El caballero del jabalí blanco (20 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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No deja de ser irónico que Alfonso, hijo de una dama entregada por su pueblo como prenda de sumisión, terminara hallando refugio y cobijo precisamente entre las gentes de ese pueblo. Singular mujer debió de ser esta doña Munia, la madre. Su matrimonio con el rey no tuvo otra finalidad que materializar la sumisión vascona. Pero Fruela se enamoró de ella perdidamente, hasta el punto de afincarla en Oviedo y construir para ella una ciudad regia. El joven rey Alfonso era el fruto de ese amor.

Durante estos últimos ocho años, el mundo de Alfonso habían sido estas tierras semiselváticas, habitadas por gentes extrañas, más primitivas que en ningún otro lugar del reino. En el entorno de la antigua Veleia y hasta la tierra de Ayala había numerosas aldeas, pero apenas a un día de camino, hacia el interior de las montañas, el tiempo se detenía en un pasado remoto e incierto. Las ásperas tribus locales vivían allí como siempre lo habían hecho, con sus ovejas y sus bosques, ajenas a cuanto les rodeaba, impermeables incluso a la cruz. Contaban que hasta el gran Carlomagno había sido víctima de la barbarie de estas gentes.

Cruzamos la tierra de Ayala de aldea en aldea, de caserío en caserío, preguntando por el paradero del joven Alfonso, el hijo de doña Munia de Álava. Gadaxara se impacientaba. Finalmente, las indicaciones de los labriegos nos llevaron hasta una gran casona con aspecto de rudimentario castillo. Allí pasaba sus días Alfonso, entregado a la caza y a la administración de las tierras colindantes. Preguntamos por el señor. Unos lacayos de aspecto fiero nos cerraron el paso con ademán amenazante. Gadaxara les habló:

—Somos amigos. Decid al señor Alfonso que ha llegado la hora de ceñir la corona. Tomad —les dijo, sacando lentamente su espada de la vaina—, dadle esto en prenda.

Uno de los lacayos penetró en la casa, en busca de su señor.

Alfonso apareció por el portalón de la casona. Llevaba en la mano la espada de Gadaxara. Era un hombre alto y delgado, de cabellos rubios y ojos claros, ataviado a la usanza campesina, sin otro rasgo externo de majestad que la gruesa sortija que adornaba uno de sus dedos. Pero sus gestos eran firmes y autoritarios, como los de quien está acostumbrado a mandar. Y su rostro, tallado con delicadeza, transmitía el orgullo de su linaje.

—¿De quién es esta espada? —preguntó.

Todos nos apeamos de nuestras cabalgaduras. A nuestro alrededor se había congregado un nutrido grupo de curiosos. Alfonso blandía la espada de Gadaxara con despreocupación. Una sonrisa cortaba su barba rubia. Gadaxara se le acercó.

—¿Os acordáis de mí, mi señor?

Alfonso se mesó la barba, como haciendo memoria.

—¡Por todos los santos! ¡Tú eres aquel guerrero de nombre tan extraño! El que me puso mi tío Silo para guardarme de puñales traicioneros. ¿Qué te trae por aquí?

—Sí, soy Gadaxara, mi señor. Os traigo un mensaje de Oviedo.

Mi jefe tendió a Alfonso una vitela. Alfonso la leyó. Perdió la vista en el horizonte. Luego se dirigió a Gadaxara señalando el pergamino:

—¿Tú sabes lo que pone aquí?

Por toda respuesta, Gadaxara se acercó al rey, hincó la rodilla en tierra y besó su mano. Teudano hizo lo mismo. Yo les imité. Después lo hicieron todos los demás.

—Señor, vengo a anunciaros que la corona vuelve a estar sobre vuestra cabeza —proclamó mi jefe—. Asturias os necesita. Debemos partir hacia Oviedo inmediatamente. Allí seréis coronado. Nosotros, vuestros fieles, os escoltaremos.

En ese momento hizo acto de presencia una dama que salía de la gran casa. Era una hermosa mujer: muy joven, de cabellos rojizos y ojos del color de las castañas, esbelta, envuelta en una suave túnica sujeta con fíbulas doradas. Con ella venían dos clérigos y algunas gentes de armas, pero era la dama la que lo llenaba todo.

—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó la mujer.

Alfonso se giró hacia ella. Compuso un ademán tranquilizador. Luego el rey nos dijo:

—Poneos en pie, amigos. Esta dama es mi prima doña Argilo, dueña de este castillo. Ella puede escuchar cuanto a mí me contéis.

