Cuando abandonamos aquel lugar, el grupo de Deva ya había desaparecido. Quise interpretarlo como un regalo del apóstol: así como a Jesús niño le fue regalada mirra para simbolizar las amarguras del mundo, del mismo modo a mí se me ofrendaba la imagen de Deva para recordarme que esta tierra es un valle de lágrimas. Dura penitencia.
Aquel año aún me esperaba un último sobresalto. Fue llegado el Adviento de 813, instalado ya en Tedeja, pocas semanas después de haber retornado de la tumba del apóstol. Un guardia me dio aviso de que una mujer quería verme en la iglesia de Santa María, en Mijangos. Me dijo que era dama muy principal, a juzgar por el lujo del carruaje que hasta allí la había traído. Tratándose de una dama, no consideré adecuado hacerla ir hasta el castillo. Monté a Sisnando y galopé la corta distancia que me separaba de la iglesia. La dama, una anciana, me esperaba de pie, conversando con algunos monjes. La veía de espaldas, moviendo las manos con parsimonia, cubierta la cabeza con una ancha caperuza. A su lado se aburría, inmóvil, un niño de unos diez años. Al escuchar a mi caballo, la mujer se giró. Se me erizaron los cabellos cuando descubrí su rostro.
Una larga melena gris envolvía un rostro macilento y sin carnes. Bajo la frente traslúcida brillaban dos enormes ojos de azul violeta, grandes incluso entre los pliegues de la vejez. En mi mente estalló el recuerdo del bosque del camino de Liébana, la bruja que arrojaba extraños polvos al fuego y hacía surgir nubes de colores. Pero ese recuerdo fue inmediatamente reemplazado por otro más concreto y también más punzante: la vieja dama Creusa, la madre de mi desdichada amiga. ¡Era ella!
—¿Tú eres Zonio de Mena? —preguntó con una frialdad glacial y un deje acusador en la voz.
—Yo soy, señora —contesté sin poder evitar un gesto de aprensión—. ¿Y quién viene a buscarme a este paraje tan lejano?
—Me llamo Creusa de Pravia, y seguro que me recuerdas a poco que hagas memoria.
La recordaba. Claro que la recordaba. La recordaba en la cámara de Mauregato y en la coronación de Alfonso y en la compañía de Nepociano. Había envejecido mucho, pero el gesto altanero y la mirada venenosa seguían allí. Era como si algún fantasma del pasado retornara para saldar cuentas pendientes.
—Os recuerdo, señora —corroboré con toda la frialdad que pude—. ¿En qué os puedo ayudar? Os imaginaba fuera del reino…
—Vayamos por derecho, señor don Zonio —dijo la vieja Creusa—. Vengo a deciros que mi hija Creusa ha muerto. Seguramente por vuestra culpa. Y que este niño es vuestro hijo.
Todo el orbe giró a mi alrededor por un momento. ¡Creusa, muerta! ¡Y me dejaba un hijo! Traté de aparentar serenidad:
—Siento mucho la muerte de vuestra hija. Era joven aún…
—Demasiado joven —me interrumpió la anciana—. Murió de tristeza en nuestro exilio de Aquitania. Hace de eso unas pocas semanas. Cuando mi esposo Nepociano y yo nos vimos obligados a abandonar Oviedo por la inquina de vuestro rey, Creusa vino con nosotros y…
—¿Inquina decís? —esta vez interrumpí yo—. ¡Alfonso perdonó la vida a un traidor! Y vuestra hija, como vos, sabía qué tipo de partida estabais jugando.
La anciana dudó. Por un instante pareció que un relámpago cruzaba su rostro. Enseguida relajó el semblante y compuso una sonrisa forzada:
—Son puntos de vista. Bien, el hecho es que cuando llegamos a Aquitania descubrimos que mi hija estaba encinta. Quise que abortara —confesó con su lengua de serpiente—, pero ella insistió en seguir hasta el final. A los pocos meses parió a este chiquillo. Nunca quiso decirnos quién era el padre. Sí, no pongas esa cara, Zonio de Mena. Ella quiso protegerte. El niño, que se llama Hernán, ha crecido junto a nosotros en Aquitania. Creusa le amaba con locura. No le han faltado instrucción ni cariño. Pero mi hija Creusa ha muerto…
—Siento mucho escuchar esa noticia —cumplimenté, cortés.
—Lo dudo —escupió la anciana—. Y tampoco me importan tus sentimientos, como no me importaron los de mi hija: ella estaba ciega y tú estás loco. El Loco del Jabalí Blanco, ¿no te llaman así? ¡Pero ya qué más da! Lo que me importa es este niño. Creusa, cuando enfermó, rompió su silencio y nos dijo quién era su padre: tú. Y contra nuestra voluntad, insistió en que tú te hicieras cargo del pequeño. Por eso estoy aquí, bien a mi pesar.
