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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (16 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Yo daba la imagen de una figura menos fiera. Como mucho a unos diez metros fuera del camino, retiré los juncos para ir a dar a un reducido claro, en el que había leña podrida y dos charcas de agua estancada. El pantano se sumió de nuevo en un extraño silencio. Las llamadas y los gritos se apagaron tan súbitamente como habían aparecido y volvieron a oírse los ruidos habituales de un pantano. Ahora los mosquitos zumbaban de nuevo en mis oídos, pero aquella paz en el ambiente fue rota por el graznido de un cuervo.

Saqué mi corta espada, sabiendo que, con ruido o sin él, podría también producirse la lucha con arma blanca y cuerpo a cuerpo y que incluso tendría que tomar parte en ella. Todo antes que el cautiverio.

Transcurrió el tiempo, demasiado tiempo. En medio de mis preocupaciones, oí acercarse algo que hacía ruido: un fuerte crujir de hojas y ramas. Me puse a excavar en la tierra de inmediato con la esperanza de que tendría tiempo para ocultarme y así evitar ser detenido. Pero la tierra estaba demasiado mojada y el agujero que iba haciendo se llenaba de agua a la misma velocidad que lo hacía. Me di cuenta de que, me encontraran o no culpable de espionaje los centauros, de todos modos estaba a punto de perecer ahogado.

En eso, Bayard salió de entre las hojas y ramas con la espada en la mano derecha y me hizo señas rápidas con la izquierda para que me mantuviera en silencio. Se acercó reptando y se arrodilló junto a mí.

—¿Dónde habéis estado? —le espeté, y mi voz era casi un grito. Pero su mano enguantada me tapó la boca y me hizo enmudecer.

—Estás bien, ¿verdad?

—Sí. Bueno..., no. Mi pierna, Sir. Me temo que esté rota y si no, herida. Si tenéis un plan para escaparnos, supongo que podré aguantar el dolor y seguiros. Para otra cosa, la pierna no está bien; inútil total para atacar un puesto o para cualquier otro tipo de ataque que estéis planeando.

—Entonces estás intacto —dijo Bayard en voz baja—. Tendrás que recuperarte de tus fabulaciones y disimulos, Galen.

—Así lo haré, Sir, cuando nuestros enemigos se recuperen de los suyos.

Desde la otra parte del sendero, algo silbó muy cerca de nosotros.

—Agion, Galen, estamos rodeados —prosiguió Bayard, señalando con la cabeza hacia donde venía el sonido—. Conocen este terreno, saben cómo combatir en el pantano. Juro por mi vida que no pude darme cuenta de quién me golpeó cuando nos emboscaron. Y lo que es más, estamos en inferioridad numérica. Y si nos atenemos al ruido que están haciendo, en inferioridad mucho más numérica de lo que podríamos calcular.

—Eso me anima, Sir. ¿Por qué no nos reagrupamos? Podría cabalgar sobre Agion hasta las líneas de los centauros. No me molestaría tanto la pierna si fuera a caballo. Nuestra suerte no cambiará si nos quedamos aquí.

—La retirada no es una alternativa —dijo Bayard queriendo evitar seguir hablando de ello. Apoyó la cabeza en el roble y cerró los ojos.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

Bayard abrió los ojos, me lanzó una mirada de reproche y se incorporó un poco.

Algo silbó de nuevo desde la otra parte del camino, aunque con más fuerza, con más urgencia que antes.

—Algo se está tramando aquí —confirmó Bayard—. Sin duda Agion los ha descubierto.

Se levantó para ponerse en marcha y lo seguí, pero se volvió y me indicó que me quedara donde me encontraba.

—Las cosas se van a poner muy feas. —Echó una mirada rápida a mi espada y se rió—. Sospecho que no... eres muy ducho con las armas. Pero puedes lanzar un grito de aviso si es necesario. Así que vigila esta parte de aquí, no fuera que nos atacaran por detrás.

Tras aquellas palabras de aliento se adentró con sigilo en la verde maraña que había a mi espalda y yo me dispuse a cumplir con mi cometido sin moverme del sitio.

Mi cometido no era nada fácil, considerando que uno se ve tentado a hacer de todo menos esperar. El día transcurrió, hasta que cayó la tarde y por momentos parecía que los ruidos se aproximaban. Entre las llamadas que iban y venían, los rebuznos, los balidos, algunos silbidos y chillidos agudos, podía oír esbozos de palabras, pero no lo suficientemente claros como para entender una frase. Era como si lo que dijeran los sátiros estuviera hecho de fuego fatuo. Siempre un paso, o dos, más allá del alcance del oído.

Estuve sentado allí más de una hora, aplastando insectos y temiendo todo lo imaginable (y cosas que iban más allá de lo imaginable). Los ruidos se producían y desaparecían, venían y se iban, hasta que el pantano se quedó en absoluto silencio. Empecé a pensar dónde podría encontrarse Bayard, por qué no había dado señales de vida. Estuve tentado de levantarme y dejar el puesto, pero luego lo pensé mejor. Supe cómo debía sentirse una tortuga en su concha jugando al complejo juego de saber cuándo podría sacar el cuello sin riesgo.

