El caballero del jabalí blanco (39 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Mi hermano Vítulo, con la protección que ahora le brindaba nuestra pequeña hueste, pudo dedicar todos sus esfuerzos a organizar la repoblación. Nuevas familias se habían instalado en Mena e incluso iban llegando hasta Espinosa, donde también había tierra para todos. La frontera seguía tranquila: Alhakán no había resuelto sus problemas en su propia casa y, por otro lado, ahora teníamos a Carlomagno levantando fortalezas en las montañas de los Pirineos, lo cual obligaba al moro a un esfuerzo suplementario. Fueron años tranquilos, aquellos.

En Mena, mi pequeño mundo, mis padres envejecían lentamente. Ramiro insistía en encontrar el arado perfecto. Guma criaba a su hijo Guzmán con el amor que a él nunca le dispensaron. Mi hermana Munia, casada con Illán, dio a luz un rechoncho varón al que bautizaron como Tello, en recuerdo de mi hermano desaparecido.

Como la llegada de nuevos colonos era incesante, mi hermano Vítulo quiso asegurarse de que la propiedad de las tierras quedaba claramente definida: que nadie pudiera tomar lo que no era suyo. Lo que se le ocurrió fue donar las tierras cultivadas por su comunidad a nuestra iglesia original de Mena, la de San Emeterio y San Celedonio, de manera que la repoblación mantuviera una cabeza bien visible.

Con su habitual minuciosidad, Vítulo nos convocó a unos cuantos de la hueste y a mí. Ante nosotros redactó públicamente la escritura. Pidió a mis hombres que firmaran como testigos. Solo sabían escribir Juanti, Azano, Munino, Armando y Hudelisco. A algunos de ellos les había enseñado a leer el propio Vítulo. Con mucha ceremonia dictó el texto al presbítero Lepino, su asistente:

—En 15 de septiembre del año de Nuestro Señor 800, yo, el abad Vítulo, el más indigno siervo de todos los siervos de Dios, con mi hermano el presbítero Ervigio, con nuestros santos patronos Emeterio y Celedonio, a los que con nuestras propias manos construimos una basílica mi hermano Ervigio y yo, Vítulo, abad, en el lugar que llaman Taranco en tierra de Mena, y también la iglesia de San Martín, que bajo la jurisdicción de Mena elevamos asimismo con nuestras manos en la ciudad de Area Patriniani, y también la iglesia de San Esteban, que con nuestras manos fundamos en el lugar que llaman Burceña en tierra de Mena, en esta región de… —Vítulo se detuvo, reflexivo—: En esta región de… de… Zonio, hermano…

—Dime, Vítulo.

—¿Cómo llamaremos a este lugar? Ya no son las Bardulias, porque estamos más al sur, pero todavía no son los campos góticos, porque estamos más al norte. ¿Cómo podemos llamar a estas tierras?

—¿Cómo las llama el pueblo, hermano? —pregunté yo.

—El pueblo las llama Castilla. Por los castillos del rey nuestro señor.

—Pues llamémoslas Castilla —sugerí—, como las llama el pueblo.

—¡Castilla! Extraño nombre. Pero suena bien. Sea. En esta región que antes se llamaba Bardulias y que desde ahora llamaremos Castilla…

Y desde entonces estas tierras se llaman Castilla.

Tercera Parte

La sangre y la tierra

19. La desdicha del hermano del emir

Grandes batallas se sucedieron en aquel tiempo y el Señor nos bendijo con frecuentes victorias y abundante botín. Numerosos colonos atravesaron los montes para ocupar tierras en nuestros valles y así creció el ámbito del reino. Pero en aquellos años ocurrieron además otros sucesos que iban a alterar extraordinariamente nuestras vidas.

La primera consecuencia de nuestra visita a Carlomagno no se hizo esperar: muy pronto el rey de los francos ordenó reforzar su frontera en los Pirineos, a la que llamó «Marca Hispánica», desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo. El moro descubrió que una nueva amenaza surgía en el horizonte. Al cobijo de las montañas emergían condados cristianos en Pamplona, el río Aragón, Ribagorza, Sobrarbe, Urgel, Pallars, la Cerdaña… Unas veces los encabezaban las viejas familias locales; en otras ocasiones se pusieron bajo el mando de caballeros de la corte de Aquisgrán. Siempre, en cualquier caso, el resultado era el mismo: los musulmanes se encontraban de repente con un muro en el norte. Además, Carlomagno iba a llevar sus banderas hasta Barcelona y el propio poder sarraceno se plegaría a su influencia, pues no fueron pocos los gobernadores musulmanes que, enfrentados con Córdoba, prefirieron pactar con el rey de los francos.

