Nuestros ánimos y ropas se habían mojado considerablemente. Bayard se puso de nuevo a hacer fuego, insistiendo con su silencio en que si íbamos a comer en alguna parte, por todos los dioses, que lo haríamos allí mismo.
Comimos aprisa. Bayard sacó algo de cecina y frutos secos de uno de los innumerables bolsillos y paquetes de la yegua. El fuego, muy a nuestro pesar, sólo servía para dar algo de calor, pero no para cocinar.
Fue una comida triste y sin palabras, bajo los castaños. El caballo y la yegua no dejaron de tiritar junto a nosotros y la lluvia caía sin cesar.
Para consolarme, tiré los dados del Calantina y me salieron el dos y el ocho, Signo del Caballo. Estaba dándole vueltas a aquello, intentando recordar los versos correspondientes a aquel signo, cuando Bayard se apoyó en mi nombro y me dijo:
—¿Qué es eso?
—Signo del Caballo —respondí sin más comentario. No estaba de humor como para conversaciones con mi juez, jurado y ejecutor.
—¿Es...?
—El Calantina. Dados de adivinar el futuro, de Estwilde.
Quizás admitiría aquello como respuesta, volvería a su sitio junto al fuego y hasta sacaría algo más de comida, que fuera comestible y no supiera a alforja. Bien estaría que matásemos el apetito una vez más antes de llegar al castillo.
—¡Majaderías! Eso es lo que es —dijo Bayard sin aspavientos. Luego sacó su puñal y se acercó hasta
Valorous.
—Supongo que sí —dije distraídamente.
—Entonces ¿por qué los tienes? —replicó, agachándose junto a
Valorous
y levantándole la pata izquierda delantera.
—Tener ¿qué?
—El Calantina, hombre. Juegos de salón de Estwilde. O allí donde haya salones. Ellos lo inventaron pero no se lo toman en serio. ¿Por qué tú sí? —se rió a carcajadas.
—El Calantina me aclara la situación en circunstancias adversas, Sir Bayard. Mi futuro, mi lugar, tanto en el constante cambio de las cosas como en mis planes de acción.
—Majaderías —repitió, a la vez que empezó a limpiar de barro las pezuñas del caballo.
—¿Majaderías?
—Majaderías, Galen —dijo sonriendo—. Ya sabes: tonterías, imbecilidades, disparates. —Se volvió hacia mí, esta vez sin sonreírme—. Existen en el mundo muchos tipos de magia, muchacho. Ése no es tal.
—¿Cómo lo sabéis? —pregunté, volviéndome a apoyar en el castaño, con la mano en el bolsillo y apretando los dados con fuerza.
—Dejémoslo —dijo Bayard, cogiendo la otra pata de
Valorous-
-
.
Bien, ¿qué signo has sacado?
—Signo del Caballo —respondí sin entusiasmo, y para evitar mirar a Bayard fijé la vista en los abetos, con temor de que los milicianos pudieran volver por nuestras cabezas de un momento a otro.
—¿Qué puede significar eso? —preguntó mi amo a la vez que empezó a limpiar la pezuña.
—Puede que tenga algo que ver con este viaje. Puede referirse a lo que le ocurrió al pobre
Molasses.
—Nada preciso, ¿verdad? —preguntó Bayard triunfante, yendo hacia las patas traseras de
Valorous
y aguantándose la risa.
—Podría significar muchas cosas combinándolo de una manera que no hemos descubierto todavía.
Sabía que aquello no tenía mucho fundamento pero pensé que no lo discutiría. Me equivoqué.
—Experiencia, Galen. Podría bloquear este camino con augurios según la experiencia. Lo mágico es algo tan raro como una lucha entre hombres honrados a lo largo de este camino.
—Pero he visto magia, Sir Bayard —balbucí pensando en Brithelm.
—Como yo he visto hombres honrados luchar en este camino. —Sir Bayard replicó con calma, absorto de nuevo en su trabajo—. Goad y Karrock y el resto de esos milicianos creen que somos criminales; lo creen con sinceridad. Y ese hombre que está en la mazmorra de la torre de la mansión de tu padre no ha sido de gran ayuda para disipar tal creencia.
Se interrumpió, y me miró a los ojos. Volvió a ocuparse de
Valorous.
Limpió la cuarta pezuña. Tiró la daga a tierra, que allí se clavó, y se irguió.
—Goad sólo estaba protegiendo su aldea contra lo que imaginó ser un Caballero bandolero. Odia la Orden. Es posible que crea que sólo somos bandidos y traidores. Tiene mucho que aprender. Tú tienes mucho que aprender también, Galen —concluyó, dirigiéndose hacia la yegua de carga—, siempre y cuando siga vivo para enseñarte.
Empecé a protestar, a dejarle ver a Bayard que, según había calculado, no tenía mucho que enseñarme y que estaba deseando aprender mis lecciones en cualquier otra parte, siempre y cuando me diera escolta hasta un lugar sin lluvia y sin milicianos fanfarrones.
