Resonaba como un eco que procediera de alguna profundidad acuática, o como si una extraña y terrible criatura con la garganta herida hubiera caído al fondo de un pozo y gritara desde allí, ahogándose en su propia sangre. El grito fue distante, profundo y espantoso.
Un terror tan puro no beneficia en absoluto el lanzamiento de piedras. Lo intenté una tercera y una cuarta vez sin ningún resultado, mientras veía, invadido por un temor creciente, cómo Bayard perdía el poco equilibrio que había podido mantener. Se inclinaba lentamente hacia atrás en busca del enemigo, que estaba ahora tranquilo, sosteniendo el puñal y envolviendo a mi protector para ponerlo al alcance de su daga.
Lo que pasó al poco rato no fue un mero accidente. Por fin conseguí que una piedra diera en el blanco.
El séptimo lanzamiento se desprendió como un cuchillo en el aire y fue directamente a dar a la grupa del caballo del ogro.
Las consecuencias casi causaron la muerte de ambos, y de los caballos también, pues el corcel del ogro resbaló hacia atrás, relinchó y retrocedió, con lo que las cuerdas de la red quedaron tensas entre su jinete y Bayard.
Por suerte, Bayard no estaba tan abatido como para no poder reaccionar con rapidez e inteligencia. Era más fácil cortar las cuerdas cuando éstas se hallaban tirantes, cosa que hizo al momento. La espada maciza atravesó las cuatro, cinco, seis trenzas de la red, y así pudo finalmente liberarse del enredo. Volvió a tomar las riendas de
Valorous,
que había resbalado y casi había ido a dar de cabeza contra el muro de granito del camino.
Como si siguieran un mandato silencioso, ambos rivales desmontaron. Nuestro enemigo fue hacia el lugar donde había abandonado el tridente y, recogiéndolo, se volvió hacia Bayard soltando uno de sus estridentes gruñidos.
Bayard ya había recuperado el equilibrio y se había situado en un lugar amplio para poder moverse libremente. Sin dificultades se defendió con habilidad del primer golpe de tridente, haciéndolo rebotar hacia abajo mientras se apartaba hacia un lado.
El tridente pasó sin causarle daño alguno y se clavó en el granito, penetrando unos veinte centímetros dentro de la sólida roca. El ogro dio unos pasos, provocando así un cambio de situación para poder recuperar el tridente, que extrajo del granito como si se tratase de una horca en un pajar. Bayard danzó alrededor del enemigo, quien, igual que un tejón acorralado, se dio la vuelta con rapidez y ferocidad para seguir sus movimientos.
Me senté en unas rocas más altas que había por encima de ellos. Desde ese lugar sólo podía lanzar insultos, pero no piedras. Estaban muy próximos y, dada la puntería y la mala suerte, tenía grandes posibilidades de darle a Bayard.
Me quedé sentado y vi a Agion bajo la luz de la luna, con el cuerpo doblado mientras observaba atentamente, con el fuego tras él. Delante, las dos lunas se elevaban y bañaban las escarpadas rocas, los pinos, los fresnos, los enebros y a los dos contrincantes con una luz de brillo plateado y reflejos encarnados. Los rivales se acosaban uno a otro. En algún momento uno tropezaba o salía despedido contra el muro de roca, pero seguían luchando, con la mirada atenta y las armas siempre a punto.
Parecía que la noche iba a ser muy larga.
Debo admitir que aunque la vida de Bayard pendía de un hilo, y la mía con la de él, después de una hora de bailoteo, saltos y golpes, comencé a perder el interés por la lucha. Bayard había caído dos veces al suelo y en una de ellas había perdido el arma. A pesar de las circunstancias había conseguido ponerse de pie y recuperar la espada, y una vez tuvo a la gran mole bien acosada durante uno o dos minutos.
Al final me recliné hacia atrás y me puse a observar el cielo. La noche era tranquila, sólo se oían los ruidos metálicos, las voces, gritos y gruñidos de dos seres en un combate mortal. Pero el final parecía bastante evidente. A no ser que Bayard tuviera un golpe de suerte o que el ogro hiciera algo estúpido, de lo que se hablaría durante muchas generaciones, la pelea terminaría cuando el mayor agotara finalmente al menor.
A menos que, naturalmente, Bayard tuviera razón en relación a la luz del sol.
Iba a ser, pues, una noche de defensa, de dilación. Hasta la mañana, no podía hacer más que esperar.
* * *
Algún buen motivo debió tener el ogro para no presentarse la noche anterior. Es posible que se hallase peleando en cualquier otro lugar; quizá tenía que cazar para alimentarse o tenía otros pasos que guardar, lo cual haría durante el día; quizás había estado respondiendo a la llamada de la naturaleza, lo cual, llevando una armadura plateada, puede constituir un deber eterno.
De cualquier forma, su ausencia no tenía ninguna relación con la luz solar, pues cuando salió el sol arrojó varias veces a Bayard contra el muro de granito del camino.
