Otra comarca que enseguida conoció la mano de los colonos fue la del alto Pisuerga, no lejos del escenario de la batalla donde reapareció Deva en el harén de Abu Utman. En aquel paraje se levantó una aldea que llamaron Cervera por la cantidad de ciervos que corrían por sus montes. Aquí hicieron presuras dos pioneros llamados Arias y Adefonso, y los monjes Flavio y Trasicus levantaron una iglesia. Todos se pusieron bajo la protección del monasterio de San Pedro de Nazaoba, en Liébana, que por entonces regía el abad Agrilego. En sus presuras llegaron muy al sur, hasta los llanos que llaman de Ojeda, a orillas del río Burejo.
También en el extremo oriental del reino, cada vez mejor afianzado, se multiplicó la repoblación. En las mismas tierras de Valdegobia, que había devuelto a la vida el obispo Juan, apareció un nuevo protagonista: Avito, abad, que levantó la iglesia de San Román de Tobillas y la vistió con reliquias de San Clemente, San Acisclo, San Cipriano y el propio San Román. Nada menos que siete abades de la región firmaron en el acta fundacional de aquella iglesia.
Nosotros, desde nuestros valles de Espinosa y Mena, seguíamos abriendo tierras al cultivo. A la sombra del castillo de Tedeja y del baluarte de Frías pudimos abrir un ancho corredor que llegó hasta aguas del Ebro y, por el este, al valle de Tobalina. Fueron los años en que el emir Alhakán recrudeció la persecución en Córdoba, de manera que nuevas familias mozárabes acudieron al norte cristiano en busca de salvación para sus almas y para sus cuerpos. A todas las instalamos entre el río Jerea y el viejo sitio de Trespaderne.
Cuando la comarca contó con más de dos mil almas, desde Mena hasta el Ebro, mi hermano Ervigio me hizo ver la conveniencia de regular todo aquello con una carta del rey. La propuesta me incomodó un tanto, porque los colonos nunca habían necesitado otra guía que la fe, la costumbre y la recta razón de las leyes viejas. Mi llorado hermano Vítulo jamás habría propuesto semejante cosa de seguir vivo. Pero Ervigio tenía otro temperamento y, por otro lado, era verdad que hacía falta señalar derechos y deberes, marcar lindes y reglamentar pastos y montes. Me comprometí a viajar a Oviedo.
Después de todo, y bien a mi pesar, otras razones me obligaban a abandonar Tedeja. Mi hijo Hernán pasaba ya de los quince años y era preciso asignarle un puesto en la vida. El rey en persona me había ofrecido que el chico marchara a Oviedo para criarse allí, entre gente de buen rango, hijos de caballeros y de magnates, donde aprendería las cosas que un caballero debe saber. Había llegado el momento. Aquella misma semana tomamos Hernán y yo el camino de Oviedo.
Desde que Hernán apareció en mi vida apenas le había prestado otra atención que la que se dispensa a un grato huésped. Pero ahora el muchacho iba a hacerse un hombre y yo sentía la necesidad de estrechar más los lazos. Hernán era hijo del pecado, pero la culpa no era suya, sino nuestra. Si algo iba a sobrevivirme cuando yo muriera, sería precisamente él. De manera que aproveché aquel forzoso viaje a Oviedo para hacer algo más: recorrería con Hernán las tierras del reino. Le mostraría todos los lugares que yo conocía. Conviviría con él varios meses. Mi hijo debía saber cuál era su linaje. Le daría, en fin, una memoria familiar distinta a su infancia en Aquitania y a su mocedad en Espinosa. Así Hernán podría hablar con pleno conocimiento de su padre, Zonio de Mena, el Caballero del Jabalí Blanco. Y puse a nuestro viaje una meta: peregrinar a Santiago.
Pasamos por Carranza y le mostré la antigua casa de Muniadona y Lebato, ahora ocupada por García. Después le llevé a Laredo y seguimos la ruta de la costa hasta Evencia. Allí le hablé del
miles
Juan. Le conduje asimismo a Liébana. Pensé que el retorno a Potes y a San Martín, veinticinco años después, sería como un bálsamo para mi vieja herida. Me equivoqué: la herida seguía abierta. Aquí y allá conté a Hernán los sucesos de mi vida. Por no herirle, silencié mis sentimientos hacia Deva. Tomamos el camino hacia Oviedo. Le enseñé la capital, que Tioda había convertido en una nueva Toledo. Después, Pravia, la tierra de su madre. Por las calzadas que un día vieron terribles batallas atravesamos el Quirós y salimos a las Babias. Enseguida, Astorga y la vía que por Lugo conduce a Santiago. Besamos la piedra de la tumba del apóstol y oramos en el paraje de Libredón. Con emoción comprobé que centenares de peregrinos surcaban ahora los caminos hasta este remoto rincón del Finisterre.