—Señora —obedeció Gadaxara—, hemos venido a comunicar a mi señor don Alfonso que la corte de Oviedo le reclama. El reino necesita un rey. Y él es el rey.

—¿No será un trampa? —preguntó Argilo con un mohín suspicaz.

—Mi señora —respondió Gadaxara—, la calamidad ha caído sobre el reino en los últimos meses. Los moros han castigado la frontera, lo mismo en Galicia que en las Bardulias y en Campoo; han arrasado nuestros campos y han diezmado a nuestros ejércitos. El golpe ha sido tan severo que ya nadie confía en quienes buscan un pacto con Córdoba. Fue el propio rey Bermudo quien me manifestó personalmente su deseo de dejar la corona a otro con mejores virtudes que él. Es el mismo Bermudo quien firma este documento. Mis hombres y yo respondemos con nuestras vidas de la verdad de este mensaje.

Argilo guardó silencio unos segundos, siempre bajo la atenta mirada de Alfonso. Yo me quedé prendado de aquella dama. Al fin el elegido preguntó:

—¿Cuándo partimos?

Gadaxara arrojó al suelo su escudo e invitó a Alfonso a subir sobre él. Luego nos ordenó levantar el escudo por encima de nuestros hombros. Los presentes prorrumpieron en vítores. En aquel acto, Alfonso fue reconocido rey sobre el pavés.

Partimos de inmediato esa misma tarde. Alfonso, prudente, insistió en llevar consigo otros ocho hombres de su propia hueste. Gadaxara aceptó. El rey también propuso que sus familiares salieran asimismo hacia Oviedo, un día después, en carruajes preparados al efecto. Esos familiares eran sobre todo doña Argilo y los dos clérigos que allí habíamos visto. Uno de ellos, de edad avanzada y blancas barbas, se llamaba Juan y había sido el maestro y guía del rey. Gadaxara aceptó igualmente: nada de eso contravenía sus órdenes. Por otro lado, para mi jefe ya no había otras órdenes que las que impartía Alfonso. Y el rey dio una última orden que me sobrecogió: mandó a buscar a dos monjes de San Martín de Turieno para que le asistieran espiritualmente en la coronación. Esos monjes eran Beato de Liébana y Eterio de Osma.

En verdad, Alfonso iba a hacer que cambiaran las cosas.

Segunda Parte

La salvación de las naciones

10. El retorno de Alfonso

Alfonso tenía prisa por entrar en Oviedo. Quería coronarse allí, y no en Cangas ni en Pravia. No nos extrañó, porque aquella había sido la ciudad de sus padres. Pero hasta Oviedo mediaba un largo camino y el rey sabía bien que cualquier cosa podía pasar. Nuestra mesnada era corta: los ocho hombres de Gadaxara, los ocho vascones y el propio rey. No se podía dejar de lado la eventualidad de que fuerzas hostiles nos atacaran. Por sugerencia de Gadaxara, Alfonso cabalgaba mezclado con la hueste, sin ningún signo externo de su condición. Diecisiete jinetes lanzados al galope por el reino ya llamaban suficientemente la atención de por sí como para que, además, Alfonso sirviera de reclamo suplementario. Si por mi jefe hubiera sido, habríamos cabalgado en grupos más pequeños y de absoluto incógnito hasta las mismas puertas de Oviedo. Pero Alfonso tenía otra cosa en la cabeza: quería entrar en la ciudad como rey al frente de una hueste respetable; más aún, quería anunciarse rey en todas las plazas importantes que encontráramos a nuestro paso y recoger a cuantos caballeros quisieran seguirnos. Y eso fue lo que se hizo.

Mientras tanto, un jinete había partido a toda velocidad hacia Liébana, al monasterio de San Martín de Turieno, para reclamar la presencia en Oviedo de los venerables monjes Beato y Eterio. Y al mismo tiempo, de la tierra de Ayala partía la comitiva de los amigos vascones del rey: el presbítero Juan y algunos nobles de la región. Entre estos, un muchacho llamado Zaldún que asistiría a la coronación representando a su tribu y, por supuesto, la dulce Argilo, la prima del rey, de la que yo sospechaba que algún amorío tendría con Alfonso. Todos: hueste, monjes y vascones, debíamos converger en Oviedo al principio de la segunda semana de septiembre. Y entonces llegaría el gran día del segundo rey Alfonso, el hijo de Fruela y Munia, el nieto del primer Alfonso, el bisnieto de don Pelayo. La sangre de Covadonga volvía al trono.

