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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (47 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Los trabajos de limpieza comenzaron en el otoño del año de Nuestro Señor de 806 y no se detuvieron en el invierno, a pesar del rigor impuesto por las nieves. La primavera del año siguiente la dedicamos a acarrear materiales para la construcción. En el verano, y sin otra pausa que los trabajos de la cosecha, se sentaron los cimientos de las cuatro torres. Antes de que llegara el invierno ya estaba levantada la primera de ellas. Tuvimos los cuatro torreones bien enhiestos en el día de Pascua de 807. Quedaba el verano por delante para comenzar la muralla. Los trabajos avanzaron a buen ritmo. El tramo inferior de la primera pared estuvo levantado antes del Adviento. Calculé que el castillo, foso incluido, podría quedar rematado en dos años más.

El intenso trabajo de edificación en Tedeja actuó como un lenitivo sobre mi alma: me olvidé de cualquier otra cosa que no fueran aquellas piedras. De hecho, trasladé mi residencia permanente desde el castillo de Espinosa a un pequeño cobertizo que me hice construir en el propio risco. A mis oídos llegaban las noticias que ocasionalmente traía algún mensajero desde Oviedo. Doña Argilo me invitó a su boda con don Munio Núñez, celebrada con gran pompa en la capital y apadrinada por el mismísimo rey, pero, obsesionado como me hallaba con mi trabajo, decliné la invitación. También me enteré de que Beato de Liébana entregó su vida a Dios en una fecha indeterminada del año 807, entre los muros de su monasterio de Valcabado. Y así mismo supe —fue Sisnando quien me lo contó— que el emir Alhakán había sofocado una sublevación en Córdoba por el expeditivo procedimiento de crucificar a centenares de rebeldes. Era horrible, pero mientras el emir anduviera enredado en tales cosas, nuestra frontera estaría tranquila.

La única interrupción que me permitía en mi febril actividad constructora eran las ocasionales expediciones a los llanos de Sasamón y que en alguna oportunidad nos llevaron hasta Coca. Ahí habíamos encontrado una vez mozárabes; no cabía descartar que hubiera más familias de fugitivos en situación semejante. Además, nos constaba que cuadrillas de salteadores recorrían de vez en cuando aquellos parajes en busca de pastores nómadas a los que robar, y que en no pocas ocasiones habían chocado con bandas de bereberes que, huidos de cualquier disciplina, actuaban igualmente como simples bandidos. Por una cosa y por la otra, las patrullas en aquella región desolada eran un eficaz método para obtener información sobre los movimientos en la frontera. Los bandoleros iban de un lado a otro buscando campesinos indefensos y huían a toda velocidad cuando veían aparecer gentes de armas. Ellos mejor que nadie podían dar cuenta de la actividad en esa tierra sin dueño. Un ajustado interrogatorio solía obrar prodigios. Lo cual, por otra parte, aumentaba la fama del Loco del Jabalí Blanco.

De aquella deliciosa rutina me sacó un mensaje de Oviedo. Era el propio rey quien lo remitía. Y me convocaba a la capital, a mí como a otros caballeros, para la primavera siguiente. La razón: una donación regia en la que yo debía actuar como testigo. Mentiré si digo que me alegró la noticia. Nada me podía irritar más que apartarme de Tedeja. Pero era el rey quien lo mandaba. Diligente, acudí.

Oviedo se estaba convirtiendo en una ciudad esplendorosa. Después de diez años de trabajo incesante, el talento de Tioda y las ideas de Alfonso habían hecho de aquella minúscula aldea una capital digna de un gran rey. Todo era piedra; hermosa piedra. «Nada de ladrillo, que es cosa de moros», solía decir Tioda. Y así la ciudad crecía como una hermosa sinfonía de piedra. El palacio estaba casi completamente terminado. La catedral ya se erguía orgullosa. Y fue entonces cuando el rey decidió celebrar el acto de donación de la Cruz de los Ángeles.

La noche anterior a la ceremonia, Alfonso tuvo el hermoso gesto de convocarnos a todos sus fieles para mostrarnos la pieza, celosamente guardada en su cámara. Fue agradable reencontrar a los viejos camaradas de tantas fatigas, como Teudano y Gundesindo. Fue también el momento de recordar a los hermanos caídos, como Gadaxara y el
miles
Juan y tantos otros. Llevábamos más de quince años combatiendo juntos por la cruz y la corona. Mucha sangre había corrido, pero el fruto de aquel esfuerzo se condensaba ahora ahí, en esa cruz que el rey iba a donar a la catedral de San Salvador en acción de gracias por haber sido liberado de su secuestro.

