El loro de Sir Orban comienza a lanzar chillidos como si estuviera envuelto en llamas.
Unos cuantos brazos fuertes agarran a Gabriel Androctus, quien levanta su visor y mira con fría rabia el dolor y la conmoción que recorre el lugar del torneo. Una vez se sonríe débilmente: cuando extraen la punta de la lanza del peto; ésta todavía conserva, para asombro de todos los presentes, el almohadillado a su alrededor.
—
Armas corteses -
-dice—. Como manda vuestro reglamento, di Caela.
Su lanza de madera ha atravesado la armadura del contrincante ayudada únicamente por su propia fortaleza, sin haber intervenido punta de hierro ni hoja afilada.
Más que asombrados, los jueces de campo dejan libre a su detenido.
Sin preocuparse por desmontar, Androctus cabalga hasta su tienda, hacia el oeste, más allá de los otros campamentos.
Se hace el sorteo para la mañana siguiente. Su oponente será un Caballero de Ergoth, Sir Lyndon de Rocklin. Anfitrión y Caballero se encuentran en la gran sala del Castillo di Caela. Los fragmentos de una silla están esparcidos por el suelo después de que Sir Robert, enfurecido, la golpeara con rabia contra el suelo.
Lyndon se dirige a su encolerizado anfitrión:
—Sé lo que me espera, Sir Robert, y no creo que sea nada halagüeño. Pero a pesar de lo que ha declarado el Caballero Encapuchado, a pesar del almohadillado que se ha encontrado al final de la lanza rota, aquí hay algo que no concuerda, algo increíblemente sucio en las actuaciones del hombre de negro.
—Lo sé, Lyndon, y juro por Huma que hemos hecho todo lo humanamente posible para saber de qué se trata. Hemos examinado la lanza una y otra vez. ¡Y otra vez más! Y si no me falla la vista o los jueces de campo son ciegos, Sir Gabriel no ha hecho nada que vaya en contra del reglamento. Terrible, lo admito, esa... brutalidad, limpia y ciega. ¡Pero en absoluto ilegal!
—Aunque —prosigue Sir Lyndon— ni Lady Enid ni su considerable herencia son suficientes como para comprometer mi honor. Y comprometido estaría si fuera a arremeter contra quien tan deslealmente ha avanzado en las listas del torneo, matando a traición a un admiradísimo Caballero.
—No confundáis honor con miedo, Sir Lyndon —atruena una voz desde la entrada del salón.
Se trata de Prosper Invernó de Zeriak, que llega a la gran sala del Castillo di Caela tras su victoria sobre Sir Ledyard.
—Un admirable espectáculo el de hoy, Sir Prosper —consigue decir Sir Robert, logrando controlar su rabia cuando aparece su respetado invitado.
—Gracias, Sir Robert —contesta animado Sir Prosper—. Si no hubiera descabalgado a Sir Ledyard, él, y no yo, estaría aquí. Cierto que llevé más moraduras que él, pero él tiene una muy grande que le supondrá una incomodidad para cabalgar mañana. La caída fue de lo más cómico, y como un Caballero de verdad, se lo tomó a risa.
Cansado, Sir Prosper se dirige riéndose al centro de la habitación. Su oscura y verde túnica está rasgada en el hombro derecho, allí donde la lanza de Ledyard chocó contra la incomparable armadura translúcida. Prosper se sienta despacio, cuidando todos sus movimientos. Le duelen las piernas de tanto mantenerlas apretadas para guardar el equilibrio sobre su caballo de batalla.
—Así que, Lyndon, ¿estáis a punto de dar vuestro nombre de baja y de dejarme contra esa... Máquina Segadora inexorable? —Se sonríe, se inclina hacia atrás en su asiento y cruza las piernas con dolor—. Lo menos que podríais hacer es magullarlo un poco esta mañana, bajarle un poco los humos para la justa que tendrá contra mí esta tarde.
—P-pero..., ¡Sir Prosper!