El viaje fue una frenética cabalgada. Llegamos a Laredo. Allí Alfonso penetró en el modesto castillo, requirió la obediencia del conde local y ordenó que cinco caballeros de la plaza se sumaran a nuestra columna. Lo mismo hizo en Somorrostro, en Santillana y en Evencia. Cuando entrábamos en cada uno de estos sitios, el rey mandaba enarbolar un estandarte blanco con una cruz bordada en rojo, coronaba su cabeza con un lujoso yelmo y esgrimía su espada apuntando al cielo. Dos o tres hombres iban por delante a guisa de heraldos gritando: «¡El rey! ¡Aclamad al rey Alfonso! ¡Paso al rey!», y las gentes se apiñaban para vernos pasar y prorrumpían en grandes vítores. No todos los recibimientos fueron igual de obsequiosos: el conde que regía la plaza de Santillana, por ejemplo, acogió al monarca con un semblante extremadamente pálido y hosco, como si viera su propia vida en peligro. Pero Alfonso se sobreponía a todo y, confortado por el calor de su pueblo, seguía impertérrito su camino al frente de una hueste cada vez más numerosa.

Apenas oí hablar al rey en el viaje, salvo para impartir escuetas órdenes. Pero Alfonso requería con frecuencia, cuando los caballos se ponían al paso, la compañía de Gadaxara, y el rey incitaba a mi jefe a contarle mil detalles sobre la situación interior del reino. Recuerdo especialmente una conversación en la que Gadaxara habló con insólita franqueza. Y esto fue lo que dijo el fiel guerrero:

—Es preciso volver a empezar desde el principio, mi señor. Desde Covadonga. Algo se torció tras la muerte de vuestro abuelo, el primer Alfonso. Los problemas que se encontró vuestro padre Fruela no han hecho sino multiplicarse. Vos sabéis, mi señor, que muchos magnates quieren doblar la espalda ante Córdoba. Tanto en Galicia como en oriente, e incluso en las propias tierras de Cangas y de Pravia. Eso quizá salve la posición de esos nobles señores, pero significará la ruina de Asturias. Sobre todo, significará una oprobiosa sumisión para el pueblo, que en la cruz ha encontrado la imagen de su libertad. Yo he visto a mis guerreros combatir contra el moro, contra un enemigo cinco y seis veces superior en número, y pelear hasta el último hombre. Pero he visto también a los señores de la mesnada poner pies en polvorosa o mandar subrepticiamente mensajes a los generales mahometanos, buscando un acuerdo ventajoso. He vivido esta vergüenza con Silo e igualmente con Mauregato. No juzgo a sus personas, pero sí puedo decir, con el derecho que me da mi sangre, que mil veces han estado en el límite mismo de la traición. Bermudo, vuestro predecesor, es un hombre de otra pasta: es un buen hombre. Pero, por desgracia, no ha tenido ni energía para imponerse a los magnates del reino ni clarividencia como jefe militar. Ahora venís vos y yo os aseguro que somos miles los guerreros del reino dispuestos a dar la vida por vuestra corona. Y también habéis comprobado cómo os recibe en todas partes el pueblo: como a un libertador. Me he jugado muchas veces la vida como para temer perderla por decir la verdad. Y ahora, puesto que me pedís mi parecer, os lo daré: no podéis defraudar esas esperanzas. Vos ya fuisteis rey una vez y os arrebataron traicioneramente la corona. Ahora que la recuperáis, no la veáis simplemente como una corona, sino como lo que es: la copa donde se ha depositado el destino de todo nuestro pueblo, desde la gloria de vuestro bisabuelo Pelayo hasta el sudor del último labrador en la frontera. Os lo pido yo, que daré la vida por vos.

No sé si Alfonso contestó algo a este parlamento de Gadaxara; no lo escuché. Solo vi que el rey mantuvo la vista fija en el horizonte, prestando suma atención, pero sin mover un músculo ni antes ni después.

Cuando la hueste llegó a la tierra de Aguilar, a un paso de Cangas, ya éramos un centenar de hombres los que acompañábamos al rey. Alfonso quiso ponerse en cabeza. Gadaxara no se atrevió a impedírselo, pero se situó a su lado, un paso por detrás, lo suficientemente cerca como para intervenir en caso de necesidad: estábamos entrando en territorio enemigo, aunque las aclamaciones del pueblo, oportunamente informado por los heraldos del rey, mostraban que la gente del país jamás levantaría la mano contra el bisnieto de Pelayo.

Apenas habíamos cabalgado media jornada cuando, no lejos de Pravia, los heraldos que llevábamos por delante regresaron a galope tendido hasta el grueso de la hueste.

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