El caballero de Solamnia (46 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
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Ramiro tenía la gracia curiosa de los hombres gruesos: esa rapidez y agilidad inesperada en personas de esas proporciones. Atacó al centauro más pequeño, dando vueltas a su alrededor como un maestro de esgrima inmenso y letal con la espada extendida. La primera y certera estocada traspasó al torpe centauro.

Pero éste no cayó, sino que lanzó un sonido extraño, abrió mucho aquellos fríos ojos negros y siguió echándose encima de Ramiro, que no había retirado la espada de aquel cuerpo. Cuando ésta apareció por la espalda, el animal agarró a Ramiro con un fétido abrazo.

Pero no tenía brazos como para rodear al caballero y menos para aplastarlo. Ramiro se zafó rápidamente de su enemigo y sacó la espada, oyéndose un sonido similar al de un cuchillo clavándose en un melón podrido. Luego se retiró deprisa y lanzó un golpe, arremetiendo con el considerable peso de su cuerpo.

El tajo fue tan limpio que, cuando la cabeza del centauro se separó de los hombros, se quedó tambaleando unos instantes antes de caerse al suelo.

El aire quedó impregnado de un olor fétido y repugnante.

Sir Robert se quejó, y los huesos le crujieron cuando Brithelm lo ayudó a levantarse del camino. Ramiro y Bayard envainaron las espadas mientras permanecían junto a sus caídos enemigos. Alguien sollozó a nuestras espaldas, acurrucado como un bulto negro.

—¿Alfric? —profirió Bayard—. ¿Alfric?

No obtuvo respuesta alguna. Mi hermano estaba temblando encogido y cubierto por la manta junto a un montón de piedras. Bayard me miró.

—¿Alfric? —dije sin mejores resultados.

—¡Contrólate! —ordenó Sir Robert, liberándose de la mano de Brithelm, que lo había retenido. Se dirigió a grandes pasos hacia mi hermano. Robert di Caela no mostraba gran compasión.

—Quizá —pronunció Alfric— este rescate se nos ha ido de las manos.

—Eso es absurdo, Alfric —replicó Bayard, apacible.

—Absurdo y digno de un traidor —vociferó Ramiro dirigiéndose hacia Alfric.

—¡Vamos, Alfric! —me uní a la protesta—. ¿Cómo crees que Enid interpretaría esta histeria?

Al oír estas palabras se escondió aún más en la manta y tembló con más intensidad, como si una fiebre rara y mortal hubiese hecho presa de él. Brithelm le puso la mano en el hombro.

Ramiro avanzó un paso más y propinó un puntapié al montículo que formaba mi hermano con la manta. Alfric protestó, produjo una serie de ruidos estraños con la garganta y se hizo una bola más compacta.

—Alfric, hijo.

No tuvo respuesta. Sir Robert suspiró.

—Alfric, si no sales en este mismo momento de ese escondite, tendrás tu merecido.

Había una cosa que superaba el temor de Alfric: su curiosidad. Miró por una rendija de la manta y vio que Sir Robert tenía la espada en la mano.

No tardó nada en salir y proseguimos hacia la puerta del castillo. Sir Robert comentó algo por lo bajo a Brithelm, y el viento lo hizo llegar hasta nosotros, que caminábamos detrás.

—Suerte que tu hermano salió cuando se lo ordené. Si hubiera durado su desobediencia unos minutos más, me hubiera visto forzado a matarlo.

Sir Robert acompañó el comentario con una mirada amenazadora contra Alfric, que había comenzado a temblar de nuevo. Sir Robert volvió la vista hacia el castillo, y sus hombros también temblaron.

Desde el lugar en que me hallaba, interpreté aquel movimiento como una risa, un agradable alivio después de una tarde de pesares.

