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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (46 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Yo mismo me encargué de llevar a Oviedo el fruto de la victoria: esta vez quería estar presente en el reparto de los despojos. Me inquietaba en particular el destino de las mujeres. Recé para que la visión de nuestras tierras despertara en Deva el recuerdo de lo que un día fue.

Por el Escudo de Cabuérniga salimos a Evencia y, de ahí, al oeste, hacia Oviedo. ¡Mi viejo camino tantas veces transitado! La comitiva era espectacular: una cuerda de quinientos cautivos y diez grandes carros cargados de botín. A las mujeres de Abu Utman, cuatro en total, las acomodé en uno de los carros. Dos centenares de jinetes escoltaban tan preciados bienes.

Varias veces intenté acercarme a Deva a lo largo del trayecto. En la primera ocasión, directamente, me escupió. En la segunda volvió el rostro. En la tercera me increpó: «¡Asesino!», me dijo. Aquello me calentó la sangre: «¿No recuerdas quién mató a tu padre?», le contesté. Era asombroso: Deva había olvidado prácticamente toda su vida anterior, como si un gigantesco trauma le hubiera privado de la memoria. Hice un cuarto intento. Y esta vez, al menos, prestó oído:

—Tú no lo recuerdas, pero te llamas Deva, eres de Potes y creciste cristiana. Por eso entiendes mi lengua. Yo era tu amigo. Peinabas tus cabellos en hermosas y largas trenzas. Los moros te capturaron. Tu padre se llamaba Asur. Yo me llamo Zonio —callé un instante; tragué saliva—. Y yo te quería.

Deva reaccionaba ante estas palabras de una manera extraña, como si no comprendiera. El paso del tiempo no había mermado su belleza: los ojos de cielo miraban asombrados cuanto había a su alrededor. Una vez más intenté acercarme a su espíritu enfermo.

—¿Ves el azul de este escudo? —le decía, señalando mi rodela—. Es azul por tus ojos. Lo pinté así por ti. Cuando te secuestraron, fui a buscarte a Córdoba. He sufrido mucho tu ausencia. Pero ahora estás aquí, entre los tuyos.

Me hería terriblemente ver a Deva en semejante estado. Trataba de hablarle con toda la dulzura que me inspiraba, pero mis resultados eran muy pobres. Hasta que un día, cuando ya quedaban pocas jornadas para llegar a Oviedo, me respondió. No sé si la visión de su tierra natal removió algo en su interior. El hecho es que, por primera vez, me habló en nuestra lengua:

—Creo que me dices la verdad… Pero no te recuerdo —sollozó—. Ni a ti, ni nada de lo que me has dicho. ¿Qué va a ser ahora de mí?

No supe qué contestar. No porque no tuviera respuesta, sino porque el llanto ahogaba mis palabras.

En cuanto llegué a Oviedo me precipité en busca de Teudano. Él estaba saliendo a recibirme.

—¡Otra victoria, Zonio! ¡A este paso acabarán haciéndote conde de palacio!

Pero mi ánimo no estaba para felicitaciones. Conduje a mi amigo a un lugar apartado.

—¡Teudano, he de hablarte! ¡La he encontrado! ¡He encontrado a Deva!

Teudano compuso un gesto de alegría teñido de asombro.

—Pero… ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan agitado?

—¡Estaba en el harén del general Abu Utman!

Puso sus manos sobre mis hombros.

—Lo lamento. Es horrible. Pero piensa que al menos está viva. ¿Cómo se encuentra?

—Mal —confesé—. Muy mal. Parece ida, como con la cabeza perdida. Apenas recuerda quién es.

—No es la primera vez que oigo eso —dijo Teudano—. Dime, ¿qué quieres que hagamos con ella?

—No podemos abandonarla a su suerte como si fuera una vulgar cautiva. Tampoco a las otras muchachas que sean cristianas, por supuesto, pero… Ella…

—Descuida, te entiendo —aceptó mi amigo—. Hay que protegerla a toda costa. Te diré lo que haremos. Encárgate tú personalmente de las cautivas. Condúcelas a San Vicente, donde Fromestano. Dile que necesitamos custodiar a estas mujeres en un convento de monjas. Cuéntale que son de origen cristiano; eso le convencerá.

Así lo hice. El abad Fromestano se mostró receptivo y envió aviso a un convento femenino no lejos de Oviedo. Las cautivas, Deva incluida, aguardaron en su carro. Al poco llegaron cuatro monjas. Fromestano les explicó la situación:

—Hemos cosechado una gran victoria sobre los moros. El jefe de los sarracenos viajaba con su harén. Entre esas mujeres las hay que son cristianas; raptadas por los musulmanes cuando niñas, y seguramente islamizadas, pero bautizadas y, por tanto, merecedoras de un trato especial. Os ruego que las alojéis en vuestra casa y evaluéis cuáles de ellas son… recuperables. Estas almas robadas por el demonio vuelven ahora a la luz. No podemos perderlas.