En este largo periplo descubrí a mi hijo. Hernán era un muchacho de enorme inteligencia. Había heredado sin duda las luces de su madre y también su temperamento alegre y ofensivo. Si alguna vez pudo correr el riesgo de ablandarse por su crianza en Aquitania, los años pasados en Espinosa habían conjurado ese peligro. El chico era vigoroso y duro, y las enseñanzas de Ervigio le habían provisto además de una profunda fe. Fuera cual fuere su camino en la vida, con toda seguridad brillaría como una estrella.
En el camino de vuelta nos detuvimos en el castillo que Teudano se había construido en tierras de Lugo. Mi viejo camarada quedó atónito cuando le referí quién era Hernán y, sobre todo, quién era su madre. Con Teudano recordé los episodios de Mérida y Córdoba, y también el asalto a Lisboa. Nada evocamos sobre el asunto del secuestro del rey. Pero no callamos el turbio papel de Nepociano en la vida del reino, porque Hernán debía saberlo. Cuando al fin regresamos a Oviedo, Hernán de Mena ya podía decir que conocía todo sobre su padre y, aún más, sobre la vida del reino.
Entregué al muchacho en manos del obispo Adulfo. Él se encargaba de los jóvenes hijos de los caballeros. Como prenda de amor dejé a mi hijo un pañuelo; el pañuelo de Creusa. Me despedí de Hernán con un abrazo. El día que volviera a verle ya sería un hombre.
Cuando me disponía a abandonar Oviedo recibí una inesperada visita: Munio Núñez, conde de Castilla. Estaba más grueso y se movía sin agilidad. Tampoco a él le sentaba bien la vida sedentaria. Me abrazó y me dijo:
—Por el obispo Adulfo he sabido que estabas aquí. Vengo a verte porque tengo algo que proponerte.
—Estamos demasiado viejos para cabalgar juntos —bromeé—. ¿No será otra expedición en la frontera?
—En cierto modo, sí —tanteó Munio—. Pero de otro tipo. Dime, Zonio, ¿cuántos años llevas colonizando tierras?
—Desde que tengo memoria.
—El rey me ha ordenado repoblar una región nueva.
—Mi señor don Munio —respondí con cierto cansancio—, hay un valle entre Espinosa y el Ebro que me espera. Esa es mi región y estoy muy a gusto en ella. Y siempre hay trabajo por hacer.
—Lo imagino. Pero esto es diferente. No se trata de entrar en bosques impenetrables y abrir tierras al cultivo. Eso ya lo han hecho otros. Lo que hay que hacer ahora es organizar aquello, darle reglas y leyes.
Las palabras de Munio me recordaron cuál había sido el objetivo inicial de mi viaje, ya casi olvidado: pedir un fuero para Espinosa y Mena. La perspectiva me inspiraba tanta pereza que ni siquiera me había atrevido a planteársela al rey. No me veía sentado en un escritorio, atendiendo reclamaciones de pastores y solventando litigios de labradores. Pero quizás esto que ahora me proponía Munio pudiera servirme de modelo para mi propia casa.
—¿De qué lugar se trata? —pregunté, aparentando indiferencia.
—Se llama Brañosera. En la montaña. Entre el nacimiento del Ebro y el del Pisuerga. Desde hace años viven colonos en ese lugar, abriendo campos donde antes solo había brañas y osos. Hay por allí cerca una vieja ciudad romana, Vadinia. He visto que es un buen sitio para establecer un punto fuerte: un refugio oportuno para la gente de los llanos si las cosas se tuercen. Argilo y yo nos hemos instalado allí. Temporalmente, por supuesto.
—¿En qué consiste exactamente el trabajo?
—Ya no es trabajo de guerra. Es trabajo de gobierno. Recorrer el territorio. Establecer límites. Ver qué se puede dar a esa gente. Regular sus obligaciones y sus derechos. Y escribirlo para que permanezca. No sabes cuánto me gustaría —concluyó Munio— contar con tu ayuda para eso.
