Juan no se había equivocado al juzgar estos valles como un lugar idóneo para la vida. En nuestro camino hallamos numerosos molinos abandonados, gran cantidad de fuentes, no pocas ruinas de viejas aldeas, calzadas que era posible recuperar… Los suelos eran muy fértiles. El cereal crecería aquí con mano generosa. No resultaba difícil empezar de nuevo.
No paró Juan en estos valles, sino que además envió colonos a establecerse en la orilla del Ebro. Cruzamos el gran río algo más arriba del Orón. La primera vez que exploramos el paraje de Sobrón, mi buen sacerdote quedó ensimismado ante las iglesias derruidas que iban saliendo a nuestro paso. Para mí —rudo corazón— solo eran ruinas, pero para Juan constituían un mensaje de la Providencia: San Cosme y San Damián, San Esteban, San Cipriano, San Juan, San Pedro y San Pablo, San Caprasio… Todos ellos habían tenido su iglesia en estas tierras y Juan se había propuesto reconstruirlas. Para mi tortura, Juan me contó la leyenda de San Caprasio:
—Caprasio, querido Zonio, era un eremita. Vivía en los montes entregado a la oración. Mas he aquí que un día se cruzó en su camino una hermosa y joven pastora. Su corazón se encaprichó con ella. Caprasio pecó. Y Dios le condenó a vagar por la tierra hasta hallar un paraje semejante a aquel en el que cometió pecado, para levantar allí un monasterio.
No era yo, pues, el único monje que había pecado con una hermosa y joven pastora. Bien es cierto que a mí aún me quedaba el monasterio por construir.
Pasamos la Navidad de 801 en Valpuesta. Juan se había apresurado a dar noticia en Oviedo de sus numerosas presuras. La respuesta del rey vino, ya pasada la Epifanía, en forma de doble recompensa. La primera fue que Alfonso nombraba formalmente a mi amigo Juan obispo de Valpuesta. Todo el mundo le consideraba ya como tal, pero faltaba la sanción regia, y no era cosa fácil, pues Roma era muy reacia a crear obispados de nuevo cuño. Pero las circunstancias de nuestro reino, con la mayor parte del país ocupada por los musulmanes, eran completamente singulares. Y así, del mismo modo que se consintió al rey crear una nueva sede en Oviedo, se le aceptó que levantara una diócesis en aquellos valles del oriente de la frontera. En cuanto a la segunda recompensa, fue recibida por los colonos como una bendición del cielo y en verdad no era para menos, porque Alfonso reconocía en ley las presuras de Juan y, aún más, otorgaba a los pobladores de estas tierras derechos extraordinarios.
Tan importante era aquello, que Juan quiso hacer partícipes del acontecimiento a todos los colonos: les leería el documento expedido por el rey. Citó a los cabeza de familia en Valpuesta. Los reunió en la entrada del monasterio de Santa María. Varios centenares de labriegos esperaban, anhelantes, saber cómo iban a ser sus vidas. Un enorme silencio envolvía a la asamblea. El obispo Juan, ceremoniosamente, esgrimió el pergamino y leyó en voz alta:
—«Yo, Alfonso, por la gracia de Dios rey de los ovetenses, hago privilegio de testamento por amor de Dios, perdón de mis pecados y sufragio de las almas de mis padres, con el consejo y consentimiento de mis condes y príncipes, a la iglesia de Santa María de Valpuesta, y a ti Juan, venerable obispo y maestro mío, confirmándote el dominio de las cosas que tus antecesores hayan adquirido y de las que tus sucesores puedan adquirir para tu iglesia. Y doy a esta por términos propios suyos desde Orrundia hasta Fuente-Subanaria; desde esta hasta Molares; desde allí hasta Rodil; de allí hasta Pinilla; y por otra parte hasta Cancelada; de allí hasta Fuente-Sombrana; de allí hasta la Hoz de Busto; de allí hasta Peñarrubia; de allí hasta San Cristóbal; de allí hasta San Emeterio y Celedonio por la calzada que va a Valdegobia hasta Pinilla; de allí siguiendo la loma hasta la cumbre de Pozos; desde Pozos hasta la mayor altura de la peña; y todo esto doy con montes y fuentes, lagunas, pastos, entrada y salida. Si alguno se refugiare al territorio incluido en estos términos por causa de homicidio u otra culpa, ninguno sea osado de sacarlo; sino que antes bien él permanezca totalmente salvo, y los clérigos de la iglesia no tengan responsabilidad alguna. Si dentro de los mismos términos fuere matado algún hombre, los clérigos de dicha iglesia, y los legos que hagan población allí, sean exentos de responsabilidad del homicidio; por lo cual