La monja de más edad asintió suavemente.

—Conozco personalmente a una de ellas —intervine—. Es una amiga de infancia —mentí—. Se llama Deva. Parece hondamente confundida. Ha perdido la memoria.

—Descuida, caballero. Nosotras nos encargaremos de que vuelva a ser quien fue —rubricó la monja.

Escolté al carro con las cautivas hasta la puerta del convento, apenas a media legua de la ciudad. Una a una, las hice bajar. Todas seguían con el miedo esculpido en el rostro. Cuando descendió Deva, le tendí la mano. Ella, esta vez, la tomó. Se había liberado del velo que antes cubría sus cabellos y ahora la melena rubia ondeaba sobre sus hombros. La vi entrar en la santa casa. Luego la puerta se cerró.

Abandoné Oviedo profundamente turbado. Finalmente había conseguido mi propósito; había liberado a Deva. Pero, para mi desgracia, aquella mujer ya no podría ser para mí: la experiencia de la esclavitud la había trastornado profundamente. ¿Podría al menos luchar por recuperarla? No me importaba que hubiera sido la esposa de un decrépito general moro. Solo quería tenerla a mi lado. Pero… ¿querría ella? Y por otro lado, ¿acaso no estaba yo persiguiendo un insensato sueño? ¡Habían pasado catorce años! Durante ese tiempo ella había sido la mujer de un dignatario del emirato; había vivido con el enemigo, habría tenido hijos que ahora estarían siendo educados para combatirnos… ¿Qué tenía que ver realmente esta Deva con la que tanto tiempo atrás me arrebataron?

Acudí a Liébana. Necesitaba ver a Beato. En el viejo monasterio de San Martín de Turieno me dijeron que Beato ya no estaba allí. A petición propia había sido enviado como abad a una lejana casa en el paraje de Valdelomar. Paradójicamente, no lejos de la hoz del Pisuerga donde acababa de librar mi anterior batalla. Valcabado, se llamaba el sitio. No lo dudé. Puse rumbo hacia allí.

Necesitaba estar solo. Necesitaba pensar. Sobre todo, necesitaba hablar con alguien cuya sabiduría me iluminara el camino. La victoria del Pisuerga había sido recibida con grandes fiestas en Oviedo. El rey ni siquiera me recriminó el no haberle llevado a Abu Utman con vida. Pero a mí todo aquello me importaba ya muy poco. En mi espíritu solo existía la desdicha de Deva, que era mi desdicha.

Como un guerrero errante crucé las sierras y el Campoo. Deliberadamente me detuve en la campa donde perdí a Deva. Todo ahora se resolvía en el espacio de unas pocas leguas. Aquí la perdí, algo más al sur la recuperé, algo más al este buscaría una respuesta. Valcabado se levantaba cerca del Ebro, aupado en un risco, abierto a una gran llanada. Seguramente era uno de los muchos monasterios que ahora, como antaño en mi hogar de Mena, crecían bajo el designio de la repoblación.

Encontré a Beato, sí. Allí estaba: abad de Valcabado. Me condujeron ante el hombre que había hecho explotar la más feroz polémica espiritual de la Iglesia española. Pero la edad había hecho ya estragos. La última vez que le vi era ya un anciano, pero guardaba una perfecta lucidez. Ahora, por el contrario, estaba postrado en una silla de la que no podía levantarse, las manos le temblaban y la voz apenas era otra cosa que un agónico silbido. Me acerqué a él.

—Maestro Beato, ¡soy Zonio!

Alzó sus manos trémulas hacia mi rostro. Reparé en que también había perdido casi completamente la visión. Pasó sus dedos por mis rasgos. Intentó hablar:

—¡Qué extraño es ver con los ojos del alma y no con los del cuerpo! ¿Querrás creer que… querrás creer que te estoy viendo como cuando eras un mozalbete?

—Maestro, necesito contarte algo. —Deva ardía en mi interior.

—Cuenta…

—Se trata de aquella muchacha… Deva. La he encontrado. La habían casado con un general musulmán. La he liberado. Ya no es esclava. Pero…

—Sigue. Recuerdo la historia.

—Está desconocida. Su alma se ha roto. Apenas me recuerda. Y yo…

—Y tú no sabes si seguir luchando por ella —atajó Beato.

—Exactamente.

—Dios te ha puesto pruebas muy duras desde que saliste de Liébana, Zonio…

—Como a San Caprasio —añadí.

—Buena comparación. Pero… Zonio, escucha, han pasado catorce años ya. Esa mujer ha hecho su vida, o la que le han permitido hacer, y ha sido muy distinta de la tuya. ¿La has cristianado de nuevo?

—La he dejado en un convento de monjas.