Empecé a decirle esto, pero se detuvo en seco a medio camino entre los caballos y miró con gran atención hacia el grupo de abetos, que apenas se veían, pues estaban tapados por una cortina de lluvia.
—Algo se mueve de nuevo allí —susurró, volviendo hacia
Valorous,
cerca de cuya silla estaba envainada su espada.
Seguí su mirada hacia la línea de hiedras, borrosa en el movimiento gris de la lluvia. Algo se movía por allí, pero desde donde estaba, y debido a la difuminación de la luz causada por el agua, no era capaz de distinguir nada bien.
—¿Qué es, Sir?
Bayard siguió inmóvil, con la mirada fija en la distancia.
—Goad dijo algo de la filosofía de los números. ¿Creéis que son los milicianos con más filosofía?
—Si es así, Galen, mejor será que vayas a tu puesto en el castaño. Supongo que necesitaré un vigía tan osado como el que necesité en la última ocasión.
Bayard dio unos pasos y calmó a su caballo con unos toques de su enguantada mano.
Pero aquello no sirvió para calmar al escudero.
—Esta vez podríais matar a un par de ellos, Sir —proseguí. Algo como para cambiar la ventaja filosófica en su favor.
Bayard estaba yendo hacia donde se encontraba su espada. Miré con atención. Esperé a que la desenvainara para poder subirme al castaño cuando se volviera.
Pero nada de esto ocurrió. Ya que, detrás de Bayard y de
Valorous,
pude ver a cuatro tipos enormes cuyos torsos sobresalían por encima de unas matas de ciclaminos. Entre el ruido de la lluvia pude oír pisadas de cascos en el suelo del bosque. No se molestaban en no hacerse notar.
Estaban a caballo y nosotros, no. O así lo pareció hasta que saltaron por encima de los matorrales hacia nosotros, y fue entonces cuando vimos que eran caballos de cintura para abajo.
Pensé en el Signo del Caballo cuando salí corriendo hacia atrás y vi el tronco del castaño. Luego sólo vi sus ramas. Más tarde no pude ver mucho. Sólo colores grises y una luz mortecina. Hasta que no vi nada.
Los centauros
¡Cuántas conmociones en tan sólo quince kilómetros de viaje!
Escasamente a quince kilómetros de la casa del foso de nuestra familia se extendían unos terrenos pantanosos que ocupaban unos sesenta o setenta kilómetros hacia el norte y hacia el sur —no podría precisarlo— y rodeaban nuestras tierras, por lo que casi toda la propiedad era fronteriza con las ciénagas. El Pantano del Guarda era un feliz accidente acaecido en el pasado reciente, en los dominios de los Pathwarden que se había elevado rápida e inexplicablemente hacía un siglo más o menos. Nosotros lo conocíamos por ese nombre aunque los campesinos lo habían abreviado, como suele hacer la gente de esa ralea. Aunque lo mirábamos con recelo y con temor, amedrentados por las habladurías —que auguraban cosas extrañas y a medio pudrir que acechaban en su interior, o que allí todo crecía vertiginosamente—, sucedía que la ciénaga rodeaba favorablemente el dominio de los Pathwarden y nos protegía de la hostilidad hacia los Caballeros Solámnicos, hostilidad que había surgido en Ansalon tras el Cataclismo.
Es conocida la historia relacionada con la Pérdida de la Gracia. Las gentes de Solamnia, cómo no, decidieron que los Caballeros habían sabido muchos años atrás que el Cataclismo iba a producirse, pero que fueron reticentes o incapaces de prevenirlos. Este sentimiento popular se convirtió en la excusa para atacar a todo Caballero que pasara por esta parte del dominio.
Sin embargo, hubiera sido peor para nuestra familia cuando acontecieron las protestas y la persecución. Para empezar, nunca vivimos en Solamnia propiamente, donde se desarrollaron con más ahínco estos tumultos. Nos encontrábamos al oeste, en Coastlund, protegidos por nuestro alejamiento y, como se vio, rodeados por el Pantano del Guarda. Aunque hubo muchos hombres dispuestos a descalabrar Caballeros, pocos de ellos osaban salir del terreno conocido o por tierras peligrosas para llevar a cabo sus actos criminales. Así que mi familia y yo fuimos afortunados al contar con las ciénagas.
Esto significa que nunca me acercaba a ese asqueroso lugar, plagado de serpientes, cocodrilos y bandidos casi tan fríos e inhumanos como los propios reptiles. Hasta ese momento había hecho todo lo posible por evitarlo.
* * *
Me desperté a caballo, o así lo parecía. Estaba cruzado como una manta sucia o una silla de montar, con la cara en contacto con un ancho y moteado lomo que olía a sudor de caballo. Podía ver cómo el suelo pasaba rápidamente bajo mis ojos y el frío viento de la lluviosa tarde azotaba mi cara.
Me cambié de postura e intenté sentarme. Pero no había silla y, además, me habían maniatado. Una mano fuerte me tiró de los cabellos, y volvió a colocarme como estaba. Me retorcí, intenté dar patadas y liberarme de constricciones —de aquella mano, por lo menos—, pero no encontré jinete alguno allí donde tenía todo el derecho de encontrar uno.
