Don Tello se mostró como un diligente organizador de hombres. Aún no había amanecido cuando la tropa partió hacia levante cruzando los vallecillos boscosos que van a dar al río Bayas. Entre su hueste, la mía y los refuerzos de don García, no sumaríamos más de dos mil guerreros. Don Munio no aportaría más de mil. Éramos muy pocos en comparación con la hueste sarracena. Pero, a cambio, la tierra peleaba en nuestro bando. La tierra… y la sorpresa.
Las Conchas del paraje del Arganzón son una puerta natural que el río Zadorra ha excavado en las paredes de la sierra de Tuyo. Por el medio, a la par que el río, pasa la calzada. Es poco trecho: menos de media legua. Pero la estrechez del sitio es tan extrema, y la posibilidad de refugio tan escasa, que nadie puede escapar de allí. Nuestra estrategia en la batalla no sería otra: cerrar la puerta de las Conchas en la entrada y la salida, y destrozar desde lo alto a la expedición sarracena.
Tomamos pie en las Conchas de Arganzón antes del mediodía. Poco después aparecieron don Munio Núñez y Zaldún con una mesnada no desdeñable: trescientos jinetes y mil doscientos peones; más de lo que yo había previsto. Abracé a don Munio como a un hermano: aquel hombre sabía hacerse querer. ¡Si hasta a Creusa le había agradado! Y para mi sorpresa, a las pocas horas se hizo ver también el veterano don García, que, alertado por sus hombres, no había querido perderse la batalla. Con lo que traía el caballero de Frías y Oña ya nos acercábamos a los cinco mil hombres. La mitad que el enemigo. Pero seguros de ganar.
El plan de batalla ya estaba definido. Todos aguardaríamos en los altos del desfiladero, en la contrapendiente de la sierra, invisibles para el moro. Cuando el enemigo estuviera a punto de salir de las Conchas, Munio descendería a toda velocidad con sus jinetes para cerrar la puerta. Los peones acentuarían el efecto de la carga lanzando troncos y rocas sobre el camino, para estrechar aún más el paso. En ese momento los hombres de Tello, desde un lado, y los de García desde el otro, asaetearían al enemigo atrapado en la calzada. Y mientras tanto, los míos y yo cargaríamos contra la retaguardia mora para sembrar la confusión en sus filas e impedir la retirada. Pedí a Zaldún que me acompañara en mi cometido. Esa noche la pasamos en vigilia y oración, velando armas, como el día que nos hicieron caballeros.
Supimos que los moros habían hecho noche en el pequeño poblado de Estavillo, a una legua de la garganta. Por el humo supimos también que habían incendiado el lugar. Desde la cumbre de uno de los cerros, excelente observatorio, pudimos ver cómo el ejército moro despertaba y se ponía en camino. Su marcha era lenta y pesada, apenas podría moverse dentro del desfiladero. Percibimos también el estandarte que orgullosamente ondeaba junto a su jefe. Era un estandarte blanco: con toda probabilidad, un aristócrata del clan de los Omeyas, la dinastía que gobernaba el emirato de Córdoba. Una presa de caza mayor.
Los moros lanzaron algunos exploradores dentro del desfiladero, para verificar el paso. Fue difícil conseguir que ninguno de los nuestros se moviera. Pero aquellos jinetes de reconocimiento tampoco investigaron a fondo. Seguramente se sentían fuertes con tan poderosa hueste detrás. Desde lejos se oían los gritos de la columna y las imprecaciones que los carreteros lanzaban contra sus mulas. Era un espectáculo pintoresco. La tropa musulmana entró en las Conchas. Apelotonada. Sin orden. Yo nunca olvidaba aquellas palabras de mi añorado
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Juan: «Nosotros hemos de buscar la maniobra, la sorpresa, y sembrar la confusión en sus filas. Porque así como son buenos guerreros, los moros son también desordenados y tienden a descomponer las filas, y pasan de la exaltación al pánico en un momento. Entonces están perdidos. Ese es para nosotros el momento de cargar con todo. Solo así podemos ganar». Eso era lo que íbamos a hacer una vez más. Como antes en Lutos y en Amurrio.