de ningún modo se les exijan prendas. Concedo también a los pobladores de Valpuesta licencia de apacentar sus ganados en todos mis montes y demás parajes en que otros pasten. Asimismo dono en el lugar que dicen Pontacre las iglesias de San Cosme y Damián, de San Esteban, de San Cipriano, de San Juan, de los Santos Pedro y Pablo, y de San Caprasio, con sus heredades y términos, desde la peña hasta el río Orón, y con sus molinos, prados, huertos y pertenencias. Igualmente mando que vosotros los pobladores de Valpuesta tengáis plena libertad de cortar maderos en mis montes para edificar templos y casas, para quemar y cualesquiera distintos objetos que lo necesitéis; y concedo también que uséis de las dehesas, pastos, fuentes y ríos, con entrada y salida, sin pagar montazgo ni portazgo. En la misma forma doy a la citada villa de Valpuesta, y a los monasterios, iglesias y divisas de que se ha hecho mención, y a las demás que tú o tus sucesores pudiereis adquirir, el fuero de que no paguen castillería, anubda y fonsadera, y sean exentos de la entrada de sayón por fonsado, hurto, homicidio, fornicio, ni otra caloña; pues ninguno ha de ser osado de inquietar a los pobladores por fonsado, anubda, labor de castillo, ni servicio alguno fiscal o real. Si alguno de los reyes sucesores míos, o de los condes, o cualquiera otra persona intentare quebrantar en la parte más mínima este privilegio, incurra en la ira de Dios, sea reputado como extraño de la religión católica, reo en la presencia divina, su nombre se borre del libro de la vida, y llore condenado en el infierno con Judas, el traidor de Jesús; caiga sobre su persona el anatema; sea excomulgado y separado del sacratísimo cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo y de las puertas de la santa iglesia de Dios. Además pague por coto del daño que causare mil libras de oro al rey y al obispo, y restituya duplicado lo que hubiere tomado. Y este escrito permanezca firme e incombustible».
Los colonos rompieron en exclamaciones de júbilo, alabanzas a Dios y vivas al rey, pero confieso que yo no recibí aquello de buen grado: si los colonos quedaban exentos de castillería, ¿quién levantaría los castillos o repararía los muros dañados? Si se les liberaba del fonsado, que era la prestación de servicio con las armas, ¿quién formaría la mesnada cuando aparecieran los moros? Si no tenían que hacer servicio de anubda, ¿quién vigilaría la frontera? Pero el rey Alfonso estaba decidido a que las nuevas tierras de Cristo nacieran como tierras libres habitadas por hombres libres. Habría que asegurar su defensa de otra manera. Y si libres eran, también debería ser libre su contribución a su propia defensa.
Me detuve en Mena antes de volver a Espinosa. Allí me informaron de que mi padre había muerto. Desde algunos meses atrás —me contaron—, Lebato y Muniadona se habían retirado a vivir en la iglesia de San Emeterio. Mi padre salió un día, a caballo, a recorrer el campo. Vieron su silueta recortada contra el horizonte. Súbitamente cayó del caballo. Un ataque le había matado. Lo enterraron junto al pequeño Esteban y a Bartolomé. Mi madre quedaba sola. Fue mi hermana Munia, la casada con Illán, quien la acogió en su casa.
Mi padre podía morir satisfecho: había levantado un mundo desde la nada, con la fuerza de sus brazos y la ayuda de Dios. Todos los años llegaban gentes nuevas al valle de Mena. Continuamente aparecían nuevas comunidades de religiosos que plantaban un monasterio y quedaban bajo la jurisdicción de Vítulo. Conocí a algunos de ellos: Armentario, Íñigo, Sisenando, Apre, Pedro… Junto a Taranco y Burceña crecieron Hoz y Villasana. Ya no estábamos solos. Al lado, en Losa y Valpuesta, y pronto en Tobalina, crecían igualmente las tierras cristianas. La frontera había dejado de ser un desierto de humanidad.
Cuando regresé a mi castillo de Espinosa, con el corazón todavía encogido por el luto, recibí una sorpresa extraordinaria. Fue mi hermano Vítulo quien me puso en antecedentes:
—Ha llegado un hombre del sur. Un mozárabe. Dice que viene de Córdoba.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—¿Sisebuto? ¿Fernando? —dudó Vítulo—. Perdóname, no lo recuerdo. Es un hombre ya entrado en años. Parece persona de buena crianza.
Mi hermano había instalado al visitante en la iglesia de San Martín. Allí acudí. Y no pude creer lo que vieron mis ojos.
—¡Sisnando!