—¡Vaya con las profecías de los Caballeros, las estrellas y los dados!
—Pe... Pero... —Bayard empezaba a hablar, para decirle al enorme tipo que se suponía que debía quedar destruido por las llamas o desintegrado en partículas de polvo. Pero éste lo levantó y lo golpeó otra vez interrumpiendo el diálogo. Bayard chocó contra el muro sin poder evitar al ogro, que lo seguía con el tridente levantado.
En ese momento Agion decidió participar en la batalla. Se había estado refrenando con grandes esfuerzos desde la salida del sol hasta que vio claro que la solución del cuento de hadas de Bayard era sin duda un cuento de hadas. La fuerza del ogro era mayor y Bayard empezaba a desfallecer.
Ahora, mi protector rodaba abatido en el interior de la armadura, como una tortuga dentro del caparazón, cuando el ogro todavía mantenía su serenidad. Agion salió disparado hacia ellos, deslizando peligrosamente las enormes pezuñas por las rocas resbaladizas del suelo. Agitaba el garrote por encima de la cabeza y la melena le ondulaba en el aire.
El ogro empezó a moverse como si lo acabaran de despertar. Rápidamente hizo frente al centauro, que se interpuso entre los dos con una extraña velocidad que parecía irreal. Bayard intentó ponerse de pie, se tambaleó dentro de la armadura y llegó a alcanzar la espada.
El ogro le atizó a Bayard un golpe con el tridente. Mi protector se dobló, cosa que resultó acertada, pues los dientes del tridente pasaron sobre su cabeza surcando el aire con una música mortal.
Agion se lanzó sobre el ogro. La dura colisión hizo que temblaran las rocas que nos rodeaban y las dos enormes criaturas cayeron sobre los guijarros del suelo del camino con gran confusión de brazos, piernas y armas. Bayard se abalanzó sobre ellos con la espada levantada.
El ogro empujó a Agion y gateó en busca del tridente; lo recuperó mientras Bayard ayudaba a Agion a levantarse. Con un grito grave y seco, el monstruo lanzó el tridente al Caballero.
Bayard no lo vio.
Grité para advertirle, pero fue demasiado tarde. Bayard, que todavía miraba al centauro, levantó la cabeza y vio cómo el tridente se precipitaba hacia él como un rayo. No tuvo tiempo ni de pensar ni de apartarse. El Caballero quedó aturdido.
Todavía me pregunto cómo pudo el centauro moverse con tanta rapidez y elegancia, en medio de ese silencio tan terrible y lento que parece invadirlo todo cuando se presiente que algo horrible está a punto de ocurrir. Con una velocidad que mis ojos no pudieron seguir, el centauro se incorporó y se interpuso entre Bayard y el arma voladora.
¡Por todos los dioses, si le penetraron los dientes! Los tres se introdujeron en aquel pecho ancho e insensato, y hundiéndose con gran rapidez, hicieron callar a aquel corazón tan grande y tan cándido.
Agion cayó al suelo y la grava repiqueteó ruidosamente mientras su aliento se rendía.
Era ya el momento de acabar con el ogro. A pesar de la distancia pude advertir cómo se le nublaba la mirada. Ahora la bestia daba vueltas ridículamente, parecía haber olvidado dónde se hallaba y todavía miraba hacia todas partes cuando Bayard se le acercó. El golpe seco de la espada silenció el lugar; sólo se oyeron crujir unas gruesas ramas cuando la cabeza del ogro cayó sobre ellas, y otras ramas sobre las que Bayard se arrodilló para estar junto a Agion. Corrí al lado de mi protector.
Entonces, con los cabellos enredados en las ramas, la cabeza del ogro empezó a hablar.
Hablaba con una voz grave y meliflua que en esos momentos hizo que advirtiera (pues lo tenía que haber supuesto) que se trataba del Escorpión.
No podía mirar hacia la cabeza partida, y no era por temor o asco: no podía separar la vista de Agion.
Pero podía oír cómo esa cosa hablaba. Sí, oí cómo mencionaba hechos del pasado, del presente y, también, del futuro con una frialdad, amenaza y falta de vida que se me clavaban en el corazón como un tridente. Recuerdo lo que dijo con toda precisión.
—Ahora os voy a dejar, Bayard Brightblade. Y encontraréis fácilmente el camino... que os conducirá al corazón de Solamnia. Viajaréis seguro y los pájaros os acompañarán con sus cantos.
»
He realizado ya parte de mi cometido. Los hechos de hoy aseguran que no podréis asistir al torneo del Castillo di Caela.
—¡Todavía tenemos tiempo! —exclamó Bayard dando un paso poco seguro hacia la cabeza parlante.
—Quizá, si dejáis a vuestro gran amigo a disposición de las aves rapaces: los buitres y los milanos. Pero pronto concluirá el torneo. Sir Robert di Caela tendrá un heredero y Lady Enid un marido. Lo que tengo que hacer aquí se ha terminado, pues mi poder llega hasta muy lejos. No culpéis a los sátiros del pantano, aunque su pequeña amenaza os detuviera una noche o más; ni a vuestro escudero traidor, quien, en realidad, no es un maestro del retraso...