Los exploradores no llegaron a atravesar el desfiladero: las flechas de la gente de Tello los atravesaron de parte a parte. La cabeza de la columna mora, sorprendida, se detuvo. Entonces sonaron las trompas y los cuernos, y la furia de los guerreros cristianos se desencadenó sobre la muchedumbre sarracena. Munio cargó contra la vanguardia mora mientras los peones de su hueste, colocados en los flancos, arrojaban grandes piedras y árboles derribados. Tan estrecho se hizo el camino que a los moros no les quedaba otra vía de escape que meterse en el río. El jefe sarraceno, el Omeya, ordenó una carga general hacia delante para levantar el tapón, pero en ese momento sus tropas estaban siendo machacadas sin clemencia por los hombres de Tello y de García, cada cual en una pendiente, que enviaban sobre el enemigo una ingente cantidad de flechas, dardos y piedras. El pavor se leía en los ojos del enemigo y se oía en sus voces aterradas. Era el pánico del que hablaba el
miles
Juan.
En aquel instante Zaldún y yo, con nuestra hueste, nos descolgamos desde el cerro donde nos hallábamos para cargar contra la retaguardia mora. Besé la cruz que colgaba de mi cuello, la cruz de Beato, y espoleé a Sisnando. Las decenas de carros que transportaban la impedimenta musulmana tapaban el camino de salida y obstaculizaban la retirada de sus propias tropas. Para añadir confusión, ordené lanzar flechas de fuego sobre aquellos carruajes. Los cocheros se arrojaron al suelo implorando piedad entre nuestras lanzas y espadas, y los animales, espantados por el fuego, salieron de estampida en todas direcciones, atropellando a los moros que trataban de huir del desfiladero. Mi azagaya se cobró varias vidas entre los fugitivos. El pañuelo de Creusa, atado al asta, volvió a mancharse de sangre enemiga. Zaldún, por su parte, había saltado de su caballo y ahora se volcaba sobre la muchedumbre en fuga repartiendo mandobles. Nunca había visto a nadie golpear tan rápido, ni siquiera a Gadaxara. Verdaderamente ese muchacho era un guerrero extraordinario.
La matanza duró cerca de una hora. En algún momento, el jefe sarraceno logró zafarse de la presa que le hacían sus propios hombres y escapó a uña de caballo junto a unos pocos jinetes. Los vimos salir a galope tendido por la orilla del río, dejando su estandarte tras de sí y abandonando a sus soldados a la atroz suerte del vencido. Los que quedaban vivos no tardaron en rendirse.
Don Tello, una vez más, quiso perpetrar una matanza y se precipitó con su hacha sobre la muchedumbre vencida. Se lo impedí. El encarnizamiento de aquel hombre me resultaba siempre excesivo. Más tarde me enteré de que sus padres, muchos años atrás, habían sido quemados vivos, sitiados en su propia casa, durante una aceifa musulmana. De cualquier manera, todos teníamos cuentas personales que saldar. Y lo que ahora importaba era, sobre todo, hacer cautivos, recoger el botín y averiguar de dónde había salido ese ejército y qué se proponía.
Don García y don Munio me ayudaron a calmar a Tello. La lección más importante que ha de aprender el guerrero no es la técnica de combatir, sino el arte de combatir sin odio, porque el odio nubla la razón, convoca al pecado y ahuyenta a la victoria. A mí me lo enseñó el
miles
Juan. Y era una gran verdad.
El orgulloso ejército de Córdoba ofrecía ahora un aspecto deplorable. Los supervivientes, de rodillas entre los cadáveres de sus camaradas, levantaban los brazos implorando misericordia. Nuestros hombres los desarmaron y enseguida los reunieron a la orilla del Zadorra. Varios se identificaron como esclavos cristianos. No serían más de una docena. Casi todos hablaban nuestra lengua. A esos los apartamos: ellos nos dirían lo que queríamos saber.
—¿Tú cómo te llamas? —pregunté a uno que me pareció más tranquilo que los demás.
—Sancho. Soy de Toledo. Cautivo y enrolado a la fuerza. ¡Soy cristiano! ¡Lo juro por mi santa fe!
«¡Y yo! ¡Y yo!», gritaron todos los demás a coro. Sentí una enorme compasión por aquellos hombres. Quién sabe si mi propio hermano Tello no estaría en pareja situación. Pero no podía ablandarme y proseguí el interrogatorio:
—Tú, Sancho toledano, ¿quién os mandaba?
—Muawiya, un hermano de Alhakán.
Nos miramos sorprendidos. Habíamos derrotado nada menos que a un hermano del emir.
—Veo aquí a muchos extranjeros. ¿De dónde viene este ejército? —insistí.
—Son las nuevas tropas de Alhakán, mi señor. El emir ya no se fía de nadie, así que ha reclutado a millares de bereberes en el norte de África.
—¿Y quién le protege en Córdoba? —pregunté, sorprendido.