—No he dicho nada, Lyndon. En muchas ocasiones me ha tocado romper lanzas contra cinco contrincantes en un mismo día. No me será difícil acabar con otro advenedizo que se da importancia con su propio misterio.
—Pero pensad en vuestro honor, Sir Prosper. ¿Combatiréis contra alguien que ha luchado tan sucio? Si se tratara de una batalla en una guerra en la que hay que matar o morir, no cabría duda alguna, eso sería otra cosa. Pero un torneo es, después de todo, un deporte y no creo que Sir Gabriel Androctus haya combatido ni mucho menos...
—¡Basta, Lyndon! —brama Sir Prosper—. ¿Pensáis que sigue siendo un deporte después de que Orban yace muerto en un carromato en su campamento, mientras que sus criados y su escudero lloran y recogen lo que fueron sus pertenencias? ¿Os gustaría ser ese escudero y tener que decirle al anciano Alban de Kern que su hijo murió en un torneo celebrado con
armas corteses
y que el asesino continuó combatiendo para cobrarse el premio? No, Sir Lyndon —concluye Prosper—. Sir Gabriel Androctus lucha de nuevo esta tarde, y bajo el reglamento de la Orden, quiero decir que haré todo lo que esté en mis manos para que pierda.
*
*
Ahora les toca el turno a los emisarios. Sir Robert envía en secreto un emisario a la tienda de Gabriel Androctus, pidiéndole que el torneo final sea pospuesto hasta la mañana siguiente. Después de todo, subraya, se podría observar un breve período de luto por Sir Orban hasta que su comitiva salga con su cuerpo hacia Kern.
Y cierto es que al solicitar tal aplazamiento es esto lo que Sir Robert tiene en mente, pero no pierde la esperanza de que una noche de reposo sirva a Sir Prosper para recuperarse de la fatiga y del entumecimiento y así se encuentre por la mañana en plena forma para la batalla y preparado para enviar de nuevo a este Gabriel Androctus al nido de víboras de donde ha salido para participar en estas justas.
La respuesta regresa en forma de nota manuscrita con trazos enérgicos y rápidos, como los de un artista, sin duda, o la de un hombre seguro de sus recursos y de que no teme a nada.
[[
Desatinos. ¿Hemos de cambiar el procedimiento por la nimiedad de un cadáver?
El torneo debe continuar. Sir Prosper tuvo en suerte a un adversario de verdad. Yo, a un inútil. Así son las cosas del azar en un torneo. Si bien recuerdo, eligió primero en el yelmo.
Esas fueron las reglas que establecisteis. Seguidlas.
]]
Sentado en el escritorio de sus aposentos, Sir Robert lee la nota que le han entregado. Dice al mensajero que se retire, y cuando el muchacho sale, vuelve a leerla.
Se le escapa un profundo y resignado suspiro. Pone la nota sobre la llama de una vela casi acabada y mira cómo prende con la última llama que da la mecha. Mantiene en la mano la nota tanto como puede antes de tirar aquel enardecido papel a la chimenea.
*
*
Por todo ello la última manga del torneo da comienzo y todavía queda tiempo para ver las esperanzas de Sir Robert di Caela aumentar y caer, y volver a subir, sólo para caer de nuevo.
Como siempre, durante las largas y tediosas preparaciones de los Caballeros que preceden al llamamiento y a los proferimientos de desafíos, Sir Robert escudriña el horizonte, casi por un acto reflejo ya, pues ha perdido toda esperanza de ver a Sir Bayard Brightblade aproximarse desde el pie de las Montañas Vingaard.
Pero...
¿Qué es aquello que produce una polvareda a unas cuantas millas aí oeste, allí donde las planicies se desvanecen entre colores violetas tocando ya tos pies de las colinas?
La polvareda se acerca y deja entrever una figura a caballo, al galope en dirección al castillo. Al aproximarse la figura y salir de las sombras de las montañas, la toca un poco el sol y Sir Robert distingue el inconfundible brillo de una armadura en la distancia.
