarropa, con lo que hizo huir de su lado a los escorpiones espantados por el ruido. Su cólera cargó más el ambiente, como si estuvieran a punto de comenzar a caer rayos en día de tormenta. Me eché hacia atrás y vi a uno de los sátiros, pequeño, casi sin barba, dar media vuelta y saltar la empalizada, perdiéndose en la espesura. Uno mayor lo siguió, y luego otro.
—Bueno, sé que Bayard se encuentra en alguna parte del pantano.
—Eso está mucho mejor —interrumpió—. Mucho más... positivo y optimista.
Su voz era ahora la de un instrumento dulce y melodioso. Poco a poco los escorpiones volvieron a concentrarse en el trono.
—Tienes muy poca confianza en mí, Galen. ¿Creíste que te iba a dejar tan... desamparado? ¿Has olvidado cómo te ayudé en la biblioteca de la casa del foso? No, Galen. Lo que necesito es que alguien traiga a Bayard hasta este lugar.
Uno de los sátiros entró saltando de nuevo en el cerco, como si estuviera pasando por la niebla. Sin prestarle atención alguna, el Escorpión prosiguió.
—Verás cómo sé dónde está Bayard. —Una bola de cristal con una luz verde empezó a iluminarse en su mano—. Y la luz que te trajo hasta mí también te llevará hasta él y os traerá a los dos de nuevo a esta choza, a este campamento.
—¿Y no le ocurrirá nada a Bayard? —pregunté, aturdido.
—Mi mano no derramará sangre en esta empresa. Siempre cumplo mi palabra, por siglos de fuego y de diluvios y desastres. No como otros.
—Eso suena muy prometedor, señor. Con esta garantía, me encantaría por fuerza o por engaño traer a Sir Bayard Brightblade de Vingaard ante vuestra augusta presencia, para que obtengáis de él de la forma más conveniente la información que necesitáis. Sin embargo, a cambio me gustaría ganar mi libertad. Y ser escoltado sano y salvo hasta la morada de mi padre, pues Sir Bayard no querrá saber nada de mi compañía si sospecha mi traición.
Hubo una larga pausa. El Escorpión reflexionó. Esperé su decisión. La yegua tiraba con menos urgencia de las riendas y los sátiros no hicieron más que entrar y salir de la fortificación por la empalizada.
—Te concederé esa oportunidad —dijo finalmente el Escorpión—. Te guiaré hasta tus compañeros y tú los guiarás hasta mí. Te concederé esa oportunidad pero estaré muy alerta, ¡oh, sí! Seré un halcón, un nido de lechuzas cuando pases, pequeña Comadreja, pues no sé si tu complacencia en traicionar a tus compañeros es real o no.
En aquel momento tampoco yo lo sabía.
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Fuego fatuo
Así, siguiendo el mortecino resplandor del fósforo, salí del claro. Cabalgué sobre la yegua hasta el campamento de Bayard, donde mi amo, mi hermano y los caballos se encontraban. Agion, para ser preciso, se encontraba de pie bebiendo roka junto a la hoguera.
Bien, me dieron la bienvenida, sin disimular su alegría, mayor de lo que esperaba o merecía. Bayard y Brithelm se pusieron en pie de inmediato. Brithelm, con los brazos abiertos preparado para un encuentro fraternal; Bayard, más reservado, según correspondía a su rango, pero sin poder encubrir su contento y alivio. Agion estaba literalmente haciendo cabriolas como un potrillo, yendo y viniendo entre
Valorous
y la yegua.
¡Y pensar que yo encaminaría a estos inocentes dondequiera que me ordenara el Escorpión!
Nunca había sido de mi agrado este pacto secreto con mi secreto enemigo. Había empezado a preocuparme el hecho de que estar vigilado formaba parte de un misterioso plan que bien podría acabar en desafueros contra gente que no los merecían. Pero se le dé el nombre que se le dé, se trataba de su pellejo o del mío. Considerado con frialdad, era fácil no tener en cuenta aquellos sentimientos tan elevados.
Brithelm se deshizo en abrazos y preguntas. Me llevó hasta la hoguera y me sirvió una taza de roka. La olí con prevención. Olía a roka de almendra y a canela. Luego la bebí. Para mi sorpresa, ese roka era de otra clase del que acostumbraba a preparar mi espiritual hermano.