Para el emir Alhakán todo aquello se convirtió en un endemoniado rompecabezas. Hasta ese momento los musulmanes habían sustentado su poder en la región sobre dos piezas: por un lado, la colaboración de los Banu-Qasi, aquella poderosa familia convertida al islam para mantener su control del valle medio del Ebro; por otro, los gobernadores que Córdoba había enviado a Huesca, Zaragoza y Barcelona, y cuyas tropas imponían a punta de espada la autoridad del emir. Los Banu-Qasi ataban corto a los pamploneses a través de sucesivos enlaces matrimoniales, mientras que los gobernadores moros cobraban tributos en el Pirineo para asegurarse la fidelidad de los señores de la zona. Pero cuando Carlomagno ofreció a estos magnates la posibilidad de tributar a los francos en vez de a los moros, ninguno lo dudó y se puso al lado del Gran Carlos. En Pamplona, al mismo tiempo, estallaba una sorda pugna entre los Velasco y los Jimeno por el mismo motivo. Así Carlomagno logró que desapareciera cualquier amenaza de una nueva invasión. Y para nosotros, para el reino de Oviedo, se abrían expectativas de mayor alivio, pues ahora Córdoba tenía que vigilar dos frentes: el carolingio y el nuestro.

Era cuestión de tiempo que el emir Alhakán reaccionara: de algún modo tenía que romper aquel muro que Carlomagno había construido sobre las montañas y que, para más solidez, se ensamblaba con nuestro reino de Asturias en tierras vasconas. Fue en el verano del año de Nuestro Señor 801 cuando el emir de Córdoba dio el paso: se propuso abrir una brecha en la muralla cristiana del norte. Y para hacerlo escogió el punto donde Asturias se daba la mano con el reino de los francos: Navarra.

Fueron jinetes de Lantarón, en territorio de don Tello, quienes aparecieron por Espinosa ya principiado el mes de agosto para dar la noticia: un ejército sarraceno se acercaba desde Cenicero y Briones a la aldea de Miranda, y todo indicaba que iba a cruzar el Ebro por aquel lugar. Yo nunca me había fiado de don Tello. Sospechaba que en otro tiempo había pactado con los moros para conservar a salvo sus posesiones. ¿Me estaría tendiendo una celada? Resultaba poco probable. Enviar jinetes para sacarme de mi castillo era un procedimiento que llamaba demasiado la atención. Por otro lado, los informes de aquellos hombres parecían ciertos. Inmediatamente cursé mensajeros a Oña y a Iruña para poner al corriente a don García y don Munio. También me ocupé de avisar al señor de Mundaca. A todos les di cita lo antes posible en el castillo de Añana. Asimismo mandé a cuatro hombres a las cercanías de Miranda, para que siguieran el curso del ataque musulmán; encomendé a Juanti, uno de mis jóvenes caballeros, dirigir esa vital misión.

¡Misteriosa expedición, la sarracena! ¿Quiénes eran? ¿Y qué se proponían? Si se dirigían a Miranda, solo podía ser con el objeto de tomar la calzada que desde allí camina hacia la llanada de Álava, habitual presa del saqueo musulmán. Pero apenas cuatro años atrás ya habíamos infligido a los moros una severa derrota en aquellas tierras, cuando lo de Amurrio. Y desde entonces la red cristiana de castillos no había hecho sino intensificar su solidez. ¿Cómo era posible que insistieran por el mismo lugar? Sobre la marcha colegí dos cosas: una, que el objetivo de ese ejército debía de ir más allá del simple saqueo en los llanos alaveses; la otra, que el jefe de la hueste enemiga forzosamente tenía que ser otro distinto de mi viejo conocido Abd al-Karim, pues este no se habría aventurado de nuevo por los mismos parajes.

A la altura de Miranda la calzada seguía al norte por dos caminos. Uno daba un rodeo por el oeste, por Puentelarrá, e iba a la comarca controlada sucesivamente desde los castillos de Salcedo, Lantarón y Añana. El otro camino, más corto pero más inseguro, atacaba directamente el norte atravesando el paraje de Arganzón y cayendo en la zona protegida por el castillo de Iruña. ¿Qué dirección tomaría el moro? Cualquiera que fuera la ruta escogida por el enemigo, desde Añana nosotros tendríamos una buena posición para obrar adecuadamente. Alineé a mi hueste: los jóvenes caballeros de la tierra y unos doscientos peones. A través del valle de Losa salimos a toda velocidad hacia Añana, adonde llegamos después de jornada y media de camino. Cuando divisamos el castillo ya estaban allí todas las tropas de don Tello, reunidas desde las fortalezas cercanas. Tardaron poco en llegar contingentes de Frías, remitidos por el viejo señor don García, y otros de la tierra de Ayala, Orduña y Mundaca. Don Munio me hizo saber que permanecería en su castillo de Iruña por si el moro tomaba ese camino. Me pareció una buena decisión. Ahora solo faltaba conocer el rumbo del enemigo.

—Bienvenido, don Zonio —me saludó don Tello desde el mismo portón de su pequeña fortaleza. Traía la cabeza descubierta y sus cabellos rojos formaban caóticos remolinos. A su espalda colgaba el hacha de doble hoja con la que tanto le gustaba combatir.