En aquel instante un grito agudo, penetrante y horripilante salió desde alguna parte alejada hacia mi derecha. Fue como si el ala de un cuervo hubiese tocado mi cara, trayendo el frío aliento de la noche y de la muerte.

Aquél no era lugar donde quedarse cuando se hizo de noche. Me puse en pie y comencé a andar, desorientado, en un círculo de pesadilla, y así durante los que debieron haber sido los minutos más largos de mi vida. Salí de los matorrales y encontré el sendero. Me arrodillé y con gran satisfacción y alivio lo besé.

Fui en la dirección que había tomado Bayard, o la que pensaba que tomó. Poco a poco volvieron a oírse sonidos más familiares, el verde de las hojas se oscureció, se difuminó al caer la noche. A mi espalda, las ranas se llamaban unas a otras y una lechuza se despertó. Por último, el pantano se llenó de ruidos, tomó un carácter casi alegre. Tuve la tentación de buscar refugio, de dejar el camino, de guarecerme en alguna parte mientras la escasa luz lo permitiera.

Mientras iba haciendo estas cábalas, mirando tan lejos como podía hacia las ciénagas de mi derecha, se produjo un total silencio a mi izquierda. Empuñé de nuevo la espada, miré cómo los juncos y enredaderas se separaban en aquella dirección y esperé a que restallaran, formaran remolinos y se pusieran como a hervir, como solía ocurrir siempre antes de una emboscada. Me sentí tranquilizado cuando nada de eso ocurrió.

Agion creyó que éramos tres. Alguien más había entrado en esta ciénaga. Pensé en el Escorpión, en la calma de este lugar y en lo apartado que estaba de todo. O quizás Archala había cambiado de planes. Podría suceder que ya fuéramos espías convictos. Quizá nos habrían sentenciado. Era obvio que a quien menos esperaba ver en aquel lugar era a Brithelm.

Pero se trataba de Brithelm, sin duda, mi hermano mediano, que permanecía sentado en el aire, sobre un colchón, con los ojos cerrados y un silbato de perros asido fuertemente en la mano. Al abrir los ojos y verme, su cara se encendió y gritó «¡Galen!», y este sonido debió de oírse por todo el pantano, incluso en la casa del foso, alcanzando los oídos de los sátiros, quienes no se encontraban muy lejos, buscando mi escondrijo a la vez que afilaban sus armas paciente y amorosamente.

Brithelm vino hacia mí, ignorando sátiros, emboscada, peligros, incluso más negros y desafortunados que los que cayeron sobre Kallites y Elemon. Más allá del sendero, desde algún lugar a cubierto, oí que Bayard (quien se encontraba muy cerca, a fin de cuentas) gritaba: «¡No te levantes!». Al oír el grito, Brithelm se sonrojó aún con más intensidad.

—Querido hermano. Feliz al servicio de Bayard de Vingaard. Permite que primero salude al Caballero, como es propio y costumbre. Luego tendremos un parlamento fraternal.

Tras decir esto, Brithelm se alejó y cruzó con gran rapidez el sendero. Sir Bayard y Agion gritaban desde algún sitio delante de él y yo desde atrás. Pero no oyó nada de lo que le decíamos, resuelto como estaba a saludar al Caballero, «como es propio y costumbre». Comencé a correr tras él para agarrarlo pero, al oír movimientos entre la maleza, a mi derecha, lo pensé mejor y abandoné rápidamente el sendero.

Esta decisión y la rapidez en apartarme me salvaron la vida.

Dos sátiros armados con hachas pequeñas pero contundentes saltaron desde los matorrales y se abalanzaron sobre Brithelm, quien no los había visto y seguía caminando con despreocupación.

Me quedé paralizado, como si estuviera contemplando a una inmensa e hipnotizante serpiente llena a rebosar de veneno, de las que los hombres de Neraka se envían mutuamente en cestos en época de inestabilidad política. Vi movimiento en mis flancos; vi, por un segundo, a Bayard, quien empezó a ponerse en pie para ir a ayudar a mi hermano. Vi un brazo fuerte, probablemente el de Agion, que lo agarró y lo volvió a su sitio.

Vi cómo Brithelm
pasaba por en medio
de los sátiros, indemne. Vi cómo le lanzaron las armas sin hacerle daño alguno. Vi cómo los sátiros se retiraban hacia lugares más seguros con tanta rapidez que parecía que se hubieran esfumado.

Brithelm no se había dado cuenta de nada.

Continuó caminando despreocupado; luego se volvió, apartó los juncos con los brazos y dio la mano a un Bayard pasmado, y a Agion, quien no lo estaba menos. Bayard salió al claro seguido del centauro, ambos con la mirada puesta en mi hermano.

Ya que los sátiros habían despejado el campo, salí también.

Nos quedamos en torno a Brithelm, boquiabiertos. Brithelm nos miró uno por uno, sonriendo, moviendo la cabeza; ninguno se atrevía a decirle que había sido atacado.

Por fin rompí el silencio, dirigiéndome a mi comandante, al cerebro de esta misteriosa operación.

—Espero órdenes, Sir.