Aquellos orfebres lombardos a los que Alfonso encargó el trabajo habían hecho verdaderamente una obra maestra. Era una cruz griega patada, es decir, de brazos más estrechos en el centro que en los extremos, que mediría algo más de dos palmos tanto de alto como de ancho. En su centro, un disco de exquisitas proporciones sostenía el conjunto. Nos dijo el rey que la base de la joya era madera de cerezo silvestre. Lo que nosotros veíamos era una capa de oro que recubría la madera por entero. En cada brazo de la cruz se guardaba un pequeño relicario. Pero lo más llamativo era el despliegue de pedrería que adornaba la obra: medio centenar de piedras de colores, algunas ágatas, algunos granates, incluso camafeos de época romana rodeados de perlas… Un auténtico tesoro.

De los brazos de la cruz colgaban dos letras griegas: alfa y omega, el principio y el final, porque Dios es principio y fin de todo. A lo largo de los brazos había igualmente una inscripción en letras de oro. Alfonso nos la leyó en voz alta:

—«Permanezca en honra de Dios este don, realizado con agrado. Lo ofrece Alfonso, el humilde siervo de Cristo. Cualquiera que presumiere sacarme de donde se me ofreció de buena voluntad muerto sea con rayo del cielo. Con este signo se protege el piadoso. Con este signo se vence al enemigo».

Quiso el rey permanecer en oración aquella noche, y nosotros le acompañamos. Cabalgar juntos, combatir juntos, padecer juntos, triunfar juntos, rezar juntos… La fraternidad de los guerreros de la cruz creaba unos lazos más sólidos que la piedra de la montaña, un amor más profundo que cualquier otro, y era sublime contemplar a esa cofradía de veteranos guerreros, de rostros quemados por el fuego del combate, espada al cinto y capa roja sobre los hombros, orando al Señor de las Batallas.

Fue Adulfo, obispo de Oviedo, quien ofició la ceremonia. Junto al rey y sus fieles, muy poca gente más: un par de condes de palacio, algunas damas de la corte, un coro de monjes que prestó su voz al santo ritual. Escueto y profundo, como lo era en todas las cosas, Alfonso leyó el texto de la ofrenda y luego requirió las firmas de sus fieles para dar fe de la donación. No hubo más. No se precisaba más. Aquella Cruz de los Ángeles lo decía todo: ahora Toledo estaba en Oviedo.

Esa misma tarde me disponía a volver a Espinosa cuando recibí la visita de un emisario de la corte. El rey quería verme. Sobre la marcha cambié de planes, advertí en la iglesia de San Vicente de que pasaría una noche más acogido a su hospitalidad y me trasladé a palacio.

Alfonso me recibió en su cámara, esa austera sala que tan bien conocía. Estaba de pie, envuelto en una cómoda túnica de oscuro azul. Le vi delgado, más que de costumbre, y con la serena majestad de siempre pintada en su rostro. Frente a él tenía, como era habitual, el tablero de ajedrez cordobés.

—Todo esto que estamos haciendo —me dijo—, todo ese esfuerzo de las gentes en la frontera, todas esas batallas que juntos hemos librado… ¿qué otro sentido tienen sino dar gloria a Dios? Para eso estamos sus criaturas en este mundo. Y nuestra forma de dar gloria a Dios, la tuya y la mía, Zonio, en el tiempo que Él nos ha hecho vivir, en este recio tiempo, no puede ser otra que devolver a su santo dominio la tierra perdida por la cruz. Recuperar la España perdida, Zonio de Mena: es eso lo que justifica tanto nuestras victorias como nuestras derrotas. Ninguna otra cosa más. ¿El poder? ¿La riqueza? Paparruchas, tentaciones de Satanás: yo nací hijo de rey y tuve que huir exiliado, me coronaron una vez y me vi obligado a huir de nuevo, y aún me habrían derrocado una segunda vez si Teudano y Gundesindo y tú y los demás no hubierais estado allí para impedirlo. Estas glorias terrenales son baratijas. Solo Cristo importa.

—No puedo estar más de acuerdo, mi señor, pero ¿por qué me contáis todas estas cosas?

—¿Conoces tu edad?

—Sí. Treinta y cuatro años, mi señor.

—Buena edad: ni demasiado joven ni demasiado viejo. Pocos sabrían decir su edad. Y además, sabes leer y escribir.

