»Y a todos los que de otras villas vinieren con sus ganados o por interés de pastar los prados de los pagos que se mencionan en los términos de esta escritura, los hombres de Brañosera les cobren montazgo y tengan derecho sobre aquellas cosas que se encuentren dentro de esos términos, la mitad para el conde y la otra mitad para el concejo de Brañosera. Y todos los que vinieren a poblar la villa de Brañosera no paguen anubda ni castellería, sino que tributen, en cuanto pudieren, por infurción del conde de esta parte del reino.
»Y levantamos dentro del espeso bosque de Brañosera la iglesia de San Miguel Arcángel, y yo, Munio Núñez y mi mujer Argilo, para remedio de nuestras almas, donamos tierras de labor a los lados de dicha iglesia y para la misma. Y si algún hombre después de mi muerte o la de mi mujer Argilo contradijere al concejo de la villa de Brañosera por los montes o límites o contenido que en esta escritura se señalan, pagara, antes de litigar, tres libras de oro al fisco del conde, y que esta escritura permanezca firme».
Era la primera vez que en nuestro reino aparecía aquello del «concejo», testimonio de la vida libre de Castilla. Los colonos habían inventado una nueva unstitución.
Hubo fiesta esa tarde en Brañosera. Se comió y se bebió en abundancia. Gaitas y panderos llenaron los bosques con su música que suena a tierra y a sangre. Las hijas y los hijos de Félix y Valerio y Cristuévalo y Cervello danzaron para celebrar aquella promesa de futuro que amanecía bajo sus pies. Como en la tierra prometida de Mena, de Espinosa, de Valpuesta, del Bierzo y de tantos y tantos lugares a lo largo de todo el reino, una nueva porción de la España perdida volvía a la vida de la cruz.
A la mañana siguiente decidí regresar a Tedeja. Dejé mis posesiones de Pamporquera en manos de los monjes de San Miguel. Ellos regentarían estas tierras y sus frutos hasta que, un día, mi hijo Hernán viniera a reclamar su derecho. Solucionado este punto, me despedí de Munio y Argilo y tomé el camino de los grandes valles.
Había cumplido ya cincuenta años. Mi vista se cansaba. Las viejas heridas me dolían. Mi brazo ya no era el mismo. Sabía que este viaje sería el último. Pero llevaba conmigo un fuero para ofrecerlo a las gentes de Espinosa. Había cumplido el encargo de mi hermano Ervigio.
Aquello de Brañosera fue mi otoño. El invierno de mi vida no tardó en llegar
Me instalé en Tedeja con mi gente. Mis viejos compañeros de armas, aquellos que llegaron siendo unos muchachos, fueron relevados por otros distintos. De los míos, dos de ellos muertos en el Orón, pronto no quedó ninguno: poco a poco se fueron marchando, cada cual a un castillo distinto, en la cada vez mas poblada frontera de Castilla. Así la sagrada misión se conservaba a través de las generaciones.
Ervigio estudió a fondo el fuero que yo había traído de Brañosera y redactó uno semejante para nuestras tierras. Lo mandó a Oviedo para que el rey lo sancionara. Eso fue cosa hecha apenas un par de años más tarde. La nuestra era ya tierra con ley. Y nuestra gente, hombres libres.
Supe que hubo más batallas, pero yo ya no participé: no habría sido capaz de sostenerme sobre el caballo. Supe que el emir Alhakán murió muy pronto, antes de lo de Brañosera, y que el general Abd al-Karim, ya muy anciano, siguió sus pasos poco después. Supe que el nuevo emir Abderramán atacó Galicia y que fue severamente derrotado por las huestes del rey Alfonso. Supe que en aquella batalla participó mi hijo Hernán y que en su lanza de caballero ató el pañuelo de Creusa.