—Primero deberíamos salir del sendero —afirmó Bayard—. Los sátiros pueden volver en cualquier momento.

—Si lo hacen, podremos ocultarnos detrás de Brithelm —sugerí.

Bayard me lanzó una mirada de desprecio y nos guió hasta donde él y Agion habían estado ocultos: un pequeño claro al que habían hecho más espacioso de lo que era en un principio, ya que los juncos y la hierba alta no se aguantan bajo el peso de un centauro, aunque ya el follaje se estaba enderezando y creciendo de nuevo, y nos llegaba a la altura del pecho; bueno, alcanzando las corvas de Agion y la cintura de los otros dos hombres. Agion despejó el lugar de juncos y enredaderas, usando la guadaña que había recuperado del sendero, intocada por mano de sátiro.

Me devolvió la confianza, hasta cierto punto, el que Brithelm contara cómo y por qué estaba allí, de una forma normal y casi tranquilizadora.

Mi hermano seguía siendo el de siempre, un tanto cabeza de chorlito.

Parece ser que Brithelm había salido de un trance la misma mañana en que yo había partido, y se enteró de ello. Como había esperado, admitió, su hermano había acudido a la «llamada de la gente caballera», dicho de forma muy generosa por parte de Brithelm. Bayard fue muy benévolo al no reírse.

—Pero desperté para presenciar lo inimaginable, hermanito, algo menos imaginable de lo que pudiera pensar o soñar. Pues, aun habituado a recibir señales y visiones, nunca había recibido una tan... manifiesta, tan tangible como aquélla. —Brithelm rebuscó en los bolsillos de su capa y mostró el silbato de perros—. Es un silbato de perros, Galen, utilizado para...

—Para llamar a los perros. En verdad, Brithelm, sé lo que es y cómo llegó a tus manos.

—Como también yo lo sé, también yo —exclamó Brithelm con satisfacción—. Es una señal de Huma. Una señal de Huma, quien me urgió que fuera a la ermita.

Bayard se sonrió sin disimulo y animó a mi huero hermano a que prosiguiera.

—Pues ved —Brithelm continuó con serenidad—, que estuve meditando si volver o no a esa ermita, pues la última vez que estuve me sacaron de allí las abejas.

Recordé lo acontecido. Mi hermano tuvo habones durante semanas.

Agion asintió con benévolo entendimiento.

—¿Aprendisteis «a dormir de pie»? —preguntó a mi místico hermano, quien sonrió y lo confirmó, aunque no pude entender cómo comprendió lo que Agion le había dicho.

—Este silbato es la señal —continuó Brithelm—. Al llamar a los animales, a las cosas de la Naturaleza, responderán, vendrán a mí. Se pondrán en comunión.

Se produjo un ruido en el camino, algo que surgió del centro del pantano y que venía lentamente en nuestra dirección: un crujido de juncos que caían al agua. Bien pude pensar que Brithelm había estado caminando alegremente hacia nosotros durante horas, haciendo sonar aquel silbato, alertando a toda la ciénaga al menos de la posición de un loco. Podría ser que el silencio opresivo en medio del que estuvimos caminando fuera obra del silbato. Incluso no sería de extrañar que ahora, con Brithelm en nuestra compañía, tuviéramos la posibilidad de comunicarnos con los sátiros.

Bayard hizo señas para que estuviéramos en silencio, por lo cual no tuve oportunidad de decir a Brithelm que el silbato había salido de mi bolsillo y no del pecho de Huma, de más allá de las estrellas.

Aunque eso no hubiera significado diferencia alguna.

Pero estábamos hablando de sátiros. Había cuatro agazapados en el camino, mostrando cada uno de ellos una cimitarra aserrada. No podía imaginar arma de aspecto más repugnante.

Agion se agachó con dificultad, debido a su estatura, y miró a las criaturas por entre los matorrales. Luego se dirigió a Bayard y le dijo en voz baja, aunque, a mi entender, no lo suficiente:

—Creo que podemos coger a cuatro de ellos, Sir Bayard, sin contar con la ayuda del hombre sagrado que no lleva armas y no lucha.

—Luchar no tiene sentido, Agion —protestó Bayard—. Al menos hasta que intentemos acordar la paz que prometí a Archala. Se trata de cómo alcanzarla para que los sátiros no nos ataquen por pura preferencia cuando nos vean. Así que no tenemos que luchar contra ellos para que las cosas se calmen lo suficiente como para parlamentar.

—¿Por qué no les enseñáis vuestra armadura, Sir? —sugerí, tirando de la manga de Bayard—. Podríais decirles que no sois más que un Caballero y no mentar lo de Solámnico y quizá nos den escolta hasta salir de aquí.

—Eso estaría bien si no se tienen en cuenta dos cosas, Galen. Una, que mi armadura continúa probablemente cabalgando por el pantano, a lomos de nuestra bestia de carga.

Había olvidado aquello.

—Dos, aún no teniendo la armadura aquí, no podría mentir, que es lo que estás sugiriendo. La armadura es solámnica, forjada en nombre de Huma. La deshonraría recurriendo a falsedad, ya que toda falsedad mancilla a la Orden.

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