Las palabras de la vieja Creusa me dejaron totalmente desconcertado. Miré al chiquillo. Tenía los cabellos negros como yo, pero también como su madre. Sus ojos eran los mismos luceros de azul violeta de las dos Creusas, pero la composición de su rostro me resultaba muy familiar. Súbitamente desconfié:
—Vieja Creusa, ¿cómo puedo saber que no me engañas? ¿Cómo estar seguro de que no tratas de enredarme en alguno de tus líos?
Por toda respuesta, la anciana hurgó en los bolsos de su manto y extrajo un trozo de tela. Lo reconocí de inmediato: era el pañuelo que Creusa me entregó antes de ir a Lisboa y que tantas veces llevé anudado en mi azagaya. Seguía sucio de sangre seca. Creusa lo había guardado junto a sí hasta el fin de sus días. Ahora su viperina madre lo esgrimía como prueba irrefutable.
—Mi hija me dijo que cuando te trajera al chico también te diera esto.
Cogí el pañuelo en mis manos. Un torbellino de confusos sentimientos me oprimía el pecho. De repente me sentí culpable. Culpable por haber juzgado mal a aquella hermosa mujer. Creusa me amaba, sí; a su peligrosa manera, pero me amaba. Cuando me hizo permanecer en su alcoba no perseguía apartarme de la búsqueda del rey, sino que su objetivo era que le entregara un hijo. Después, ella pagó por los pecados de Nepociano y la vieja. Salió de mi vida como una desterrada. Pero llevaba dentro la semilla de mí mismo. Y bien, ahora estaba allí el chico, este Hernán, hijo de nuestro efímero amor. Instintivamente llevé mi mano al mentón del niño; levanté su rostro y le miré a los ojos.
—¿Tú eres Hernán? —le dije.
—Sí, señor —contestó el muchacho. Tenía una voz clara como el agua.
—¿Y sabes quién soy yo?
—Mi padre, señor —respondió él con toda naturalidad—. Mi madre me habló mucho de ti.
—¿Y qué te contaba tu madre? —pregunté sorprendido.
—Que eres un gran guerrero del rey. Que has ganado muchas batallas. Que te llaman el Caballero del Jabalí Blanco. Que tienes una cicatriz en la cara. Y una espada. Y un castillo. Es ese de ahí, ¿verdad?
Hernán contemplaba los muros de Tedeja con admiración de niño. Me vi reflejado en él.
—Sí, es ese de ahí —confirmé—. ¿Te gusta?
—Mucho, padre.
Cuando me llamó padre, un escalofrío me recorrió el espinazo. La vieja rompió el encantamiento con su graznido siniestro:
—Yo ya he hecho todo lo que tenía que hacer aquí. Te entrego a este muchacho no por gusto, sino porque fue la última voluntad de mi hija. Ahora ya no se criará en la prosperidad de Aquitania, sino en la aspereza de este rincón olvidado del mundo. Pero quizá ese sea el mejor destino para el fruto de un error.
La vieja Creusa caminó hacia su carruaje. Traté de ser hospitalario:
—Puedes quedarte aquí esta noche si lo deseas.
—No lo deseo —zanjó la anciana—. Adiós, Zonio de Mena. Adiós, Hernán.
—Adiós, abuela —se despidió el niño.
Vimos partir a la vieja Creusa. Aguardamos hasta que la figura del carruaje se perdió en el horizonte, rumbo al norte. Quizá, después de todo, esa mujer era, en efecto, la bruja del bosque.
Acomodé al pequeño Hernán lo mejor que pude. Le mostré la aldea de Mena y el solar de mis padres. Me apresuré a escribir al obispo Adulfo para legitimar a aquel muchacho: no merecía cargar con el estigma de la bastardía. Confié su cuidado a mi hermano Ervigio y a la comunidad de San Emeterio. Era lo más sensato que podía hacer.
Unas semanas antes había salido del campo de Santiago convencido de que ya no quedaba vida para mí. Ahora descubría que otra vida prolongaba la mía. Si encontrar a Deva fue un baño de mirra, aquel niño era una vaharada de incienso.
Acababa de empezar la primavera de 816 cuando recibí en Tedeja un apremiante mensaje del conde de Castilla, don Munio Núñez: por orden del rey, todos los jefes de hueste debíamos acudir con nuestras tropas al castillo de Salcedo, al sur de Lantarón, muy cerca de las aguas del Ebro. Un formidable ejército sarraceno había partido desde Córdoba y se dirigía contra nuestra frontera.
Todos los castillos de la región nos hallábamos en alerta desde varios meses atrás. La causa: la situación en Pamplona. Gobernaba por entonces aquel señorío un Velasco, amigo del país de los francos y enemistado a muerte con los Arista, amigos de los musulmanes Banu-Qasi de Tudela. Aristas y Banu-Qasi se propusieron derribar a Velasco, y para ello pidieron ayuda al emir de Córdoba. Por eso estaba allí aquel inmenso ejército sarraceno, el más numeroso visto hasta entonces, procedente de Córdoba y Toledo, reforzado con tropas de Zaragoza, y que ahora caminaba por la calzada que, hacia el oeste, lleva a Astorga siguiendo la orilla sur del Ebro. No me extrañó saber quién mandaba aquella ciclópea hueste: mi viejo conocido Abd al-Karim ibn Mugait.