¿Brightblade?
¡Por la sangre de Huma! ¡Que así fuera! Y lo es, pues se trata del siguiente contrincante de Gabriel Androctus. Las discusiones serán de horas con aquel Androctus que se ciñe con tanta precisión a las reglas. Horas de búsqueda de un precedente en la Medida Solámnica de la Caballería. No me sorprendería si el Caballero Encapuchado insistiera en que los escribas del castillo y los sacerdotes y estudiosos busquen en los treinta y siete volúmenes de la Medida,
piensa Sir Robert.
Pero aunque mi apelación a la Medida no prospere, servirá para que Prosper gane un tiempo precioso.
Siempre, por supuesto, que la figura que se acerca por la carretera sea Brightblade.
Sir Robert levanta la mano sin demora y hace que cesen los preparativos. «Se acerca un jinete», anuncia. Se acerca rápidamente viniendo del oeste. En estos confusos tiempos, cuando un jinete se aproxima rápidamente puede ser señal de levantamientos, invasión o de sabrán los dioses qué. A la luz de los tiempos y de la situación, se requiere que «los dos últimos participantes no comiencen su primer pase, hasta que el jinete llegue y sepamos si alguna empresa urgente o»..., y Sir Robert di Caela se ríe..., «o si sólo se trata de un joven que aunque llegue tarde puede tomar parte decisiva en la última manga del torneo».
Prosper de Zeriak asiente con cortesía.
Androctus, sin embargo, no se muestra satisfecho. Envía un mensaje con su encapuchado escudero de que aquélla era la hora para celebrar la última manga según lo marcado y que, si Sir Robert es un hombre de palabra, habría de celebrarse en aquel preciso momento y sin dilación.
Esto es sobrepasarse. Sir Robert se inclina hacia adelante en su silla y le grita al escudero:
—Di a tu Caballero, Gabriel Androctus, que yo, y no otro, convoqué este torneo para conceder la mano de mi hija. Dado lo cual, di a Gabriel Androctus...
En esto, Sir Robert deja de dirigirse al escudero y se vuelve hacia el Caballero, que está sentado en su negro caballo al final del campo, y alza mucho más la voz. Ramiro da un brinco a su lado y la desconocida pero hermosa compañía de Sir Ramiro se tapa los oídos con las manos, pues Sir Robert chilla tan alto que los caballos de batalla de fuertes cuellos se asustan:
—¡Que en este asunto, haré como bien me plazca y no de otra manera!
*
*
Éste es un espectáculo de gran calidad: el mejor momento de Sir Robert en esos últimos tres días tan desgraciados. Desafortunadamente, aquel griterío tiene un final desgraciado.
Pues el jinete no es ni mucho menos Bayard Brightblade, sino un muchacho lelo y pelirrojo de Coastlund, vestido con una armadura que solo brilla desde los hombros hacia arriba, ya que el peto y todo lo demás está cubierto de barro negro y arenoso, con algas y hojas de berros y de otras cosas aún más apestosas.
El muchacho es un Pathwarden. Sir Robert recuerda a su padre y no le cabe en la cabeza cómo un elegante Caballero como era Andrew habría podido engendrar semejante piltrafa.
El muchacho anuncia su deseo de entrar en torneo para conseguir la mano de Lady Enid di Caela. El público se pone de pie al oír aquello y se oye una gran risotada, y Sir Prosper, consciente de la dignidad herida del muchacho, ondea enérgicamente su lanza en el aire. Por respeto hacia Prosper, cesan las risas.
Todos se callan; todos menos uno. Desde el campo donde se celebran las justas la risa de Gabriel Androctus se eleva, melódica y profunda, hasta casi hermosa. Enid di Caela oye la risa, pues las ventanas de sus aposentos se encuentran abiertas. Se pregunta quién se habrá reído así y se dirige a la ventana.
