El caballero del jabalí blanco (51 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Cuando llegamos a Salcedo, después de media jornada de marcha, había allí una enorme muchedumbre. Ni siquiera cuando la defensa de las Babias había visto yo semejante concentración de fuerza. Y es que no estábamos solo los castellanos, sino que habían acudido tropas de todo el reino. Vino el magnate García López, yerno del rey Bermudo, con una fuerte hueste de asturianos. Acudió igualmente el vascón Zaldún, que tanta simpatía me inspiraba, con una nutrida mesnada de sus paisanos de Mundaca y otros valles. Divisé los estandartes del propio señor de Pamplona, Velasco, con su alférez Sancho. Y según llegábamos al campo se nos anunció una incorporación decisiva: el mismísimo rey Alfonso acudía a la cita al frente de un cuerpo de asturianos y gallegos y cántabros; Teudano vendría a su lado.

Reinaba en Salcedo una atmósfera de gran excitación. Dejé a los míos convenientemente acampados y me dirigí al castillo. Allí, en el patio de armas, esperaba don Munio, el conde de Castilla. Me abrazó efusivamente.

—¡Zonio! ¿Cuánta gente traes?

—Todo lo que había disponible: doscientos jinetes y quinientos peones.

—Bien está —aplaudió Munio—. Muchos pocos hacen un mucho. Tello también ha traído a bastante gente. Y… No sé si conoces a don García López.

Munio me presentó al caballero. Vagamente reconocía su aspecto: le había visto ocasionalmente en Oviedo. Era un hombre de cierta edad, más veterano que yo, sólido y grueso, embutido en una costosa cota de malla y armado con una espada que parecía de cíclope. Después me señaló a Velasco, el señor de Pamplona: ataviado al estilo carolingio, más franco que hispano en su aspecto exterior, pero con una fiereza en la mirada que solo se veía al sur de los Pirineos. A su lado estaba Sancho, el mejor caballero de Pamplona, un tipo enorme que llevaba una gigantesca maza colgada de la espalda. Y enseguida vi a Zaldún. Apenas había cambiado: las mismas ropas toscas de lana y la misma melena derramándose sobre sus hombros. Acudí a saludarle:

—¿Te acuerdas de mí, Zaldún?

—¡El Caballero del Jabalí Blanco! —exclamó—. ¡No te veía desde las Conchas de Arganzón!

—Hoy volveremos a vencerles —aseguré yo para infundir ánimos al vascón y a mí mismo.

De la fraternidad de los viejos y nuevos camaradas de armas nos sacó el largo sonido de una trompa. Era el rey que al fin llegaba. Corrimos a su encuentro. Traía una fuerte hueste. A su lado reconocí a Teudano portando el estandarte blanco con la cruz roja. Alfonso galopaba con prisa, el gesto tenso. No se detuvo en protocolos. Desmontó y pasó directamente al patio del castillo. Todos los jefes de hueste estábamos allí. Así habló el rey:

—Nos enfrentamos a una hora gravísima. El mayor ejército que jamás ha formado Córdoba se dirige contra nosotros. Dicen mis exploradores que asciende por la orilla sur del Ebro. Seguramente querrá ganar los llanos de Miranda y, por Arganzón, pasar a Álava y después a Pamplona. Ya lo han intentado una vez por ese camino. Lo conocen y están preparados. No podemos esperarles en Arganzón como antaño. Tendremos que sorprenderles en otro lugar. Cuanto más lejos de nuestra frontera, mejor.

—¿Cuántos son, rey Alfonso? —preguntó Velasco de Pamplona.

—Son probablemente veinte mil. Por lo que he visto aquí, nos doblan en número. Y los manda Abd al-Karim, su mejor general.

—¡Haremos lo que nuestro rey ordene! —rugió Zaldún.

—Lo que haremos —explicó Alfonso— es detenerles antes de que crucen a este lado del Ebro. He ordenado derribar los puentes que hay aguas abajo de Miranda. Eso les obligará a seguir el curso del Ebro por la orilla sur y ahí encontrarán un obstáculo natural: el Orón, que hace una laguna cuando va a morir en el gran río. Tenemos que taponar los vados del Orón. Retrasar su marcha tanto como nos sea posible. Si nos doblegan, entonces repetiremos la operación más arriba, cuando intenten cruzar el Ebro. Y si aun así pasan por encima de nosotros, entonces tendremos que hacernos fuertes en los montes y en los castillos. Con la ayuda de Dios, para entonces les habremos hecho tanto daño que no se sentirán seguros con una fuerza mermada.

—¿Cómo nos situaremos? —preguntó García López, el gesto decidido; quizá demasiado decidido.

El rey dibujó una línea en el suelo con la punta de su espada.