La vida en el valle de Mena siguió su curso con la misma tenacidad con la que cambian las estaciones. Poco a poco fueron muriendo los viejos del pueblo, los hombres y las mujeres que habían protagonizado la primera colonización, los veteranos de Carranza. Murió García el Tuerto y, enseguida, su mujer. Murió Eterio y murieron Rui y Cervello. El herrero Ramiro desapareció un buen día sin que nadie supiera cómo ni por qué. La gente de la aldea, alarmada, organizó alguna patrulla de búsqueda, pero sin resultado. Se hizo cargo de la forja su aprendiz, Fernando, hijo de Eterio, a quien Ramiro había confiado los secretos del acero. También desapareció Guma, pero este de manera más convencional: un invierno se enfrió y, viejo como era, no duró más de una semana. Su hijo García, aunque todavía muy joven, tomó el mando de la casa.
Una nueva generación sucedía a la precedente en el suelo de Mena. Los prados y las eras ganaban terreno al bosque. Nuevas casas crecían a la orilla del río. Nuevas gentes llegaban a Burceña y a Taranco y a Leciñana y a Ordejón. Y de las familias originales, no pocos vástagos partieron a colonizar territorios nuevos en Losa, en Tobalina, en Espinosa y a lo largo de la línea del Ebro. Por encima de las batallas y de las sequías, de la muerte y del dolor, la grey cristiana de Castilla fecundaba con sus manos la tierra prometida. El Señor revela a las naciones su salvación.
Una de las últimas alegrías de mi vida fue recibir a mi hijo Hernán. Al contemplarle enfundado en su cota de malla me vi a mí mismo, de igual modo que en él me vi reflejado, tantos años atrás, al descubrirle en el escritorio de San Emeterio. Entregué a mi hijo un escudo con la divisa del jabalí blanco. Le rogué que lo llevara en la batalla. Así el invasor sabría cuán inflexible era la voluntad de los hijos de Asturias.
Nunca supe nada más de Deva. Con frecuencia pienso en ella y en cómo habría sido mi vida si aquellos días, en Potes o después en Campoo, hubiéramos huido juntos para sellar nuestro amor. Pero esa no habría sido mi vida, sino otra. No la puedo escribir.
Cuando constaté que mi salud zozobraba, abandoné Tedeja. Otros vinieron a defenderlo con mejor brazo que el mío. Yo me trasladé a la iglesia de San Emeterio de Taranco, como hicieron mis padres cuando las fuerzas les fallaron. Desde aquí escribo estas torpes líneas. A mi lado conservo el escudo y la azagaya. También la cimitarra ganada en mi primer combate.
Ahora solo me queda esperar la muerte. Hace años que no cabalgo por la frontera, pero los jóvenes me cuentan que, de vez en cuando, los bereberes que capturan en tierra mora les cuentan historias del Loco del Jabalí Blanco. ¿Quién sabe? Quizás un día, cuando el cuerpo me anuncie un último aviso, pueda desempolvar el escudo y la azagaya, montar un caballo y perderme en la tierra de nadie para encontrarme con la muerte. Sería un final digno para la leyenda del Caballero del Jabalí Blanco. Y mientras los moros sigan contando fábulas sobre mí al calor del fuego invernal, los héroes de la azada y el arado, los verdaderos héroes de la frontera, perseverarán en su reconquista de la España perdida.
Conquisté tierras para el arado. Sembré mares de cereal. Gané batallas. Engendré un hijo. Levanté un castillo. ¿Qué más se puede pedir a una vida? Ahora ha llegado el momento de comparecer ante Dios en su supremo juicio. Entraré en la casa del Padre desarmado y descalzo, la cabeza cubierta de ceniza y las manos desnudas. Gloria a Él.
JOSÉ JAVIER ESPARZA, (Valencia, 1963), periodista, es columnista habitual en numerosos medios de prensa, en géneros que van desde la crónica política hasta la crítica de televisión, pasando por la crítica de la cultura. Ha sido redactor jefe de la revista cultural Punto y Coma y director de la revista Hespérides.
Escribe en las revistas El Manifiesto, Razón Española y Debats, entre otras publicaciones. Dirige el programa La estrella polar en la cadena COPE.