* * *

En ese preciso momento, Agion salió dando tumbos por la gran puerta de entrada. Al principio, Bayard y yo proferimos gritos de alegría, creyendo que con toda seguridad nos habíamos engañado tristemente en las Montañas Vingaard, que el tridente que atravesó su corazón y el pequeño funeral que pudimos oficiar sólo fue una pesadilla, que ahora recordábamos vagamente al ver que nuestro amigo nos saludaba.

Nos alegramos sólo hasta cuando pudimos ver su mirada. Impasible y apagada: la mirada de un muerto, distraída e inexpresiva.

Agion saludaba con los brazos a Bayard, sosteniendo un garrote en la mano hinchada y macilenta. Bayard no se movió, desenvainó la espada y la levantó.

Luego, según iba acercándose el centauro, la bajó.

—¡Bayard! ¡No es Agion! —grité con todas mis fuerzas.

Pero mi protector siguió inmóvil, con la espada bajada.

El centauro se paró frente a él y lenta y mecánicamente levantó el pesado garrote.

No recuerdo cómo me puse al lado de Bayard. Brithelm me dijo posteriormente que nunca me había visto moverme con tanta rapidez, y no se ha de olvidar que me había visto en huida un sinfín de veces, en la casa del foso. Fuera lo que fuese, lo siguiente que recuerdo es que estaba entre Bayard y Agion, mirando el rostro del centauro muerto.

—¡No! ¡Agion! ¡Es Bayard! ¡Soy Galen! —grité, aspeando los brazos.

Por un momento los impasibles y lánguidos ojos se reblandecieron, pero fue sólo un segundo, pues volvieron a recuperar la mirada cruel e implacable de la muerte. Agion levantó más el garrote y, dejando escapar un bramido, se preparó para enviarnos al mundo de las tinieblas.

Bastó ese instante de descuido. Sir Robert, a pesar de estar destrozado y apenado, no estaba incapacitado, como pudimos ver cuando llegó corriendo a interponerse entre nosotros y el centauro. Con la antigua espada di Caela, desvió el golpe infligido por el garrote. Inmediatamente la levantó por encima de su cabeza, y en un tiempo digno de mencionar, con el arte del esgrima solámnico, rebanó habilidosamente el cuello ensangrentado de Agion. Todo desapareció de mi vista. Sucedió una profunda oscuridad y, aunque hubiera soñado mientras estaba inconsciente en el suelo del desfiladero de Chaktamir, no recuerdo si soñé...

Sólo recuerdo que cuando me desperté, Bayard me zarandeaba para hacer que me enfrentara de nuevo a la luz, al frío y al dolor; y a la tristeza que al principio no reconocí: una tristeza que no supe a qué se debía hasta que vi los cuerpos de los centauros y recordé.

—Como bien dijiste —Bayard me calmó mientras me ayudaba a incorporarme—, ya no era Agion.

—Aunque..., por un instante, pensé que se trataba de Agion. Pensé que a pesar de la muerte y de lo que hubiera tramado el Escorpión, nuestro amigo detendría la mano —comenté.

—Quizá lo hiciera así, muchacho —añadió amablemente Sir Robert—. Y eso nos anima, pues nos ayuda a ver que el poder del Escorpión no es infinito.

—Que algunas cosas —añadió Brithelm sosegadamente— son más fuertes que la muerte.

Guardamos un momento de silencio.

Sir Robert señaló la puerta abierta, y en columna de a dos nos dirigimos hacia aquel amenazante arco.

* * *

En medio de una cortina de nieve espesa y de una bruma densa, aparecieron las sombras de hombres agazapados que se arrastraban y movían de una forma similar a la de los simios. Aunque no los podíamos distinguir con claridad, pude ver que estaban armados. Percibí las débiles siluetas de las espadas curvas de Neraka sostenidas por las sombras de sus manos. El frío que nos envolvía estaba repleto de bramidos y gritos que no eran humanos.

Parecía como si alguien estuviera conteniendo a un ejército.

Bayard desenvainó la espada y se dirigió hacia las sombras, pero Brithelm lo detuvo agarrándolo por el brazo.