—Inmediatamente partiremos todos hacia el Orón. Si salimos ahora, habremos llegado allí antes del anochecer. Los vados se encuentran una media legua arriba del río. Hay tres puntos. En cada uno de ellos emplazaremos a una hueste. En el más cercano al Ebro se colocarán los castellanos y los vascones. En el central, las huestes de Asturias y Galicia con García López y conmigo. En el más lejano, al lado de las montañas, el contingente navarro. Recordad algo importante: nuestro objetivo es detenerles, es decir, que no crucen. Si la fortuna nos sonríe podremos pasar al ataque, pero solo si vemos su hueste lo bastante mermada y, sobre todo, si se da la circunstancia de que nuestros tres cuerpos pueden progresar a la vez. ¿Está claro?

Un rotundo sí rubricó las palabras del rey. En un santiamén ganamos cada cual la cabeza de nuestra respectiva hueste. Todo el ejército cristiano partió hacia la ribera izquierda del Orón. Esa noche se celebró misa en la orilla del río, nuestra líquida muralla contra el invasor sarraceno. Allí, envueltos en el rumor de las aguas, nos pusimos a bien con Dios en espera de la gran batalla.

Aguardamos un día entero a la vera del Orón. Lo empleamos en preparar improvisados armazones de defensa. Poco antes del atardecer se presentó el ejército sarraceno al otro lado del río. Deshechos los vados de Miranda, había tratado en vano de cruzar el Ebro. En esta época del año el caudal aún era demasiado fuerte. Tal y como previó nuestro rey, Abd al-Karim buscó otro paso más arriba. Así había llegado hasta el Orón, y ahí nos había encontrado a nosotros. Forzosamente daría la batalla. Corría el 25 de mayo de 816.

El ejército de Abd al-Karim era inmenso. Se distinguía con claridad a sus diferentes unidades: los voluntarios de la guerra santa reclutados en cualquier ciudad del emirato, los contingentes eslavos alineados por Alhakán, los jinetes bereberes con sus ágiles caballos… La muchedumbre sarracena ocupaba todo el horizonte. Los estandartes verdes del viejo general flameaban al viento. Abd al-Karim debía de estar seguro de su victoria.

Firmemente nos habíamos asentado en nuestras posiciones. Apenas se durmió esa noche, ni en el campo enemigo ni en el nuestro, esperando a que llegara la luz del día, heraldo de la hora decisiva. Recuerdo aquella larga vela como una sucesión de oraciones solo interrumpida por el ruido que hacían las armas bajo la piedra de afilar. Don Munio, Zaldún, Tello y yo compartíamos fuego. Yo recé mucho. Zaldún durmió.

Cuando el sol rayó en el horizonte, nos apresuramos a tomar nuestro lugar en el tablero. El vado que protegíamos tendría una anchura de diez hombres tumbados. Zaldún formó una primera línea de defensa con sus vascones y los peones de Castilla. Tello y yo, cada uno a un lado, protegíamos cada cual un flanco con nuestros jinetes. Detrás, don Munio y sus caballeros actuaban de reserva para intervenir si la primera línea cedía. Más arriba, en los otros vados, la mesnada de la cruz repetía la misma disposición.

Perezosamente, como un gran monstruo adormilado, el ejército sarraceno empezó a moverse. Poco a poco sus líneas se fueron organizando. Veíamos con toda nitidez a sus hombres tomando posiciones. De sus filas emergía un rumor de voces que sin pausa crecía como el trueno que retumba. Después ese rumor se convirtió en clamor, y enseguida en demencial griterío. Gruesas líneas de peones se acumulaban frente a los vados del río. Cuando parecía que habían terminado, llegaban líneas nuevas. Y tras ellos se colocaban, invariablemente, sus hordas de jinetes para asestar el golpe final.

Llegó la hora. Entre oraciones e imprecaciones, mezcladas a partes iguales, los ejércitos de Córdoba se arrancaron contra nuestras líneas. Alfonso hizo sonar las trompas. Zaldún aguardaba en pie, el primero entre los suyos, la espada en una mano y el escudo en la otra. Cuando los moros llegaron a la orilla, Zaldún lanzó un aullido terrible y se abalanzó contra ellos. Tras él corrieron centenares de los nuestros arrojando jabalinas y dardos sobre el enemigo. Ver pelear a Zaldún era un espectáculo digno de mejor cronista que yo. Toda la furia del mundo asomaba a sus brazos. Su espada se movía con la velocidad de un remolino y segaba sin piedad cualquier cosa que se le pusiera enfrente. Sus hombres, animados por el ejemplo, no le iban a la zaga en coraje. Aquella primera acometida duró media hora. Los moros se retiraron dejando mucha gente en el campo. Pero apenas había bajado Zaldún el escudo cuando una nueva ola de musulmanes anegó la orilla del río Orón.

Los moros siempre combatían así: los voluntarios de la guerra santa, gentes sin experiencia de combate que habían acudido allí para ganar el paraíso, eran enviados en las primeras oleadas para desgastar al enemigo. Esta segunda oleada no era distinta. Como los nuestros no habían terminado de recuperarse, hice una señal a Munio y decidí cargar contra la nueva ofensiva. Besé la cruz que colgaba de mi cuello y di la orden. La gente de Zaldún se apartó, todavía recogiendo los cuerpos de los caídos. Mis jinetes aplastaron a los peones moros. A lanzada limpia pudimos progresar hasta la orilla opuesta. Volvimos grupas a toda prisa: no había que traspasar la línea. Y fue justo a tiempo, porque una nube de flechas enemigas cruzó el cielo para clavarse en las posiciones que acabábamos de abandonar.

