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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (45 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Dicen los capitanes que algunos veteranos ya conocen ese camino —contó uno de los cautivos—. Hace muchos años atacaron por ahí.

Me estremecí. Sí, hace muchos años atacaron por ahí: una primavera de catorce años atrás, cuando los musulmanes devastaron el Campoo y se llevaron cautiva a Deva. ¡Cómo olvidarlo…!

Aquellas informaciones nos permitieron trazar un plan. La hueste mora era fuerte: más de diez mil hombres. No podíamos pensar en salirles al paso. Pero conociendo su punto de destino, era factible adelantarse a ellos y esperarles en algún lugar propicio. Particularmente en las hoces que forma el Pisuerga antes de llegar a Campoo. Allí daríamos la batalla.

Partimos sin perder un instante. Corrimos Ebro arriba, en la orilla opuesta al moro, por sendas de fortuna. Atravesamos páramos y montes. Sin descanso. Era imprescindible llegar antes que el enemigo. Nuestro camino era más difícil que el suyo, pero no teníamos impedimenta que arrastrar y conocíamos los secretos de nuestros montes y valles. Fueron cuatro largos días, con buena parte de sus noches, caminando sin tregua hacia occidente. Hasta que llegamos al punto adecuado.

Nuestra meta era un paraje de suelo tortuoso donde el río y la calzada describían profundas curvas. En una de esas curvas calzada y río corren contiguos, sin apenas separación, bajo un risco al oeste y, al este, una breve depresión entre chatas lomas. Solo ese podía ser el lugar.

Sorprender, golpear, aniquilar. No había otra fórmula. Enviamos exploradores hacia el sur; los musulmanes —refirieron— estaban todavía a tres jornadas de camino. Tuvimos tiempo de preparar bien las cosas: fosos en la calzada, trampas a los lados del camino, buenos parapetos para asaetear al enemigo desde lugar seguro… Urdimos una añagaza: en la depresión del terreno, en la orilla derecha del río, con las espaldas bien guardadas por una loma, una parte del contingente simularía presentar batalla. El moro acudiría allí. Entonces el resto de nuestra hueste, bien oculto en el cerro de la orilla opuesta, repetiría la maniobra de las Conchas de Arganzón: cierre del camino a vanguardia y retaguardia, mientras el centro del ejército enemigo era castigado sin piedad desde lo alto.

Para nuestra sorpresa, la columna mora no marchaba agrupada, sino en dos cuerpos. El primero, más numeroso, actuaba como cobertura del segundo. ¿Por qué? No tardamos en descubrirlo: en este último viajaba el anciano general Abu Utman con abundante séquito.

Esto nos obligaba a cambiar nuestros planes: no podíamos exponernos a concentrar nuestra fuerza sobre uno de los grupos del enemigo y dejar libre al otro. Y no teníamos hombres suficientes para sostener un combate abierto con los dos grupos a la vez. ¿Qué hacer?

Recordé la maniobra mora en Campoo, catorce años atrás: sobre un campo desprevenido, al amanecer, surgieron dos columnas; la primera arrastró hacia sí a los defensores, la segunda hizo estragos en las gentes indefensas. ¿Por qué no intentar lo mismo? Sorprenderíamos a los moros en la madrugada, antes del amanecer. Un grupo arrastraría al grueso de la fuerza enemiga hacia el desfiladero, donde habíamos preparado nuestra trampa; el otro caería como una maldición celestial sobre el campamento sarraceno, general incluido.

Eso fue lo que se hizo. El moro, prudente, había acampado a cierta distancia del desfiladero, en un paraje llano que llaman Nogales, con una protectora loma tras de sí. Pero antes del amanecer, una nube de flechas de fuego se desplomó sobre el campamento enemigo. Y un suspiro después, centenares de jinetes y peones arrasaban el campo infligiendo un tremendo castigo en las tropas tan brutalmente sacadas del lecho. Nuestras lanzas se abatían sin piedad sobre los soldados que trataban de escapar al fuego de sus tiendas incendiadas. El azote duró largos minutos. A sus víctimas debió de parecerles una eternidad. Al fin, algunos grupos aislados de sarracenos lograron organizarse, pero esa era la segunda parte del plan: en el momento prescrito, los nuestros se retiraron hacia el desfiladero… perseguidos por el grueso del ejército moro, mal armado a toda prisa entre los vapores del sueño. Allí, donde la calzada se estrecha, esperaba al enemigo una verdadera pesadilla.

