Parecía como si todo fuera tomando matices del peor agüero según iba cayendo la noche. El aire se hizo más fino y todavía descendió más la temperatura. Fue como si hubiera habido un cambio súbito de estación. El paisaje a nuestro alrededor estaba bañado de una luz naranja sangre a causa de la puesta del sol y nuestras sombras se hicieron cada vez más alargadas según iba apareciendo la oscuridad al este, delante de nosotros.
Pronto el único calor o luz de que disponíamos venía de la pequeña fogata que había conseguido encender Agion con las pocas ramas secas y hojas que pudo encontrar en aquel lugar tan poco acogedor.
Saqué mis guantes repujados de mi bolsillo, aquellos tan caros que había comprado con los dineros que los criados me dieron y que había tenido escondidos durante nuestro largo y pantanoso viaje para evitar levantar sospechas. Hacía demasiado frío como para preocuparme de lo que podría pensarse de mis accesorios.
—¿No crees que Sir Bayard se está tomando demasiado en serio esos juegos del sur de Solamnia? —le pregunté en voz baja a Agion—. Además, no sólo está poniendo su vida en peligro en este viajecito por las montañas sino la de los demás. Y es evidente que lo va consiguiendo.
—Desconózcolo —respondió Agion—. ¿No es así que está escrito en ese Código, en alguna parte, que este torneo es vida y muerte?
—Me eduqué entre solámnicos, Agion, y te puedo asegurar que habría oído semejante tontería si semejante tontería hubiera circulado allá. Lo que es vida y muerte, ten por seguro, es este súbito invierno que tenemos que aguantar. Ahí tienes la prueba: míralo.
Bayard yacía envuelto en una manta junto a nosotros, hecho un ovillo como para defenderse del viento frío que bajaba. No mostraba signo alguno de despertarse y hacía doce horas desde la última vez que se había movido.
—¿Qué quisiérades que hiciera? —protestó Agion—. No es el ataque mortal del frío, ni del hielo. De lo que sufrís es de incomodidad, Maese Galen: las penalidades del hijo de un noble acostumbrado a encontrar una chimenea preparada nada más llegar el frío. Sois débil, Maese Galen y bien que no me corresponda deciros tales cosas tenéis necesidad de que alguien os las diga.
Me miró a la cara con una mirada de desaprobación con la que sin duda creyó que me iba a arrepentir allí mismo sin dilación.
—Lo primero y primordial de todo, es que la cobardía es lo más indecoroso, lo más impropio para alguien que esté al servicio de un Caballero como Sir Bayard. Pero también lo son las cosas de menos importancia: esos lloriqueos y quejas y preocupaciones por las fatalidades que perduran y por el duro invierno. Son penalidades no merecedoras de ser tenidas en cuenta, pero vos en cambio si un trozo de cardo seco hay en mi lomo, lo hayáis, si un guijarro en vuestro catre, también; por lo que me hacéis pensar y maravillarme de lo que diríais vos frente a un peligro real, frente a una incomodidad de verdad. Creo haber hablado en demasía.
—En eso sí que tienes razón, centauro. Has hablado demasiado. Quizá sí que eché pestes contra el tiempo, pero mira lo que tenemos, Agion. Cuanto más alto viajamos más frío hace, y un centauro grande y corto de mollera va a ser el último en sufrir una emergencia con esta temperatura.
»
Y las emergencias vienen. Podríamos quedarnos sin provisiones habiendo alcanzado el desfiladero. Ya habrás oído hablar de lo que hacen los viajeros cuando agotan los víveres. Empiezan con los caballos y terminan comiéndose los unos a los otros. Bueno, pues cuando se nos agote lo que tenemos, primero será la bestia de carga, luego
Valorous.
Estoy seguro de que respetaremos el orden conocido. ¿Adivinas quién será el tercero, Agion? La gente se resiste hasta el último momento a comerse a los de su propia especie, esto va con la naturaleza humana, todo es naturaleza menos los duendes.
»
Recuerda quién es el extraño en nuestro grupo —musité cerrando mi disertación tan amenazadoramente como pude—. La lealtad a la propia especie es algo que tiene mucha fuerza.
Así que nos enfadamos y no quisimos hablarnos. Nos alternamos en las guardias durante el resto de la noche y dormíamos profundamente cuando no era nuestro turno.
Puedo asegurar que Agion lo hizo, pues roncaba tan fuerte que llegó a despertarme cuando me había quedado dormido en mi turno de guardia, temiendo que se me venía encima una avalancha o un desprendimiento de rocas que caía sobre nosotros desde algún picacho que no habíamos visto.
Sólo eran tonterías, pues de sueños se trataba. Pero el sueño era profundo a causa de las pesadillas como si fueran viejos temores que me venían a la memoria y a mi imaginación al tener que compartir el fuego y la manta. Soñé que me encontraba con el Escorpión, que Bayard descubría todo este asunto, que Alfric salía del lodo del pantano, puñal en mano, y que Padre salía al camino a recibirnos, llevando en la mano enguantada la orden de mi ejecución.