Era exactamente lo que Ervigio me había pedido, así que no me lo pensé dos veces.
—Cuenta conmigo —confirmé.
—Partimos mañana al alba —se despidió el conde de Castilla.
Me agradó infinitamente encontrar a doña Argilo, hoy convertida en esposa y madre. Había concebido cinco hijos de Munio. Todos estaban ahora allí, en aquel pueblo de Brañosera, instalados en una especie de casa-castillo desde la que el conde supervisaba los trabajos de repoblación. Argilo gobernaba con mano de hierro en guante de seda los servicios de la aldea, desde el molino hasta la fragua. También se preocupó de elevar una iglesia. Quiso dedicarla a San Miguel.
Era un paraje ciertamente sugestivo, aquel de Brañosera: el paraíso de un cazador, con sus montes boscosos y sus prados de hierba fresca. Durante un año Munio y yo nos dedicamos a recorrer montes y valles, arroyos y fuentes, prados y huertos, poniendo nombre a la tierra como mi familia hizo en Mena. Después hablamos con los cabezas de familia que allí se habían instalado: la gente de Valerio, la de Félix, la casa de Cristuévalo y la de Cervello. Familias que venían de Mazcuerras, en Cantabria, y que habían dejado su hogar para abrazar esta nueva vida. Cada cual porfiaba por defender su pedazo de suelo y, en la medida de lo posible, protegerlo frente a los demás. Entendí por qué Munio tenía tanto interés en que le auxiliara: es que yo conocía bien a esa gente porque esa gente era como yo. Campesinos libres en tierra nueva, todos ellos se sentían reyes de su terruño y su aspiración era ser dueños de sus propias vidas. No otra cosa es la libertad.
No fue fácil, pero finalmente se llegó a un acuerdo sobre cómo organizar todo aquello. Las familias de colonos dispondrían en propiedad de las presuras que hubieran hecho, pero les quedaba vetado acaparar tierras. Si venían nuevas familias, las antiguas quedaban obligadas a permitirles hacer presuras y escalios en terrenos libres. Los pastos serían comunales, pero solo para las familias de Brañosera. Si algún pastor de las aldeas vecinas quería que sus reses pastaran en el término, estaba obligado a pagar un tributo; el importe de ese tributo se repartiría a partes iguales entre el concejo, es decir, la gente del pueblo, y el conde. Lo mismo regiría para la madera de los bosques y el agua de las fuentes, así como el uso del molino. Los cabeza de familia, además, pusieron mucho empeño en liberar a sus hijos de las servidumbres de la guerra. Munio aceptó eximir a los colonos de los servicios de anubda y castellería, pero con una condición: un tributo de infurción, es decir, una cantidad fija que pagaría cada propietario de un solar con casa edificada. Con esto Munio se aseguraba de tener fondos para sufragar los gastos de su mesnada.
Como recompensa por mi labor, Munio me tenía reservada una sorpresa: un bonito pago de prados y bosques cerca de un lugar que llamaban Pamporquero por el enorme número de jabalíes que poblaba aquellos sotos. Eso me convertía en propietario de tierras en Brañosera. Como tal firmaría en el fuero.
Y así hasta que un día, 3 de octubre de 824, todo estuvo listo para la ceremonia. Munio y Argilo, con sus hijos, reunieron a los colonos en la puerta de la iglesia de San Miguel. Un monje del templo actuó como notario. Munio Núñez desplegó un pergamino y leyó:
—«En el nombre de Dios, Yo, Munio Núñez y mi mujer Argilo, buscando el paraíso y hacer merced, hacemos una puebla en el lugar de osos y caza y traemos para poblar a Valerio y Félix, a Zonio, Cristuévalo y Cervello con toda su parentela, y os damos para población el lugar que se llama Brañosera con sus montes y sus cauces de agua, fuentes, con los huertos de los valles y todos sus frutos. Y os marcamos los términos por los puntos que se llaman la Pedrosa, y el Villar y los Llanos y por Zorita y por Pamporquero y por Cuevares y Peña Rubia, y por la hoz por la que discurre el camino de los de Asturias y Cabuérniga y por el hito de piedra que hay en Valberzoso y por el Coto Mediano. Y yo el conde Munio Núñez y mi mujer Argilo os daremos a vosotros, Valerio y Félix y Zonio y Cristuévalo y Cervello, esos términos a vosotros y a aquellos que llegaren a poblar Brañosera.