—Tienes mal aspecto —me espetó Teudano—. ¿Te has gastado en vino el botín de las Conchas?
—No —protesté—. Me sentó mal la cena. No estoy acostumbrado a excesos.
—Lo mismo da. Procura avivar el ánimo, porque tenemos una pista.
—¡Excelente! —exclamé—. ¿De qué se trata?
—Adulfo lo sabe. Vamos a verle.
Caminamos hacia la cercana iglesia de San Salvador, que bajo los impulsos de Tioda ya empezaba a ser catedral. Allí nos esperaba el obispo Adulfo, que aún no lo era, pero al que todo el mundo trataba ya como tal. Tenía Adulfo el gesto serio y la mirada perdida. Nos hizo una seña y le seguimos hasta una estancia que hacía las veces de sacristía. Allí, sentado en un bajo escabel, había un monje de aspecto bastante menesteroso. El pobre clérigo, al vernos, se puso en pie como movido por un resorte.
—Ea, Marcial, cuenta lo que me has dicho —le instó Adulfo.
El monje perdía la mirada hacia el suelo; no con humildad, sino como quien se siente culpable. Se mordía los labios. Estaba aterrado.
—Vamos, no temas —intervino Teudano—. Estás entre amigos.
—Hermano Marcial —le apremió Adulfo—, estás obligado a revelar lo que acabas de decirme. Y como superior tuyo, te lo ordeno en el nombre de Dios Nuestro Señor.
—Creo… —titubeó Marcial—. Creo… Bueno, quizá me equivoque. Vengo del monasterio de Ablaña. El hecho es que en los últimos días he visto movimientos inusuales en el convento. Caballeros entrando y saliendo. Algún soldado también. Incluso alguna dama. No entran por la puerta principal, ni por la hospedería, sino por otras dependencias.
—¿Qué dependencias? —pregunté yo; no en vano conocía bien el ambiente monacal.
—Un lagar. Y ese lagar da a un sótano secreto que se construyó hace muchos años para escondernos si venían los moros.
Teudano y yo nos cruzamos una mirada de inteligencia. Mi compañero y jefe quiso saber más:
—Has hecho muy bien en contarlo, hermano Marcial. Y ahora, danos algún detalle más sobre esos extraños movimientos. ¿Se producen de día o de noche? ¿Y desde cuándo?
—Se producen desde hace tres semanas.
¡Tres semanas! Ese era el tiempo que el rey llevaba en paradero desconocido. Pero Marcial dijo más:
—Todo suele ocurrir al caer la tarde. Se escucha llegar a un jinete, a veces dos. Entran en el lagar y están allí largo tiempo, varias horas. Lo advertí por primera vez una noche que hice servicio de portería. Me llamó la atención porque hace años que el lagar no funciona más que como almacén. Pregunté al prior, pero no me respondió. Allí nadie habla de eso.
—¿Qué traen o llevan esos jinetes? —pregunté.
—Lo ignoro —se excusó el monje Marcial—. Si algo llevan y traen, debe de ser pequeño, porque no he visto sacos ni nada que se le parezca.
—¡Qué cosa más singular! —murmuró Teudano—. Por supuesto, en ese sótano podría ocultarse a una persona, ¿no es así?
—Oh, sí —confirmó el fraile—. Incluso a varias personas.
—¿Cuánto tardaríamos en llegar a Ablaña? —pregunté yo, que no conocía el lugar.
—A caballo, una media jornada —respondió Teudano—. Está cerca de una vieja calzada que conduce al sur, a la montaña por el río Caudal y después a León. Otra cosa, hermano Marcial: ese monasterio de Ablaña… ¿de quién son esas tierras?
—No sé de quién serán ahora. En tiempos fueron de la viuda del rey Mauregato, la dama Creusa de Pravia.
Sentí que los ojos se me salían de las órbitas.
Teudano concibió su plan: los fieles del rey abandonaríamos Oviedo al comienzo de la tarde. Fingiríamos dirigirnos hacia el castillo de Soto, al oeste. Cuando hubiéramos dejado atrás Oviedo, y cerciorándonos de que nadie nos siguiera, cambiaríamos de dirección y marcharíamos hacia Ablaña, al sur. Una vez allí, y siguiendo las indicaciones del hermano Marcial, buscaríamos el lagar. Y en él, el sótano. Y en él, al rey.
El propio Teudano se encargó de comunicar nuestra partida a Nepociano: «Tenemos una sólida pista que nos conduce hacia el oeste. Parece apuntar a unos bandidos. Saldremos ahora, para sorprenderles de noche en su guarida». Nepociano nos deseó mucha suerte.