A una hora temprana de la mañana, cuando la noche todavía conservaba su máxima oscuridad, me desperté sobresaltado estando de guardia.
La buena suerte estaba conmigo. Me había quedado dormido, y nada terrible había acontecido. Suspiré y miré hacia lo alto, donde el Libro de Gilean se movía lentamente en el cielo cubierto a intervalos por nubes que iban del este al oeste. Era difícil ver algo más que la hoguera, oír algo más que el crepitar del fuego, la respiración de los caballos, los ronquidos de Agion y el débil grito del viento.
Pero allí, procedente de la oscuridad del sur, hacia el desfiladero, el viento me trajo un sonido que hizo que me sentara y que estuviera atento. Pero, esta vez, sólo hubo un silencio distante y el sonido no se repitió.
Estuve allí sentado por espacio de una hora, alerta y en silencio mientras seguía escuchando. Pero a partir de entonces sólo oí el chasquido de las ramas de pino en la hoguera y los ruidos sordos del centauro, quien dormía sin que ningún pensamiento lo inquietara; estaba seguro de ello porque cuando estaba despierto le ocurría lo mismo.
Lo que había oído eran voces de gente que pasaba. Y, juro por mi vida, que se parecían a las voces de mis hermanos llamándose entre sí.
Cuando Agion me sustituyó en la guardia, pensé por un momento en ir tras aquellas voces.
Pero ¿dónde estarían ya?
¿Quién podría asegurarme que había oído a mis hermanos en el viento y no a monstruos?
* * *
Bayard despertó al día siguiente, hablando confusamente con alguien sobre reforzar la torre, que «Vingaard vuelve a ser nuestro, Launfall». Era evidente que se hallaba a cientos de kilómetros, doce años atrás, y nos llevó un buen rato hacerle entender dónde se encontraba.
Tardó bastante tiempo en recuperarse. Malhumorado, decidió esperar hasta el día siguiente para reemprender el viaje, sabiendo bien que debido a sus heridas no soportaría ir a caballo.
Al final de la tarde, Bayard se había recuperado algo. Ya estaba tranquilo e incluso amable. No había rastro del ogro, así que lo acompañé para subir una pendiente cubierta de rocas que coronaba el sendero, dejando a
Valorous
y a la yegua a cargo de Agion. Bayard señaló hacia el horizonte.
—No sería de extrañar que estuvieran vigilando la llegada de dragones allá en la Era de los Sueños, cuando había dragones —indicó Bayard.
—¿Quién vigilaba, Sir Bayard?
—Gnomos. Hombres. Una raza más vieja que esas dos, alguien nacido de los dos y olvidado ya. Sabemos muy poco de la época en la que estas rocas fueron colocadas aquí. —Me miró pensativo y concluyó—: Bien es cierto que sólo sabemos algo de nuestro propio pasado y eso ya nos crea bastantes dificultades.
Guardó silencio por algún tiempo. A nuestros pies, en la lejanía y en la oscuridad del este, las laderas de las montañas se convertían rápidamente en estribaciones, luego en cadenas de colinas y finalmente en llanuras que podían verse desde donde nos encontrábamos.
Aquél debía de ser el aspecto del país en los tiempos de los que hablaba Bayard, en la Era de los Sueños, cuando los hombres luchaban contra elfos, cuando los gnomos no se fiaban de nadie, cuando todos temían a los dragones. En aquel entonces, quizá los árboles crecían más densos en las alturas y no eran talados ni quemados. Seguramente en otoño se oiría cantar a más pájaros.
Mientras pensaba en esto, un puntito de luz parpadeó en el este. Le siguió otro, luego otro y, pronto, aquella oscuridad estuvo sembrada de luces tenues. Era como si se mirara a un pozo donde alguien, quizás un muchacho travieso, hubiese escondido redomas de fósforo.
—Solamnia —pronunció Bayard en voz baja.
Me di la vuelta y vi que estaba sonriendo.
—Las luces que ves en el horizonte del este son de un pueblo de Solamnia. Un agradable y pequeño lugar a medio camino entre el final de este desfiladero y la bifurcación hacia el sur del río Vingaard. Mañana tendremos que estar allí, si place a los dioses. Y desde allí al Castillo di Caela no quedan más que dos días; un día y una noche si se cabalga sin parar, si viajamos con ánimo y lo aguantan los caballos. Pero ahora —me dijo mirándome al rostro y bajando la vista fatigada—, merecemos un descanso. Por más esperanzas que tenga de llegar al torneo, no pondré en peligro la vida de mis compañeros en este lugar rocoso y oscuro.
—¿Maese Bayard? ¿Maese Galen? —Agion nos llamaba desde abajo advirtiéndose por primera vez algo de temor en su voz.
Tenía miedo de las resbaladizas rocas y de los guijarros al andar por ellos con sus grandes y torpes patas.
Bayard se alejó hasta donde pudo ver al centauro.