—Eso está muy bien. Tal vez allí recupere la cordura… en cuanto al alma. Ahora bien, en cuanto al cuerpo… Zonio, para ti esa mujer ha sido parte del camino, ni mucho menos puede ser la meta —sentenció Beato—. Esa mujer habrá dejado hijos en Córdoba. Hijos que, como acostumbran allá, serán criados para hacernos la guerra. Pero hijos que, como madre, ella querrá recuperar. Y tú eres un caballero del rey. La progenie de tu amada se convierte ahora en un punto extremadamente débil.

—Yo la amo, Beato.

—Claro que la amas. Por eso estás aquí. Y esperas que yo te diga que debes seguir sus pasos y hacerla tuya. Pero yo no puedo decirte eso. Tú amas a la Deva que perdiste en Campoo y que has buscado todos estos años, no a la que has encontrado y que, como tú mismo me dices, apenas si te conoce ya. Hazte a la idea de que es otra mujer. Es otra mujer, como tú eres ya otro hombre.

Beato se fatigaba. Le dieron un vaso de agua. No quise agotar a mi anciano maestro. Pedí su bendición y besé sus manos. Abandoné Valcabado con la impresión de que mi vida se había roto para siempre.

Aquella tarde bajé hasta el escenario de la última batalla, donde la ruina de Abu Utman. Hice noche en el campo de la muerte. Aún quedaban cadáveres tendidos junto al río, ahora pasto de los buitres. El hedor todavía era insoportable. Gasté largo rato en contemplar la matanza. Tantas vidas… rotas de verdad. A mí, al fin y al cabo, aún me quedaban cosas por hacer.

Después, lentamente, reemprendí el camino de vuelta a Espinosa. Crucé el Ebro hacia el norte y por Valdebezana salí a mis valles. Allí me esperaba la vida que realmente había vivido; la vida que realmente tenía que vivir. La penitencia de San Caprasio fue vagar por el mundo y construir un monasterio. La mía sería vagar por la frontera y construir un castillo. Tedeja me esperaba.

23. La cruz de los ángeles

Con los brazos de los mozárabes que rescaté en la estepa, la ayuda de los colonos de Espinosa y el concurso de diez cautivos musulmanes, comencé inmediatamente los trabajos en el sitio de Tedeja. Levantar de nuevo aquel castillo sería mi redención.

Construí un campamento improvisado al pie mismo del lugar: un elevado risco frente al punto donde el Trueba muere en el Ebro. Desde allí se controlaba el paso de cualquiera que quisiera entrar por Tobalina o por el sur de la sierra de la Tesla, y en particular se cerraba el desfiladero de la Horadada. Tuve que localizar el basamento de la vieja fortificación y trazar con nitidez su perfil. Aquellos cimientos, quién sabe si godos, romanos o aún más viejos, serían un buen soporte para la nueva construcción. Mi hermano Vítulo, que no en vano había levantado el castillo de Espinosa, conocía bien los procedimientos. Siguiendo sus indicaciones desbrocé las matas acumuladas sobre la piedra y limpié el suelo de lo que pronto sería un patio de armas.

Lo primero que había que hacer era señalar el emplazamiento de las torres. Marqué cuatro puntos en las esquinas de un dibujo rectangular. La muralla se construiría después y su espesor serviría para reforzar el equilibrio de los torreones. Vítulo insistió en que las torres tuvieran forma de medio círculo: eso permitiría obtener un mayor control visual del exterior. Las piedras de los viejos lienzos derruidos resucitarían ahora para dar forma a los cuatro torreones. En cuanto a la muralla, Vítulo sugirió conferirle grosor mediante un viejo método: elevar dos muros paralelos de piedra separados por una distancia de un par de codos y, después, rellenar el hueco con cantos y material de argamasa. De esa guisa se levantaría un primer tramo. Y sobre este se edificaría otro, de menor grosor, con suelo bien apisonado de mortero, para facilitar el tránsito de los hombres sobre la muralla. Cuando todo eso estuviera en pie, procederíamos a acomodar el interior con edificaciones que permitieran vivir allí. Me parecieron ideas excelentes.

Como el risco sobre el que se elevaría el castillo no era regular, sino más alto en unos puntos y más bajo en otros, Vítulo aconsejó asimismo rebajar el terreno circundante, de manera que la propia piedra natural aumentara la envergadura de la fortaleza. Y para hacerlo todavía más inaccesible, acordamos cavar un ancho foso alrededor. «La longitud de cinco hombres», me dijo Vítulo. Me pareció poco y, dado que el terreno se prestaba, calculé el largo de siete hombres puestos uno detrás de otro.

Dado que no podía haber castillo sin iglesia cerca, Vítulo insistió en que los operarios recuperaran un templo abandonado que aún se alzaba en las proximidades: Santa María de Mijangos, se llamaba, media legua al norte de Tedeja, a orillas del Trueba. Entre el castillo y la iglesia se abría una fértil vega dispuesta a acoger nuevos colonos. Familias de mozárabes fueron allí instaladas. También el viejo don García me ayudó, pues repoblar aquel lugar le permitía avituallar en mejores condiciones su precaria fortaleza de Oña. Así volvió a la vida la aldea perdida de Trespaderne.

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