El camino hasta Ablaña era corto y fácil, pero la noche nos cayó encima. Cabalgando al paso, alumbrados por teas, surcamos la oscuridad rumbo a los montes que llaman de Mieres. Por fortuna, las indicaciones del monje Marcial eran de una precisión extrema.
Mis compañeros intercambiaban incertidumbres animadamente; aquello no dejaba de ser una aventura. A mí, por el contrario, se me estaba congelando el alma y no sabía si atribuirlo a la resaca de la velada junto a Creusa o a la revelación de que la vieja bruja y, por tanto, su hija podían tener algo que ver con la desaparición del rey.
Llegamos al cerrillo donde se alza el monasterio de Ablaña. Nos dirigimos de frente al lagar: un cobertizo adosado a la pared posterior de los muros. A unas pocas varas de distancia dejamos los caballos, semiocultos en el sotobosque, y apagamos las teas. Nos acercamos sigilosamente, a favor de las sombras. Ya teníamos la casa a tiro de piedra cuando Teudano nos ordenó detenernos: había un débil resplandor dentro del lagar. A gatas, muy lentamente, fuimos ganando espacio hasta tocar las paredes del cobertizo. Teudano se dirigió a la puerta. Yo me situé a un lado. Otro fiel al que llamaban Gundesindo se colocó en el lado opuesto. Los demás permanecieron en los alrededores. E iba Teudano a golpear la puerta cuando escuchamos a nuestras espaldas el sonido apagado de unos cascos: un jinete llegaba.
A toda prisa nos ocultamos en el sotobosque que circundaba el lugar. Allí, con la respiración en suspenso, vimos llegar al jinete. Venía cubierto por un grueso manto que le ocultaba cuerpo y rostro. Había en su forma de moverse algo que me resultó extrañamente familiar, pero… Todo estaba demasiado oscuro. El jinete amarró su caballo en un postigo de la puerta. Golpeó tres veces la madera. Esta se abrió con un chirrido escandaloso. El tipo entró. La puerta volvió a cerrarse.
Teudano no era hombre de estrategias alambicadas. Resolvió entrar en el lagar por las bravas. Gundesindo fue a por una tea. Entre todos derribamos la puerta. Espada en mano penetramos en el cobertizo. Alguien apagó una vela allí dentro, pero la antorcha de Gundesindo fue suficiente para descubrir quién había allí.
—¡Nepociano! —exclamó Teudano—. ¡Rata traidora! —Nuestro jefe derribó de un puñetazo al conde—. ¿Dónde está el rey? ¿Qué has hecho con él?
—No… no sé de qué me hablas… —musitó Nepociano.
—¡Demasiado tarde para juegos! —aulló Gundesindo, blandiendo su espada.
Teudano detuvo el brazo de nuestro compañero. Nepociano estaba sentado en el suelo, sangrando profusamente por la nariz. Junto a él, hecho un ovillo en el suelo, tiritaba de miedo un lacayo.
—El rey está en el sótano —gruñó Nepociano, señalando con el mentón una gruesa trampilla en el suelo.
Gundesindo se precipitó hacia la trampilla. Tiró de una argolla de hierro. La piedra se levantó. Un haz de luz subió desde el sótano.
—¡Mi rey! ¡Mi señor! ¡Somos nosotros! —gritó Gundesindo, precipitándose escaleras abajo.
Teudano apuntó a Nepociano con su espada.
—¡Vamos abajo! —ordenó.
El sótano era un espacio húmedo y frío, pero mucho más grande de lo que cabría imaginar. Y allí, tumbado sobre un jergón de paja, estaba el rey. Alfonso mostraba un semblante tranquilo. Sonrió abiertamente al vernos. Tenía ante sí un tablero de ajedrez.
—¡Sabía que vendríais! —exclamó Alfonso poniéndose en pie.
—¿Por qué lo has hecho? —interrogué a Nepociano—. Tú estabas con nosotros. El rey te había dado su confianza. Además, ahora ya habíamos conseguido vencer a los sarracenos. No había necesidad alguna de… ¿Qué te proponías?
—Hacer la paz con Córdoba —respondió fríamente el conde.
—¿Ahora? —me sorprendí—. ¿Ahora que estamos consiguiendo detener a los moros? ¿Ahora que hemos vencido a sus ejércitos y golpeado en Lisboa?
—Precisamente —contestó el conde con una mueca de amargura—. Precisamente ahora era el momento de pactar; ahora que estamos en posición de fuerza. Con Carlomagno fortificando su marca, con nuestra frontera bien sólida, con los ejércitos de Córdoba varias veces derrotados… Ahora era el momento de dirigirse al emir y ofrecer un pacto. Un pacto que garantizaría nuestra paz.