—Agion, enciende una hoguera, bajaremos enseguida. Nos sentaremos, hablaremos los tres y, cuando nos entre el sueño, nos iremos a dormir.
En aquel reducido llano había grandes rocas que se extendían hasta unos cien metros. Bayard conocía muy bien el desfiladero, y también la meseta. Si había decidido no viajar de noche se debía a que el lugar era misteriosamente engañoso.
A sotavento de las rocas el aire estaba en calma y había unos montones de ramas secas, como si anteriores viajeros se hubieran preocupado por nosotros aun sin saber quiénes podíamos ser o cuánto tiempo pasaría antes de seguir sus pasos.
Agion hizo la hoguera, usando uno de los montones de leña. Los caballos vieron la chispa del pedernal, olieron el humo de pino y se acercaron a nosotros cuando las llamas comenzaron a elevarse de las ramas secas. Nos sentamos con el calor de los caballos a nuestra espalda y con el de la hoguera en el rostro y en las manos. Allí escuché el resto de la historia de Bayard.
Entendí que la historia se asemejaba a aquel rincón del sendero lleno de haces de leña abandonados. Quienes los dejaron allí jamás hubieran sospechado cómo iban a ser usados más tarde.
Bayard tenía mucha razón en lo que respecta a nuestro pasado, es decir, que a menudo sólo se nos muestra aquello que nos trae más adversidades.
—Así que había Brightblades al comienzo de la historia de los di Caela —comenté cuando empezaba a sentir el calor de la hoguera y la satisfacción de los bocados que acabábamos de comer, casi los últimos víveres que nos quedaban de la casa del foso—. Pero ¿qué vienen a hacer los Brightblade ahora en esta historia?
Bayard atizó el fuego.
—Qué hace
un
Brightblade, querrás decir. Verás, Galen, soy el único que queda de la familia y aquí es donde acaba la historia, pues la historia de los Brightblade se mezcla con la de los di Caela en dos ocasiones, al principio y al final. Y se espera que sea un Brightblade quien rompa el maleficio de los di Caela.
»
No me digáis que he olvidado mencionar la profecía que une nuestras historias.
Me lanzó una mirada de falsa preocupación.
—Sí, Bayard, me temo que olvidasteis mencionarla. Me habéis arrastrado por los pantanos que casi me engullen, he presenciado la lucha de un ogro que casi nos hace rodajas, y he acabado en este frío glacial en el que ni siquiera siento las extremidades. Bien puedo entender por qué se os haya podido «olvidar mencionar» que existe una razón genuina para todo ello y que se supone que tenemos que ver algo con ese maleficio.
—Tranquilízate, Galen —me instó Bayard, levantándose y acercándose—. Escucha el resto de la historia:
»
Es el principio del fin para la línea de Benedict di Caela, o para él mismo. Según afirman algunas leyendas, tiene cuatrocientos años y no cesa de aparecerse. Es el principio del fin para él, o, si gana, ganará para siempre.
»
Memoricé palabra por palabra la profecía la primera vez que la vi en la Gran Biblioteca de Palanthas, cuando sólo podía leer, esperar y tener confianza para ganar prudencia y sabiduría. Encontré el libro por casualidad, como suele ocurrir. Empecé a leerlo por el tercer capítulo. Al principio leí sin mucho interés, que se avivó cuando apareció el nombre de Brightblade en el texto. Leí cientos de páginas por encima hasta encontrar este nombre de nuevo. Allí estaba, al final del capítulo, al margen de un pergamino, y sospeché que tenía algo que ver conmigo:
[[
Muchas generaciones atrás,
el maleficio aparece en la morada de los di Caela.
Adversidades múltiples se suceden
hasta que una doncella es única heredera.
Cuando la vida llega a su más negro trance,
a la novia atina la Espada Brillante
.
Las generaciones de la hierba florecen
y el maleficio resuelven.
]]
—Mucha charlatanería, si me preguntáis —comenté. Habíamos escuchado en silencio y soportado el viento que azotaba aquel páramo en la noche, alejados de nuestro refugio—. La primera parte está muy clara, y la herencia de los di Caela ¿recae en una mujer por... primera vez?
—Después de cuatrocientos años —afirmo Bayard.
—Y lo que es más, no creo que esa «Espada Brillante» sea mera coincidencia. Pero la última parte es demasiado retorcida y oscura, además rima con poca gracia. ¿Habéis pensado en otras interpretaciones posibles?
—Imposible, Galen. Cada vez que la leo, significa lo mismo para mí. Me parece una profecía poco común.
El viento soplaba más fuerte, por lo que Bayard se acercaba al fuego cada vez más, observándome tranquilo por encima de las ondulantes llamas.
—También me da la impresión de que cuando uno se encuentra escrito en unas crónicas futuras, ya sea en los poemas proféticos de Sath, en la Historia de Astinus de Palanthas, o en un trabajo más sencillo como el que hallé en la Gran Biblioteca, cuando se sabe que se tiene un papel reservado en el devenir de esa historia, se desempeña ese papel confiando en que éste, ya que se persigue el bien, será para bien.