Mientras tanto, dos centenares de jinetes de la cruz salíamos de un cerro cercano y, rodeando el campamento, cargábamos contra el palenque que protegía al general Abu Utman. No hubo resistencia alguna; no era posible. Los guardias del jefe moro trataron de formar un círculo en torno a su tienda; fue barrido sin piedad. Cuando penetramos en el recinto del general, un nutrido grupo de su guardia escapó a galope tendido. Era lujoso, el despliegue de Abu Utman: en una gran tienda blanca adornada con flecos dorados descansaba el propio general; en otras dos contiguas, algo más pequeñas, dormían respectivamente las mujeres del harén y la servidumbre. Pero ahora todo eso era una cárcel de la que nadie podía escapar.

Fui yo quien entró primero en la jaima de Abu Utman. A un eunuco que me salió al encuentro lo despaché con un golpe de azagaya. El general permanecía tumbado sobre unos cojines. Lentamente, se incorporó. Era un hombre muy anciano. Trató de aparentar rigidez. No fui cortés. Apoyé la punta de la azagaya en su garganta y grité: «¡Eres preso del rey de Oviedo!». Le dejé al cuidado de dos de mis caballeros.

Salí al campo, por ver cómo evolucionaba la batalla. En el campamento ya no había signos de lucha: centenares de cautivos gemían entre una masa informe de muertos y heridos. Más allá, en el desfiladero, sin duda los nuestros estarían dando buena cuenta de los restos del ejército sarraceno. A un lado y otro del camino, campo a través, pasaban de vez en cuando pequeños grupos de jinetes en desbandada. La victoria era nuestra.

Volví a la tienda del general Abu Utman. Unos peones me trajeron a los lacayos del caudillo moro. Fuera escuché risotadas y voces, y chillidos de mujer. Un tropel de mujeres envueltas en vistosas túnicas entró en la tienda. Rápidamente se apiñaron en torno al general. Miré atentamente a aquellas damas. Miré otra vez. No podía creerlo. Sentí que mil cuchillos atravesaban mis ojos.

¡Deva! Ni en mi peor pesadilla podía haber imaginado aquello. Deva estaba allí, entre las mujeres del harén del viejo general Abu Utman, una más entre las concubinas del anciano. ¡Deva estaba allí! Había encontrado a mi tesoro largamente añorado. Pero en sus ojos de azul cielo solo se leía el pavor. Y quien le causaba ese pavor no era el viejo, su secuestrador, sino nosotros, los guerreros cristianos, cubiertos de sangre y polvo. Durante varios segundos fui incapaz de reaccionar. Ni oía ni veía nada. Ni siquiera percibí los chillidos de terror de las mujeres. Con la boca abierta balbucí algunas palabras inconexas. Deva, como las demás, gritaba, encogida, llevándose las manos crispadas a la boca. Deva me tenía miedo.

Me sacó de mi letargo la entrada de varios hombres de la hueste que se abalanzaron sobre las mujeres con violencia.

—¡Estas son nuestras! —aullaron.

Salté como un lince.

—¡Ni hablar! ¡Estas se quedan aquí! —Blandí mi azagaya a modo de argumento.

—¿Por qué? —me espetó uno, un tipo al que no conocía.

—Porque algunas de ellas son cristianas. Y a esas las reclama el rey para devolverlas a la vida.

—¡Ni cristianas ni diablos! —gritó el tipo—. Si eran cristianas, dejaron de serlo. Y ahora son parte del botín, tanto como las ropas de ese vejestorio —escupió, dirigiéndose a Abu Utman.

La cuadrilla que había entrado con el fanfarrón asentía con risotadas a sus amenazas. El tipo era más grande que yo, pero yo era más veterano.

—Os abriré la cabeza, a ti y a tus amigos, si no desaparecéis inmediatamente de aquí —le intimidé—. He dicho que estas mujeres son prenda para el rey don Alfonso. Y no hay nada más que hablar.