Era, sí, Sisnando, nuestro espía, el veterinario de Córdoba. Mal debían de haberse puesto las cosas en la capital del emirato.
—¿Tendrás un sitio en estas tierras para un viejo veterinario? —exclamó Sisnando abriendo los brazos.
Sisnando me contó su aventura: cuando el emir comenzó a perseguir disidentes en Córdoba, los alfaquíes señalaron a los cristianos como culpables del malestar. La vida se hizo muy difícil para los mozárabes. Se le privó de su trabajo como veterinario de la caballería de Alhakán. Entonces huyó a Toledo, pero allí, después de la sangrienta Jornada del Foso, tampoco era fácil sobrevivir. Durante un par de años trabajó para ganaderos bereberes en los montes de Toledo, pero terminó hartándose de vivir bajo el yugo de aquellos bárbaros. Y así, un día, decidió marchar al norte en busca de mejor fortuna.
—Era ahora o nunca. Me hago ya viejo y dentro de unos pocos años no habría podido soportar semejante aventura. En cuanto a ti…
—No puedes imaginar cuántas cosas han pasado en estos años —suspiré.
—Sí puedo —contestó—. En Córdoba eres una celebridad. El hombre que mató a Abd al-Malik, el que robó la tienda de Abd al-Karim, el que hundió en la desesperación a Muawiya… Los soldados hablan de esas cosas. ¿Sabes cómo te llaman?
—No sabía que me conocieran. ¿Cómo me llaman?
—Suena algo así como Machnun al-hinzir gabali al-abiad.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Más o menos, el Loco del Jabalí Blanco.
Acompañé a Sisnando fuera de la iglesia. Pensé instalarle en el castillo. Indudablemente sus servicios serían bien recibidos. Desaté a mi caballo. Me preguntó:
—Bonito ejemplar. Y sano. ¿Cómo se llama?
No pude reprimir una carcajada al contestar:
—Sisnando. Se llama Sisnando.
Mi vida giró sobre sí misma en el verano del año 805. Fue cuando nos dieron noticia de una nueva aceifa musulmana. Pero sus consecuencias iban a ir mucho más allá de una simple batalla más.
Todo empezó cuando dos jinetes del castillo de Iruña, el de don Munio, aparecieron en Espinosa con la noticia. Como siempre, la hueste de la frontera se concentró en un lugar previamente acordado, en este caso Iruña, pues desde allí venía el mensaje. Ya sabíamos cómo detener a los moros si invadían de nuevo nuestras tierras. Pero lo nuevo era que, esta vez, no venían contra nosotros.
El ejército moro había escogido un camino seguro: al sur del Ebro, por la vieja calzada romana que de Tarragona lleva a Astorga. Los sarracenos dejaron atrás Calahorra. Pasaron a fuego y sangre las aldeas repobladas por el obispo Juan en el gran río. Pero desde ahí no trataron de entrar en Castilla, como otras veces, sino que siguieron ruta hasta Briviesca, muy al sur de las posiciones que defendíamos desde Oña y Tedeja. Ese camino llevaba a Sasamón y se cruzaba con el curso bajo del Pisuerga. ¿Hacia dónde se dirigiría el moro? Era una absoluta incógnita.
Cuando constatamos que la hueste mora no iba a entrar en nuestras tierras, decidimos seguir su ruta. Envié a Zuría y Azano, dos de mis caballeros, en busca de información. Con ellos partieron otros tres jinetes. Necesitábamos saber quién mandaba esa tropa y qué se proponía. En las cercanías de Sobrón, mis caballeros capturaron a tres moros. Era una historia grotesca: aquellos soldados se habían emborrachado, cosa estrictamente prohibida por el islam y más en filas, y se les había castigado a permanecer atados a unas estacas hasta que el ejército volviera. Era una forma como cualquier otra de condenarles a muerte, de manera que la llegada de nuestros caballeros fue su salvación.
Interrogamos a fondo a los moros con ayuda de un intérprete mozárabe, y no hizo falta mucho esfuerzo, porque los presos, aterrados, cantaron de plano. Aquel ejército —nos dijeron— lo mandaba Abu Utman, un viejo y rico general. Su nombre me resultaba familiar: catorce años antes había flagelado las tierras gallegas. El objetivo de la hueste no era esta vez Castilla y Álava, sino el mismísimo corazón del reino: Cantabria. Esperaban llegar hasta allí por la calzada romana hasta el cruce con el río Pisuerga y, después, girar hacia el norte por cualquiera de las viejas sendas que conducían a la montaña. Un largo viaje. Y bien planeado, porque era difícil que nadie esperara una invasión sarracena por aquellos parajes.