Apenas había comenzado mayo. En los campos aún no había crecido el fruto y todavía estaban lejos los meses de la cosecha. No era el mejor momento para una de las habituales aceifas moras en busca de saqueo: poco rendimiento. Pero es que esta invasión mora no tenía por objeto el saqueo, sino que venía movida por aquel eminente fin político: derribar a Velasco, reponer en Pamplona a los Arista y, así, cortar el puente entre el reino de Asturias y el país de los francos. Probablemente el emir pensaba que, conseguido esto, la marca fronteriza de Carlomagno en los Pirineos se deshilacharía y nosotros, por nuestra parte, quedaríamos aislados del resto del orbe cristiano. Y no le faltaba razón.
Velasco demandó auxilio a Ludovico Pío, el hijo y heredero del difunto Carlomagno. Pero los francos no pudieron o no quisieron enviarle tropas, de manera que el señor de Pamplona, viéndose perdido, lanzó un mensaje de socorro a nuestro rey don Alfonso, y este, caballero cabal, prestó atento oído. El rey vio con claridad la envergadura de la apuesta: si el emir se salía con la suya y se cobraba Pamplona, muchos de los éxitos obtenidos en los últimos años se vendrían abajo. Era prioritario mantener abiertas las vías de comunicación entre las naciones de la cristiandad. Alfonso cursó la orden a todas las gentes de armas del reino. Había que frenar a los sarracenos.
Reuní a mis diez caballeros: Juanti, Zuría, Eneco, Azano, Fortún, Munino, Armando, Hudelisco, Pedro, Lope… Estaban conmigo desde veinte años atrás. Cuando llegaron a mi lado parecían casi unos niños. Ahora todos ellos eran guerreros curtidos. Me habían acompañado en el asalto a Lisboa y en las Conchas de Arganzón, en las hoces del Pisuerga y en las cabalgadas por tierras de moros. Mi castillo de Tedeja era también suyo. Se habían casado en el valle, habían fundado familias —menos Eneco y Hudelisco, célibes— y cada uno de ellos podría ya perfectamente encabezar su propia hueste. En todos estos años habíamos combatido codo con codo. La batalla que hoy se anunciaba iba a ser la más grande jamás librada, más incluso que la del río Quirós. Era muy posible que uno o más de nosotros no volviéramos vivos.
Antes de partir acudí a ver a Hernán. Mi hijo crecía sano y fuerte, a Dios gracias, y con una mente despejada. Cuando llegué, el pequeño estaba copiando un manuscrito en el diminuto scriptorium de San Emeterio. Su estampa me recordó a mí mismo mucho tiempo atrás, en San Martín de Turieno. Llevé al chico hasta el claustro y le expliqué la situación con toda claridad:
—Parto a la guerra, hijo. El rey ha llamado y todos debemos acudir. Un gran ejército moro amenaza nuestras tierras. Es preciso detenerlo. Será una batalla larga y dura. Venceremos con la ayuda de Dios. Pero es posible que yo no vuelva. Ya no soy joven y las fuerzas no me responden como antes.
Miré a Hernán fijamente. Tenía sus ojos clavados en mí. No manifestaba temor ni preocupación.
—Tú eres un gran guerrero, padre. ¿Llevarás el pañuelo de madre atado a tu azagaya?
—Lo llevaré —prometí—. Pero escucha: si Dios no quiere que vuelva, si prefiere llevarme junto a Él… Te encomiendo dos cosas. La primera, que recuperes este escudo: será para ti. La segunda, que te quedes con tu tío, el abad Ervigio, y trabajes con él para que los campos de Mena y Espinosa sigan ofreciendo abundante cosecha. ¿Lo harás?
—Volverás, padre —aseguró Hernán, como si el destino estuviera en su mano.
Me despedí del chico, llamé a la hueste y partimos hacia el lugar prescrito: el castillo de Salcedo, el punto más cercano al Ebro y, con toda probabilidad, el área hacia la que se dirigía el ejército de Córdoba. Cien veces habíamos hecho ya ese camino. Durante el trayecto se nos unió mi gente de Frías y Oña. Con mis diez caballeros pude movilizar a dos centenares de jinetes y medio millar de peones: todos gentes del campo, de los valles de Mena y Espinosa, pero tan hechos a la lanza como al arado. Lo mismo ocurría en ese momento en Lantarón e Iruña, donde don Tello y don Munio preparaban a sus gentes para la guerra. Los campesinos de Losa, Valdegobia y Tobalina, aunque protegidos por su fuero, quisieron en gran número sumarse a la defensa: era su propio suelo el que estaba en juego.