Los fanfarrones se desplegaron lentamente en abanico; alguno amagó echar mano de la espada. Abu Utman estaba allí, de pie, muy quieto, junto a sus mujeres, pero yo solo pensaba en proteger a Deva de aquellos bárbaros. Con toda la celeridad que mis brazos me permitieron, descargué un golpe de azagaya sobre la cabeza del primer fanfarrón. Tuve cuidado de hacerlo con el lado plano de la hoja, donde el arma no mata. El fanfarrón cayó al suelo. Inmediatamente me puse en guardia, terciado el escudo, para enfrentarme a los demás.

—¿Algún otro quiere probar mi azagaya? —bramé.

Los fanfarrones, lanzando imprecaciones blasfemas, se echaron atrás arrastrando a su compañero. En ese momento entraron en la tienda don Munio y don Tello, espada en mano el primero, blandiendo el hacha el segundo.

—¿Qué ocurre aquí? —exclamó Munio.

—Estos señores tiene prisa por marcharse. —Hice una señal a los fanfarrones, que salieron del lugar. Me dirigí a mis pares—: Os presento al general Abu Utman Ubai Alá, ministro del difunto Abderramán I. El mismo que hace ahora catorce años devastó Galicia con sus huestes.

Debí haber advertido que Tello palidecía de ira, pero yo en aquel momento solo tenía ojos para Deva. Mi amada seguía acurrucada en un rincón, con las otras mujeres, quizá temiendo una muerte inminente. El corazón se me estaba saliendo por la boca. No podía más. Para sorpresa de mis compañeros, me dirigí a ella:

—¡Deva, por Dios! ¿No te acuerdas de mí? ¡Soy Zonio! ¡El novicio de Potes! ¡El escudero de Campoo!

Una extraña luz atravesó su mirada. La expresión de horror no había desaparecido. ¡Catorce años ya! Yo me desesperaba:

—¡No puedo creer que me hayas olvidado en este tiempo! ¿Has olvidado todo? ¿Mi amor, mis caricias, mis promesas…? Íbamos a huir juntos de tu padre, Asur… Hasta que los moros te capturaron en Campoo.

Deva seguía paralizada. Ahora la perplejidad se sumaba al terror. Me duele infinitamente recordarlo, pero en aquel momento mi amada parecía haber perdido el juicio. Cuando gritaba, lo hacía en árabe. Mi consternación no tenía consuelo. Y en ese momento se escuchó una tenue voz cascada:

—Así que tú eres el Loco del Jabalí Blanco… Te imaginaba más corpulento. ¿Qué quieres? Puedo llenarte de oro si respetas mi vida y la de mis mujeres.

Era Abu Utman el que había hablado. El anciano general permanecía allí, de pie, tratando de mantenerse firme, pero pegado a sus mujeres. Miré al viejo con ira.

—¡Sí, yo soy! ¡Y nada me gustará más que llevarte preso ante el rey de Asturias!

Fue cosa de un instante, un relámpago, como un destello de muerte: Tello esgrimió su hacha y de un solo tajo cortó limpiamente la cabeza del general moro. La cabeza rodó hasta la otra esquina de la tienda y el cuerpo decapitado cayó pesadamente a los pies de las mujeres, que rompieron a chillar enloquecidas de terror. Munio y yo nos quedamos pasmados.

—¿Por qué…? —acertó a farfullar Munio.

Tello se dejó caer pesadamente en el suelo, la cabeza hundida en el pecho, el hacha ensangrentada sobre las rodillas.

—Este fue el hombre que ordenó quemar vivos a mis padres —musitó Tello—. Ahora ya está todo en su sitio.

Munio se apresuró a ordenar que sacaran de allí cuerpo y cabeza. Tello porfió por quedarse con la testa del moro: quería enterrarla donde descansaban los restos de sus padres. Las mujeres lloraban compulsivamente, arrebatadas por una inconsolable histeria. Volví a acercarme a Deva. Traté de acariciar su rostro. Habían pasado catorce años, pero su piel seguía siendo de blanca seda. Ella temblaba como el cordero ante el matarife. Rechazó mi mano. Me ocupé de que guerreros de confianza custodiaran a las mujeres. Salí de la tienda atenazado por un desconsuelo infinito. A Deva la dejé allí, con las demás.

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