»
Ni, Sir Bayard, a este mismísimo ogro, desde cuyos labios muertos os mando profecías y presagios. Si es que hay un culpable, se trata de vuestra falta de decisión, de vuestra pasión por el retraso, llamadle como queráis. Pero recordad: yo soy ese retraso.
Bayard decidió terminar con eso que se divertía con él desde las ramas. Con un puntapié lo mandó a los matorrales que había bajo el camino.
Miré de nuevo a Agion. Parecía más joven que antes. Pues, tal como los centauros cuentan sus años, no era mayor que yo.
Observé luego la mirada de Bayard.
No pude ver más que dolor, un dolor más profundo que el enfado y las lágrimas.
—¿«Vuestro escudero traidor»? —inquirió. Luego se arrodilló junto a Agion.
Se quedó arrodillado junto a él en silencio por espacio de una hora, sin hacer caso a mis llamadas. Una vez que intenté tomarlo del brazo para hacerlo salir del estado en que se hallaba, me sacudió la mano como si fuera un escorpión que le trepara por la espalda.
A unos seis metros, la cabeza del ogro humeaba manchando el suelo en donde se hallaba.
* * *
Después de una hora de silencio, Bayard se incorporó y se dirigió a Agion:
—Lo siento, Agion. Lo siento mucho. Mañana proseguiré el camino hacia el Castillo di Caela y cuando lleguemos allí haré lo que tengo que hacer. Luego regresaré al Pantano de Coastlund para darles las mejores explicaciones que pueda a Archala y a los más viejos. Ahora voy a dormir un rato; mientras tanto, haz guardia, buen amigo centauro, si lo deseas. Haz guardia por última vez.
A continuación se volvió hacia mí, miró por encima de mi cabeza como si observara las estrellas (a pesar de que todavía no era mediodía), como si me hallara sentado y encogido sobre los fríos escalones de algún edificio alejado de aquel tiempo y de aquel país.
—Haz lo que quieras, Comadreja —dijo—. No tengo nada que decirte. No te necesito.
Castillo di Caela
Al día siguiente, levantamos el campamento y, llevándonos el caballo del ogro, seguimos el camino angosto del paso una vez más. Iniciamos el descenso de las montañas por una región pantanosa de gran pendiente cuyas plantas se habían helado la noche anterior. Las ramas muertas brillaban con el hielo; el sol empezaba a despuntar. Bayard seguía la ruta ensimismado en sus pensamientos.
Aunque las ramas eran muy bellas, estaban muertas. No podía evitarse que las imágenes de la muerte y de la pérdida aparecieran con rapidez ante nuestra mirada esa mañana, pues todo el día y la noche anterior habían estado dedicados al largo y triste funeral improvisado para Agion.
Después de descansar, Bayard pasó unos momentos difíciles. Con ojos llorosos, estuvimos limpiando el cuerpo del centauro y, llorosos también, buscamos un lugar apropiado para enterrarlo. Pero nos hallábamos en las montañas, y el suelo era rocoso; demasiado duro para cavar.
Nos vimos forzados a dejar a Agion echado en el lugar donde había caído; lugar en que había recibido esa arma afilada que iba destinada a Sir Bayard. Amontonamos piedras sobre la rígida silueta de nuestro compañero: al ponerse el sol configuraban un montículo irregular sobre su cuerpo.
Bayard permaneció sobre la obra que habíamos ejecutado, tenía la túnica y la melena cubiertas de polvo. A mí me dolían las manos y la espalda por el esfuerzo realizado. De algún lugar escondido entre las ramas espesas de un cedro cercano, nos llegaba el canto de un búho.
—Eso también es difícil —dijo Bayard pensativo.
—¿Señor?
—No conozco las costumbres del centauro —siguió diciendo. Hablaba en voz baja, como si yo no estuviera allí—. Sin embargo, tenemos los ritos de la Orden. Y, aunque él no fuera solámnico, no veo el motivo por el que esas palabras no puedan ser útiles, o por el que no puedan aplicarse también a él.
Los cantos de los pájaros fueron desapareciendo durante la noche de una forma extraña. Mientras tanto, Bayard permanecía junto al montículo de piedras, entonando la vieja oración:
·
· Devuélvelo al pecho de Huma
· más allá de los cielos salvajes e imparciales;
· asegúrale el descanso que merece un guerrero
· y libera el último destello de su mirada
· de las nubes asfixiantes de las batallas
· por encima de los destellos de las estrellas.
· Permite que su último aliento
· se refugie en el aire maternal
· lejos de los sueños de los cuervos, donde
· sólo el halcón recuerda la muerte.
· Y luego deja que su sombra hasta Huma se eleve
· más allá de los cielos salvajes e imparciales.