—Dios te guarde, don Tello —contesté—. Gracias por el aviso. ¿Sabes algo nuevo del enemigo? —Yo seguía sin fiarme de ese hombre.

—Nada nuevo. Parece que se demoran, a Dios gracias. —Tello sudaba enormemente; tan grueso como estaba, la cota de malla debía de ser un horno para él.

Pese a mi desconfianza, Tello nos instaló con solicitud. Hasta la madrugada del día siguiente no tuve noticias de mis exploradores. Cuando al fin apareció Juanti con sus jinetes, fue para presentar un balance alarmante: una fuerte hueste enemiga, de en torno a cinco mil jinetes y otros tantos peones, con cuantiosa carga de avituallamiento y alguna máquina de guerra.

—¿Qué camino han cogido? —pregunté, intentando no traslucir ansiedad.

—El de Iruña —respondió Juanti sin aliento.

—¿Su jefe? —insistí.

—No le conozco. No es Abd al-Karim —dijo el muchacho.

Era un bravo tipo, Juanti: debía de rondar los veinte años, si es que llegaba, pero tenía un cuerpo ya macizo y rudo, hecho a la intemperie y al sufrimiento, y una mente despierta y muy bien dotada para las cosas de la guerra. Mandé a dormir a mis exploradores y desperté a don Tello y a los capitanes de la hueste.

—El moro camina hacia Iruña —les confié—. Es un gran ejército: unos diez mil hombres entre jinetes y peones. Con mucha impedimenta, luego su marcha no será rápida. Lo manda un general que no conocemos. Y si no le conocemos, entonces él tampoco nos conoce. Todo eso juega a nuestro favor. También nos beneficia otra cosa: en la columna vienen muchos carros y hasta una máquina de asedio. Por tanto su objetivo no es saquear los campos, sino que marcha contra alguna ciudad.

—Yo creo saber adónde va —dijo uno de los presentes, un guerrero vascón de aspecto fiero y un tanto salvaje.

—¿Quién eres tú? —pregunté.

—Zaldún de Orduña. ¿No te acuerdas de mí, Zonio de Mena?

¡Zaldún! Zaldún era aquel muchacho que el día de la coronación de Alfonso había venido a Oviedo en representación de su padre, señor de una tribu vascona. Ahora, diez años después, era un mozo de elevada estatura y modales enérgicos, de largas melenas y permanentemente pegado a una espada de dimensiones asombrosas.

—Has crecido mucho —le dije—. Me alegra verte aquí. Pero explícame por qué crees saber adónde se dirige el moro.

—Creo que va a tierras de Pamplona —afirmó Zaldún—. En los últimos meses los Jimeno y los Velasco se han hecho mucho la guerra. Unos se apoyan en Carlomagno y los otros en los Banu-Qasi. El hecho es que, los otros por los unos, Córdoba ha perdido completamente el control del país. Y si ahora aparece por aquí un ejército de esas dimensiones, debe de ser porque busca algo importante. Tan importante como recuperar la autoridad sobre Pamplona.

—Es muy posible —acepté—. ¡Bravo, Zaldún! Si eso es así, podemos dar por hecho que el moro, sea quien fuere su general, no querrá perder tiempo ni energías. Por eso ha escogido el camino de Iruña, que es más corto. Quizá piensa llegar a la llanura de Álava, saquear lo que pueda por el camino y dirigirse después a Pamplona por la calzada.

—¿Y por qué ha escogido ese camino y no ha entrado desde Zaragoza? —terció don Tello—. Le habría resultado más fácil

—Entra por Iruña para no pisar la tierra de los Banu-Qasi, porque esa gente controla el Ebro aguas abajo —expuso Zaldún.

—Y si este ejército moro quiere atacar al margen de los Banu-Qasi —reflexioné yo—, entonces no cabe duda de que lo ha mandado el propio emir de Córdoba, con un objetivo político de primera magnitud y, por tanto, con un general de relieve. Tal vez un familiar del propio emir.

—¿Por qué te interesa tanto saber quién es el jefe de esa banda de diablos? —me interpeló don Tello con ostensible fastidio.

—Porque conociendo al jefe tendremos media batalla ganada —afirmé de manera un tanto presuntuosa—. De todas maneras ya sabemos mucho. Y creo que sé dónde podemos golpear.

—¡En las Conchas, sin duda! —afirmó jubiloso don Tello.

—Sin duda —corroboré—. Hay que salir cuanto antes y ganar la posición. Movilicemos a cuanta gente podamos. Zaldún, tú partirás inmediatamente al castillo de Iruña para dar noticia a don Munio: concentraremos nuestra fuerza en los altos de las Conchas. Si lo tienes a bien, don Tello, deja una mínima guarnición en tus castillos, por lo que pueda pasar. Y nosotros, ¡rumbo a las Conchas!

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