Me acordé de los hombres-caballo. Recordé cómo se nos echaron encima, saltando por los arbustos y por las zarzas. Levanté la cabeza tanto como me fue posible y mi mirada se topó con una fornida espalda y los hombros de una de las criaturas.
Estaba encima de lo que parecía ser un centauro, que se dirigía hacia las ciénagas y con toda seguridad hacia un lugar de tortura.
¿Dónde estaría Bayard?
¿Lo habrían hecho prisionero? O lo que sería peor, ¿se habría acobardado y huido, dejándome a merced de los centauros cuando perdí el conocimiento bajo el castaño? Cruzado sobre mi apresador, me quejaba con amargura y esperaba los malos tratos que con toda seguridad me caerían encima. Podía imaginar a los hombres-caballo alzándose sobre sus patas traseras, blandiendo armas y vapuleándome hasta convertirme en pulpa.
El que me llevaba caminaba airosamente, con una gracia no apropiada para su tamaño, con más elegancia que un caballo. Quizá porque toda aquella musculatura, velocidad y equilibrio estaban guiados por una inteligencia por lo menos equiparable a la de un ser humano. Se trataba de una combinación de la gracia natural y del evidente conocimiento del terreno, ya que nos movíamos con rapidez hacia nuestro destino, fuera cual fuese. Y desconocer dónde se encuentra uno, puede llegar a ser fatigante.
Aunque esto no me preocupaba tanto. A los pocos minutos de recobrar el conocimiento, mi secuestrador se detuvo en un alto de la ciénaga, entre un cedro y un junípero, y aeternas y otras plantas de hoja perenne que no pude identificar. Se quedó allí, respirando con un poco de dificultad, esperando algo o a alguien. Yo, por mi parte, intentaba adoptar una postura más cómoda.
Empecé a temblar. La luz de aquel claro tenía unos amenazadores tonos verdosos. Rodeados de gran cantidad de cedros, todo hacía del lugar un buen sitio para morir. El olor a ciénaga, el ligero olor a sudor y el olor más intenso a caballo se apoderaba del aire limpio de las plantas como cuando se pone ropa sucia en un arcón de cedro y su olor impregna la ropa. Así uno cree que no tiene que lavar. Una pillería de niños que lo mantiene a uno también alejado del baño.
Tras echar un vistazo al claro, mi secuestrador se sentó, y me dejó caer de su lomo. Fui a parar al suelo, que estaba cubierto por un musgo espeso y suave. Me lastimé un poco con la caída. Estuve un momento con la cara pegada a la tierra y, cuando pude erguirme, ya había recuperado todos mis sentidos.
El centauro, sentado en medio de una luz verde cambiante, me vigilaba. Llevaba una guadaña de casi un metro de altura con una hoja tan larga como una de mis piernas. Escaparme era impensable.
—Esperemos a que vuestro amo se reúna con nos, criatura —profirió a gritos el centauro.
No se ofrecía a ponerse a mi altura. No dejaba margen para la discrepancia.
—¿Eres un centauro? —me atreví a preguntar una vez hube recuperado el aliento y me hube quitado de la cara el barro y la hojarasca.
—Ese nombre nos dais los humanos —contestó distraídamente el centauro, sin perder de vista un sendero ancho que se extendía entre ramas rotas y sotobosque, como si esperara la llegada de alguien.
Seguí su mirada por unos instantes y puse atención para ver adonde la dirigía y vi los arbustos doblados, el agua estancada y calma.
—Pero... ¿de nuevo crecen las enredaderas? ¿Los juncos vuelven a crecer en el agua?
Pude ver todo esto a la luz engañosa del claro, un tanto aturdido por el golpe recibido al ser desmontado. De nuevo el centauro tenía fija su mirada en mi persona. Escaparse seguía siendo imposible.
Tenía cejas hirsutas, moteadas de marrón y blanco como su torso. Era joven, sólo uno o dos años mayor que yo, si contaban los centauros los años como lo hacemos nosotros.
—Creí que erais personajes de fábulas —dije en voz baja y volví a echar una mirada al montículo, buscando pequeños caminos que condujeran al pantano y a la... ¿seguridad? ¿En medio de cocodrilos, arenas movedizas y enfermedades?
Lo mejor que podía hacer era intentar sobornar a la criatura fuerte y moteada que tenía enfrente. Después de todo, alguien que hablaba de aquella manera tan arcaica pero educada no tenía mucho aspecto de ser un asesino. Si era joven, sería tonto y fácil de engañar.
Eso es una regla común y Agion no podía ser una excepción.
Ese era su nombre, aunque en aquellos momentos no me importaba ese detalle lo más mínimo. Una vez que estuvo seguro de que estaríamos solos durante un rato, mi nuevo compañero se volvió charlatán, casi jovial. Pronto estuve al corriente de su vida: no era una celebridad entre los centauros pero era joven y se lo consideraba un poco lento y extraño.
—Vigilaros es el primer trabajo que me han encomendado mis mayores en esta guerra en la que estamos envueltos —declaró orgullosamente.