—Otros soldados nuevos. «Eslavos», los llaman. Son esclavos que se ha hecho traer de oriente, de más allá de Bizancio. Los ha enrolado en su guardia porque no hablan ni latín ni árabe, de manera que no pueden comunicarse con nadie. Por eso les llaman «los mudos».
—¿Dónde os dirigíais?
—Yo no lo sé —contestó Sancho. Pero otro terció enseguida:
—Yo sí, mi señor. Nos dirigíamos a Pamplona.
—¡Lo sabía! —rugió Zaldún.
—¿Y para qué? —inquirió don Munio.
—Para ayudar a los señores de los Jimenos contra los señores de los Velascos. No sé nada más.
—Ya es bastante. ¿Y tú quién eres, que sabes tantas cosas? —pregunté yo, suspicaz.
—Jeremías —contestó el hombre—. Me hicieron mensajero. Y soy cristiano también. De Málaga.
En aquel instante llegó uno de los hombres de Munio. Traía en la mano el estandarte de Muawiya. Detrás venían más peones con infinidad de objetos lujosos: armas, corazas, banderas…
—¡Buena caza, vive Dios! —exclamó don García—. El rey se pondrá contento al ver todo esto.
—Enviaremos a Oviedo el estandarte —dije yo—. Y una cuerda de cautivos.
—No es justo —interrumpió don Tello—. La victoria ha sido nuestra y yo reclamo un número de cautivos para mí. Mis salinas de Añana necesitan operarios.
Todos miramos a Tello con enojo. En cualquier caso, tenía razón: él había participado en la victoria y tenía derecho a su porción de botín, lo cual incluía a un cierto número de cautivos. No envidié la suerte de esos desdichados.
Repartido el botín, disolvimos la compañía. La mayor parte de los cautivos fue remitida a Oviedo con una fuerte escolta. Don Munio se encargó del trámite, pues en sus tierras había sido el combate. Por otra parte, sospecho que deseaba arreglar en la capital ciertos asuntos relativos a su enlace con doña Argilo, no en vano prima del rey. Con Munio marcharon mis diez muchachos: había llegado la hora de que fueran solemnemente ordenados caballeros; el rey en persona lo haría.
Zaldún se apoderó de un enorme lote de espadas y escudos; los llevaría consigo a Orduña. Yo me hice cargo de los cautivos cristianos: los instalé en Espinosa. A Sancho y a Jeremías los incorporé a mi hueste. En cuanto al botín, no fue cosa menor. Aunque la mitad de los carros enemigos había ardido, aún pudimos sacar enorme provisión de grano y otros víveres, así como incontable cantidad de armas y un precioso cofre de joyas que el general Muawiya llevaba consigo, sin duda para seducir voluntades en tierras de Pamplona. Aquellas exquisitas joyas terminaron en el tesoro de Oviedo.
De aquella excelente caza recogí para mi uso personal algunas varas de hermosa tela de seda. Quería regalárselas a mi madre. Acudí a Mena con el obsequio. Encontré a Muniadona muy cansada, como si súbitamente la edad hubiera caído sobre sus espaldas. Mi padre no estaba mejor. Presentí que verían pocos inviernos más.
La victoria de las Conchas de Arganzón afianzó la frontera tan trabajosamente construida en estas tierras «que antes llamábamos Bardulias y ahora llamamos Castilla», como decía la escritura de mi hermano Vítulo. La red de fortalezas que protegía la línea desde Iruña hasta Oña había demostrado ser sólida. Haría falta un ejército muy fuerte para doblegarla. Ocupé los siguientes días en escribir una larga carta al rey Alfonso explicando los detalles de la batalla y los movimientos políticos que habíamos descubierto. Tanto él como Carlomagno sabrían sacar las oportunas consecuencias de lo que se movía en tierras navarras. Cuando recibí la respuesta de Oviedo, me contaron algo que me causó una enorme impresión: el general Muawiya, el hermano del emir, se había quitado la vida en Córdoba dos meses después de su derrota; no había sido capaz de soportar la vergüenza del fracaso.
En cuanto a mí, seguía obsesionado por adelantar la frontera hacia el valle del sur, donde el Cerneja va a dar en el Trueba. Aquella tierra era excelente para el cereal; mares de cereal. Mandé establecer un puesto avanzado en el sitio de Fonte Arcayo y otro aguas abajo, al pie de la sierra de la Tesla. Las ruinas del viejo castillo de Tedeja, ya en la orilla del Ebro, me llamaban con voz profunda e insistente: algún día conseguiría elevar allí otra vez un castillo digno de ese nombre.