—Sir Bayard, cumpliréis con vuestro deber en el castillo, tarea que nadie sino vos puede llevar a cabo. ¿Quién podrá decir que Lady Enid no se enfrenta a horrores que harían aparecer los nuestros de lo más despreciables?

—Pe... pero... —comenzó a decir Bayard.

—Entrad en el castillo, señor, y que los dioses os den agilidad y presteza.

Brithelm sonrió con serenidad y confianza. Una flecha llegó volando desde la niebla y cayó a su lado, partiéndose contra el suelo de piedra.

—¡Por Paladine! ¡No atacaréis solo a todo un ejército, muchacho! —vociferó Sir Ramiro—. Prefiero que me mandéis un enemigo armado en cualquier momento, pero no a ese embrumado abracadabra que tenemos en esta casa de espejos. ¡Traedlos aquí vivos o muertos! ¡Os cubriré las espaldas, Brithelm!

Ramiro sacó la espada, me empujó hacia Bayard y ocupó su sitio junto a mi tranquilo y clerical hermano. Bayard me agarró el brazo y me arrastró con dificultad hacia el puente levadizo. Alfric y Sir Robert nos seguían a cierta distancia.

Cruzamos el puente hacia la puerta, que aparecía negra y amenazadora. Bayard me susurró:

—No te preocupes, hijo.

Mi hermano, hombre de paz, iba armado en aquel lugar de niebla. Junto a él iba aquella masa alegre, Ramiro, con un escudo enorme levantado para protegerse de las flechas.

—Tengo la seguridad de que los volveremos a ver, Galen. No les afectan los accidentes.

De repente, una luz roja salió disparada de la mano de Brithelm y se hundió en las formas que había delante. No lejos de nuestra retaguardia, poco numerosa, un agudo griterío rompió la niebla y el ejército se detuvo en seco, alborotado.

—¡Maldita sea! —oí decir a Ramiro antes de que se le perdiera la voz en medio de la niebla y de las voces de protesta de aquellos soldados de sombras—. ¡Mire uno donde mire, sólo se encuentra con esta maldita obra de prestidigitación! ¡Qué habrá que hacer para encontrarse con alguien de verdad! —Y se reía abiertamente, sacudiendo el escudo ante aquellos soldados que farfullaban palabras ininteligibles.

* * *

A partir de ese momento, la risa se apagó. Primero pasamos bajo el gran arco de la puerta del castillo. El patio parecía una ensoñación y recordaba al Castillo di Caela. Las construcciones tenían la misma forma y las mismas medidas, y se levantaban en los mismos lugares.

Esto es lo que podía ver, ya que en el fondo del patio, las torres, los almacenes y los establos y también las almenas estaban envueltos por la espesa niebla, o disueltos en ella. A veces se veía una muralla sólo por un instante, como si fuera sólida o etérea, dependiendo de las rachas de viento o de la intensidad de la nieve.

El arquitecto hizo bien los planos, no cabía duda. Pero la torre de homenaje, los otros torreones y las demás estructuras parecían de cartón piedra, construidas sólo para los visitantes.

Ya fuera obra de la niebla o de algo tramado con las más negras intenciones, según nos íbamos acercando a las murallas interiores empezó a verse el suelo. Desmontamos inmediatamente, dejando libres a los caballos dentro de los límites del patio. Teníamos la seguridad de que no correrían peligro y, de momento, no los necesitábamos.

Detrás, oímos elevarse unos gritos que provenían del exterior de las murallas. Bayard se detuvo, volvió la mirada atrás y se aprestó para la retirada. No obstante, enseguida pronunció «Enid», me tomó del brazo y me levantó por encima del nivel de la bruma al tiempo que los caballos salían galopando. Juntos comprobamos lentamente la firmeza del suelo que teníamos que pisar, apresurándonos a continuación para alcanzar a Sir Robert y a Alfric, que habían salido corriendo por delante. Llegamos junto a ellos en la puerta de la torre.