—Un hermano mío, clérigo, me enseñó las letras —contesté—. Y estuve un año en San Martín de Turieno.

—Lo sé. Reúnes las condiciones precisas. He pensado hacerte conde de esos territorios que ahora llamáis Castilla. —Me quedé de una pieza. Iba a balbucear algo, pero el rey seguía hablando—: El conde don García, el más veterano y fiel de los caballeros de la frontera, es muy viejo y está enfermo. No tardará en morir. Lo sé porque él mismo me lo ha dicho. Hace falta otro hombre que ejerza la autoridad de las armas del rey en esas tierras. Y hace falta que la ejerza con todas las consecuencias, porque aquella comarca ya no es una simple línea de castillos que pueda ser defendida por los señores locales, como lo fue cuando encomendé a García esa misión, sino que ahora necesita un gobierno digno de ese nombre. Tú te has criado en Mena con los primeros colonos, has dirigido bien los castillos de la región, has combatido con inteligencia y fortuna, has repoblado con tu hermano Vítulo y el obispo Juan… Sabes todo lo que hay que saber para desempeñar ese puesto.

—Mi señor —argumenté—, me honra más allá de lo imaginable este ofrecimiento, pero, con vuestro permiso y vuestro perdón, no puedo aceptarlo.

El rey enmudeció. Me miró con unos ojos desorbitados; quizás era la primera vez que alguien declinaba una dignidad semejante.

—Tendrás tus razones, espero —repuso Alfonso, malhumorado, dándome la espalda y mirando por la ventana—. ¿Cuáles son?

—Nadie sabe como vos hasta qué punto mi fidelidad a la corona es inquebrantable. Tenedlo en cuenta, os lo ruego, cuando escuchéis lo que os voy a referir. Yo, señor, he sido amante de Creusa, la hija de Nepociano —Alfonso se giró bruscamente— y temo que si me dispensáis cualquier dignidad, eso sea aprovechado por quienes buscan vuestra ruina. Pero hay más…

—¿Más aún? —musitó Alfonso.

—Sí, porque, además de esto, un infortunado azar me hace especialmente débil ante los musulmanes. Sabed que yo amé a una mujer que fue secuestrada por los moros. Que esta mujer, hoy rescatada y a salvo entre cristianos, fue obligada a desposarse con un general de Córdoba y con toda seguridad allí ha dejado hijos. Que mi amor por ella no ha menguado por esto, de manera que nadie sería más fácil de chantajear que yo si, por acaso, esta mujer deseara volver a Córdoba a buscar a sus hijos, o estos vinieran a rescatarla…

—Zonio de Mena, me dejas realmente estupefacto —comentó el rey.

—Lo siento, mi señor, pero tengo demasiados puntos débiles como para que me encomendéis nada menos que la gobernación de la frontera oriental.

Alfonso contempló pensativo su ajedrez; el mismo que recibió de nuestras manos procedente de Córdoba. Me habló sin mirarme:

—¿Y qué hacemos contigo?

—Mi señor, yo seguiré sirviendo a Dios y al rey con todas mis energías, mientras el cielo me dé fuerzas para sostener mi azagaya. Mi castillo de Tedeja es el techo que la Providencia me ha otorgado. En cuanto a la gobernación de la frontera…

—¿Sí?

—La persona adecuada solo puede ser don Munio Núñez, de Iruña, que posee todas las cualidades que buscáis.

—¿Munio? ¿El marido de mi prima Argilo?

—Él. He combatido a su lado. Le conozco bien. Es un excelente caballero. Y sabrá cumplir con su deber.

—Qué contrariedad —rezongó el rey—. Había pensado hacer a Munio mayordomo de palacio. Necesito que alguien organice las cosas del gobierno y yo ya no llego a todo.

—Con vuestro permiso, mi señor, creo que a don Munio no le agradaría semejante destino: él es también un hombre de frontera, de caballo y lanza, de aire libre…

—En realidad, no pensaba tanto en sus gustos como en los de mi prima doña Argilo —objetó Alfonso.

Tuve un rapto de resentimiento infantil:

—Bien, pues que se hubiera casado con otro. Tenía dónde elegir. —El rey ladeó la cabeza con expresión de no comprender. Cuando me di cuenta de la estupidez que había salido de mi boca, intenté recomponer el tipo sobre la marcha—: Don Munio se ha criado en la frontera, conoce a sus gentes, sabe organizarlas y además es buen guerrero. Él es la persona adecuada.

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