No hubo pausa. Abd al-Karim inmediatamente lanzó contra nosotros una nueva acometida. Esta vez fue una muchedumbre de bereberes que, bien protegida por las flechas moras, pudo llegar hasta la mitad del vado. Le tocaba el turno a Tello. Sus jinetes trabaron a los moros. Se peleaba a golpe de espada sobre las monturas. Las cosas empezaron a tomar un cariz preocupante: los moros habían acumulado en la otra orilla una enorme cantidad de jinetes, de manera que, cuando los primeros caían, enseguida había otros para relevarles. Don Munio, viendo el paisaje, optó por una estratagema: ordenó retirada mientras, al mismo tiempo, los arqueros de nuestra hueste lanzaban sus mensajes de muerte a la caballería mora. Los bereberes tuvieron que evacuar el vado.

Hubo un cuarto ataque musulmán. Vino precedido de una feroz lluvia de flechas. Tras la lluvia, una ingente multitud de peones se lanzó sobre nosotros. Eran todavía más que en los dos anteriores intentos. Zaldún decidió atarse al terreno: formó a sus hombres en erizo, las lanzas enhiestas, y así aguardó el choque con el enemigo. La maniobra funcionó. Lo que jamás podíamos haber previsto era que Abd al-Karim, cruel, enviara una carga de caballería justo detrás de sus peones. De manera que los peones moros, empujados por sus propios jinetes, iban quedando ensartados en las lanzas cristianas y de este bárbaro modo anulaban nuestra capacidad de defensa. Zaldún se vio obligado a romper la formación y pelear cuerpo a cuerpo con aquella interminable riada humana.

Rápidamente Tello y yo nos dispusimos a asistirle, él por la izquierda y yo por la derecha. Formamos sendas columnas que cortaron el paso al moro y permitieron a los peones retirarse hasta nuestra orilla. Pero la vanguardia de nuestra defensa había quedado copada entre un océano de enemigos. Allí vi caer a Zaldún, atravesado por tres jabalinas al mismo tiempo. Munio repitió la maniobra anterior: retirada y lluvia de flechas. Pero en aquel momento ocurrió algo inesperado.

Lo que ocurrió fue que en el vado superior, el de los navarros, los nuestros pasaron a la ofensiva. Velasco, viendo a los moros de su zona en retirada, decidió darles persecución. ¡Era exactamente lo que Alfonso nos había prohibido con tanta insistencia! Abd al-Karim, hábil, supo ver en aquella ofensiva lo que realmente era: Velasco le había abierto involuntariamente la puerta del vado. Una cuantiosa hueste de jinetes moros galopó hacia el lugar donde el frente se había roto. Los navarros quedaron encerrados bajo un aluvión de enemigos. Así los cazadores se convirtieron en presa. Allí cayó Sancho, el campeón de Pamplona, dando golpes con su formidable maza. El general moro ordenó penetrar por aquel punto inopinadamente abierto. Fue una catarata sarracena lo que se derramó sobre el vado superior. Todo estaba a punto de irse al traste.

Viendo lo que ocurría, pedí permiso a Munio para acudir a reforzar la brecha. Cogí a cincuenta jinetes y galopé hasta el lugar. La situación era dramática: con ese agujero en nuestras líneas, lo más fácil era que los moros nos envolvieran y terminaran apresando a nuestro propio rey. No solo yo había visto el peligro: mientras galopaba hacia el vado abierto vi que García López, el magnate asturiano, hacía lo mismo con otro grupo de jinetes. Juntos llegamos al lugar. Intentamos entrar en combate. Enseguida nos vimos envueltos en una marea de enemigos. A García López le clavaron una jabalina por la espalda. No había manera de penetrar en el angosto campo de batalla. A viva fuerza tuvimos que abrirnos paso para ganar una posición menos comprometida. Cuando conseguí reunir a los hombres, noté que me faltaba Juanti. También él había caído.

Momento crucial: los moros entraban por el vado como una tromba y empujaban sin piedad a los últimos defensores. Estos se habían apiñado en un paso estrecho, entre peñascos, confiando en poder resistir allí, pero en realidad se habían metido en una ratonera. Desde el lugar donde nos hallábamos no podíamos hacer otra cosa que asistir a la matanza. Los nuestros estaban tan apretados que los muertos no tenían espacio para caer, y permanecían allí, emparedados entre sus camaradas vivos, recibiendo lanzadas y estocadas que ya no herían. Nosotros no podíamos cargar porque quedaríamos inmediatamente rodeados, ni podíamos maniobrar porque no había dónde hacerlo. Entonces Hudelisco me hizo una señal: allí abajo, a menos de media legua, estaba acumulada la intendencia del enemigo. En su avance hacia el desfiladero, los moros habían dejado atrás los carros con sus víveres y vituallas. ¡Y sin apenas protección! No lo dudé.

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