Al contrario de la puerta de entrada, ésta estaba atrancada. Sir Robert había intentado abrirla una o dos veces y ahora lo encontramos dando zancadas delante de ella y prorrumpiendo maldiciones. Alfric también intentaba abrirla con gestos inútiles e idiotas, con la espada de Padre.

—¡Apartaos! —gritó Bayard, y Alfric, acostumbrado a dejar el paso expedito, lo hizo con suma gracia y rapidez. Bayard dio cuatro grandes pasos y se lanzó contra la puerta dándole una resonante patada.

La puerta se movió ligeramente pero ni se rompió ni se salió de sus goznes. Bayard rebotó desde aquel pedazo de roble y cayó al suelo con estrépito, yaciendo encogido y aturdido. Detrás, el patio pareció cobrar vida. Algo enorme se movía dentro de la bruma. Podía oírse el crujir del cuero y del metal, y un bramido seguido de respiración que caminaba hacia nosotros.

Bayard se incorporó con la ayuda de Sir Robert y se preparó para atacar de nuevo la puerta. Alfric vino hasta mí rápidamente y me tiró de la manga.

—Allí hay algo, hermano, y tiene intenciones de vérselas con nosotros.

Asentí y dije:

—Sería bueno que distrajésemos a Bayard antes de que se dañe; después ya buscaremos una ventana por donde entrar. Lo que nos espera, está claro que no vendrá por esta puerta.

Bayard se lanzó de nuevo contra la puerta, y luego se quedó inmóvil junto a ella, antes de reiniciar el penoso proceso de ponerse en pie. Aquellos ruidos, bramidos y movimientos de armadura se acercaban cada vez más: ahora enormes sombras negras con cuernos se movían en los límites de la bruma.

—¡Demonios! —exclamó Alfric.

—Hombres de Neraka —lo corrigió Sir Robert, agarrando del brazo a mi hermano—. Llevan los cascos ceremoniales del minotauro y apelan a Kiri-Jolith para que disperse a sus enemigos. Y, por la peste que echan, fallecieron hace tiempo. Tomad las espadas. Vienen hacia nosotros. ¡Rápido! ¡Rodeemos la torre! Si no me equivoco, tiene que haber ventanas en aquel lugar.

Comprendimos muy bien lo que nos quiso decir, y los cuatro empezamos a correr hacia donde creíamos que habría ventanas. Sir Robert, al frente, hacía un gran ruido con la armadura, al igual que Alfric, que venía detrás.

Los seguí, mientras aparecían y desaparecían en la niebla, como los sigilosos gatos de Mariel di Caela. Detrás, Bayard caminaba con paso indeciso y la espada desenvainada.

Enseguida nos dimos cuenta de que, cuando llegamos al jardín de las esculturas de arbustos, cerca de las ventanas de la alcoba, los soldados de Neraka, o quienes fueran aquellos monstruos, se nos habían adelantado. En un principio, creyendo que se echaban sobre nosotros, sacamos las armas tan sólo llegar a la esquina de la muralla de la torre, pues vimos figuras con cuernos en el jardín, junto a la ventana. Más tarde advertimos que se trataba de los matorrales con forma de lechuza, y nos tranquilizamos. Pero sólo fue un minuto; inmediatamente pudimos oír el ruido de pasos que venían al unísono procedentes de la niebla desde el final del jardín.

—¡Seguid rodeando la muralla! —urgió Alfric—. Aquí nos atraparán como conejos. ¡Debe de haber otras ventanas! ¡Deberíais saberlo, Sir Robert!

—Sí, sí, hay más ventanas —replicó aquél sin alterarse—.

Pero ninguna puede estar a nuestro alcance en esta parte de la torre. Escuchad: el ruido del que venimos huyendo es siempre el mismo. Sean hombres armados o monstruos, vivos o muertos, deberíamos estar listos para enfrentarnos con ellos aquí mismo. Lo último que se esperan es una lucha y eso es lo que les ofreceremos.

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