Y desde allí, por primera vez, en el campo del torneo, ve a Sir Prosper de Zeriak, a quien reconoce gracias a su translúcida armadura, cuadrado frente al hombre que se ha reído: un agraciado Caballero de negra armadura a quien desprecia al momento, a pesar de su apostura.
Se da cuenta de que es zurdo. Aunque han sido pocas las veces que ha presenciado un torneo, sabe muy bien que los zurdos causan muchos problemas en las justas.
Enid di Caela teme por la suerte de Prosper de Zeriak. Aunque no le placería ser, siendo mucho más joven y más inteligente, la mujer de Sir Prosper, reconoce que es un hombre bondadoso.
Por otra parte, nada sabe del Caballero de la armadura negra, sólo que mató a Orban de Kern y que con sólo mirar a aquella figura, que, a pesar de todo es agraciada y refinada, se le pone la carne de gallina.
Bajo el ventanal de Lady Enid, los dos caballos de batalla escarban impacientemente la tierra con sus pezuñas. Son caballos de pura sangre, ansiosos por demostrar su fortaleza y velocidad frente a sus oponentes.
También éste es el caso de Sir Prosper de Zeriak. Menea con gracia la cabeza, solámnicamente, en dirección a su oponente. Cierra su visor y profiere su desafío.
El Caballero Encapuchado, Gabriel Androctus, no se mueve, como si fuera una estatua de ónice allá al final del campo del torneo. Finalmente, el heraldo lanza una mirada a Sir Robert y luego levanta la trompeta hasta sus labios. En ese momento Sir Gabriel coloca su lanza en posición de dispuesto. Los caballos empiezan a bambolearse hacia adelante, levantando con sus patas la tierra que tiran hacia atrás y comienza la última justa por la mano de Lady Enid di Caela.
*
*
Para dos Caballeros tan hábiles y consumados, el primer pase es de tanteo, y hasta resulta desgarbado. Androctus, sin duda intimidado por la reputación de su oponente, coloca a Sir Prosper y a su caballo entre los favoritos de aquellas justas, y Sir Prosper hace una finta torpe con su lanza, calculando distancias hasta el escudo del brazo derecho de su contrincante.
Hombres menos expertos hubieran dejado al descubierto sus fallos en el primer pase, intentando torpemente hacer tambalearse a sus oponentes inmediatamente, con un golpe precipitado y obvio. Pero, con aplomo y paciencia —lo que los Caballeros más viejos dirían
científicamente-
-
,
vuelven a pasar otra vez Sir Gabriel y Sir Prosper y luego otra vez. En el cuarto pase la lanza toca el escudo. Los Caballeros más viejos y más experimentados, Sir Robert y Sir Ramiro incluidos, se acomodan bien, a la espera de una larga tarde.
Incluso el más viejo y veterano de los Caballeros se sorprende con el siguiente pase. Es como si cada uno de aquellos hombres descubriera un fallo en las defensas del otro y lo aprovechara sin dilación. Al quinto pase las lanzas se astillan. Sir Prosper golpea el escudo de Sir Androctus de frente, y esto hace que el Caballero Encapuchado se tambalee hacia el flanco derecho en su caballo. Su pie se enreda en el estribo, el caballo lo arrastra unos metros y por fin se libera del caballo y con mucha dificultad se pone en pie.
La lanza de Sir Gabriel ha golpeado a su vez de frente el escudo de Sir Prosper y, como en aquel desgraciado lance de Sir Orban, va buscando el peto del Caballero que arremete. Pero Sir Prosper, aunque más viejo, es más rápido que su camarada fallecido en combate: un veloz giro hacia la izquierda esquiva la punta protegida de la lanza, que pasa a su lado como si fuera un meteorito. Queda tumbado en medio del campo del torneo, ya que aquel brusco movimiento le ha hecho perder el equilibrio. Ahora, ayudándose con la barandilla, se pone de pie con dificultad.