—¿Y todo lo que has hecho hasta ahora…? —Teudano no daba crédito—. ¿Todo ha sido una impostura?
—No fue impostura la maniobra de Lutos —protestó Nepociano—, ni lo fue tampoco la labor de mis agentes en Mérida y Toledo. Al contrario, se trataba precisamente de llegar a una posición en la que Córdoba aceptara el pacto.
—Nepociano, tú estás loco —terció el rey—. Tú has visto morir a muchos de los nuestros. Tú has visto a los musulmanes arrasar nuestras ciudades y nuestros campos, y llevarse cautiva a nuestra gente. Y endurecer a cada paso los tributos. Y romper treguas cada vez que venía un cambio de poder. Y asesinar a los patricios de Toledo en el foso. ¿Es que no lo ves…? ¿Es que no ves que toda su ambición es doblegarnos y extirpar la cruz de nuestras tierras? ¡Estás ciego!
Nepociano calló. Gundesindo le ató las manos. Teudano aún preguntó al conde traidor:
—¿Por qué no has matado al rey?
—No quería matarle. Eso solo habría servido para que vosotros y los que son como vosotros entrarais en guerra con nosotros. Lo único que quería era tenerle encerrado y obligarle a firmar una tregua con Córdoba. Nada más.
—Y, por supuesto, tú te llevarías a cambio una buena recompensa en oro cordobés, ¿no es así? —inquirió el rey—. Ese mismo oro con el que el emir quiere comprar la fidelidad de los traidores en Pamplona y en tantos otros lugares de la cristiandad. Me das lástima, Nepociano. Y asco.
Una vez más, Nepociano calló.
Yo me entretuve mirando el tablero de ajedrez que había solazado el encierro del rey. Súbitamente sentí un latigazo en mi interior. En el tablero faltaba una pieza; una torre. Miré en el bolso de mi túnica. Ahí guardaba aún la pieza que encontré en la puerta de Creusa. La coloqué sobre el tablero. Era la pieza que faltaba.
—Perdón, mi señor. ¿Ese ajedrez…? —pregunté al rey.
—Me lo trajeron la otra noche. Una gentileza de Nepociano. Bonita composición, ¿verdad? Lástima que falte una torre…
En ese momento me pareció que una fuerza sobrehumana me arrancaba las entrañas.
Aquella misma mañana acudí a ver a Creusa. Los más negros sentimientos oprimían mi pecho. Llamé a la puerta. Me abrieron los cansinos sirvientes de la última vez. Avisaron a la señora. En un momento apareció Creusa, bellísima, enjoyada, envuelta en una túnica blanca que la asemejaba a una diosa. Traía en la mano un pañuelo.
—Me parece que te has olvidado esto aquí —rió; era el pañuelo de la sangre, ese que tantas veces anudé en mi azagaya.
—Y tú has perdido esto —contesté mostrando la pieza del ajedrez.
Su tez se volvió pálida como la cera. Dio un paso atrás, como trastabillando. Intentó rehacerse:
—¿Dónde has encontrado eso? —Apenas le salía un hilo de voz.
—En tu puerta. Era la pieza que faltaba en el ajedrez con el que cierto caballero preso ha aliviado su encierro.
—¿Un caballero? —preguntó Creusa, fingiendo indiferencia; pero la voz le temblaba.
—Le liberamos anoche —sentencié—. Anoche liberamos al rey del agujero donde le había encerrado tu padrastro, Nepociano. En unas tierras que son propiedad de tu madre. Y allí encontramos, además, a un miserable lacayo que es el mismo que vino a verte la otra noche, cuando me engatusaste con tus artes de bruja y me hiciste dormir aquí.
—¡No, Zonio! —suplicó—. ¡No te engañé!
Se me quedó mirando fijamente, los ojos de azul violáceo clavados en algún lugar de mi rostro. Su gesto era de piedra, pero una lágrima cruzó su mejilla.
—Se acabó, Creusa. Me has engañado.
—Zonio… No me juzgues por esto… Yo te amo —balbuceó—. ¡Sácame de aquí! ¡Llévame contigo! ¡Huyamos juntos!
A mí se me partía el alma. Diez años atrás yo había pedido a una mujer que huyera conmigo. Ahora otra mujer me lo pedía a mí. Pero yo ya no podía confiar más que en mi propio desconsuelo.
—Aunque llegara a amarte, jamás podría olvidar todo esto. Eres muy hermosa, Creusa, pero un genio malvado anida en tu interior. Adiós.
Me marché de allí. Para nunca más volver.