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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (38 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Dos condes de palacio fueron los elegidos: Froila y Basiliscus, que ya habían estado anteriormente en Tolosa con Ludovico Pío, el hijo y heredero de Carlomagno, titular del gobierno de las tierras francas del sur. Nuestros dos embajadores llevarían consigo ricos presentes del botín lisboeta: joyas, objetos de oro y plata, sedas… y una cuerda de cincuenta cautivos moros. La naturaleza de la misión y de lo que transportaba exigían dotar a la comitiva de una cierta protección. Teudano me encomendó a mí la tarea, pues conocía bien el camino hacia el este. Recibí la orden como un auténtico regalo. Mis diez muchachos me acompañarían. Con ellos, medio centenar de peones.

Partimos hacia la tierra de los francos sin perder más tiempo que el imprescindible para prepararlo todo. No sería un viaje rápido, porque los sobrecargados carros forzosamente iban a entorpecer el viaje. Eso sin contar con la difícil marcha de los cautivos moros, obligados a caminar cargados de cadenas. Duro destino el del preso. Recé para que a mi hermano Tello se le hubiera ahorrado un trance semejante.

Desde Oviedo ganamos el camino de la costa, que yo tan a fondo conocía: Evencia, Santillana, Santander, Laredo, enseguida Castro y después, cruzando la ría, la tierra de Mundaca hasta Easo, por donde se entraba en el país de los francos. Un paisaje uniforme de amplias campiñas verdes y bien cultivadas, en un terreno asombrosamente llano, recorría la Aquitania, incluidas las tierras de Gascuña, hasta Tolosa. Allí, en la capital franca del mediodía, más amable que la fría Aquisgrán, era la gran cita. Tardamos dos largas semanas en llegar.

Carlomagno nos esperaba en el castillo que habitualmente usaba su hijo Ludovico Pío. Mucha piedra y poco ceremonial. Más parecía una simple fortaleza militar. Entramos en la plaza rodeados por el asombro de las gentes, que nunca debían de haber visto semejante despliegue de carros, cautivos y caballeros. Froila y Basiliscus penetraron en la cámara del rey de los francos. La gran puerta se cerró tras ellos. Los de la escolta quedamos fuera, aguardando.

Enseguida se nos acercaron algunos caballeros de aspecto jovial; debían de ser habituales de la casa. Se presentaron a nosotros sin protocolo alguno. Había allí un caballero llamado Aureolo y a su lado otro que se llamaba Oriol. Algunos se presentaron por el nombre de sus linajes: los Aznar, los Galindo, los Íñigo, los Velasco, los Arista, los Jimeno… Eran las familias más poderosas de las montañas, las gentes a las que Carlomagno pensaba confiar el control de su frontera pirenaica. O eso esperaban ellos. Intercambiamos algunas palabras de cortesía. Confieso que me incomodó un tanto su aire de superioridad: a los de Asturias nos miraban como si viniéramos de algún lugar exótico y salvaje, cuando en realidad su rústico país de la montaña era bastante más precario que el nuestro. La frialdad del ambiente se relajó cuando uno de los clérigos que nos acompañaba me señaló y dijo:

—Este fue el que mató a Abd al-Malik y después dejó sin tienda a su hermano Abd al-Karim. Y estuvo en lo de Lisboa.

La noticia fue recibida por los circunstantes con un gesto de asombro y admiración. Uno de los Galindo me dijo que él había combatido a Abd al-Karim cuando el moro penetró hasta Narbona. Y uno de los Aznar me refirió que en aquella batalla fue tan grande la mortandad, que los paisanos tardaron dos meses en limpiar completamente el campo. El más sensato y pausado de todos ellos, que era Aureolo, me hizo una serie de preguntas prácticas: cómo distinguir a unas unidades moras de otras, cuál era la proporción habitual de jinetes y peones en sus filas, qué tipo de saetas disparaban sus arqueros, en qué lugar de sus columnas colocaban el avituallamiento… Cualquiera diría que se disponía a tomar en sus manos el control de la región. Después hablamos de caballos, de las virtudes y defectos de los caballos árabes y de su calidad en comparación con nuestros propios caballos, más pesados y grandes. Con estos asuntos nos entretuvimos hasta que de nuevo se abrió la puerta del rey. Y esta vez venía Carlomagno en persona.

El rey de los francos me impresionó, como a todo el mundo. Carlomagno era un hombre alto y corpulento, de cuello ancho y vientre grueso. Había nevado ya en sus barbas y cabellos, y el rostro se agrietaba por la edad, pero tenía una mirada fiera y una sonrisa limpia. A uno le daba la impresión de ser el tipo de jefe por el que valía la pena pelear. Vestía una hermosa pero sencilla túnica bajo una capa azul. Al cinto, la espada de puño de plata. Se acercó a nosotros con aire desenvuelto, flanqueado por los embajadores de Alfonso. Con familiaridad saludó brevemente a los caballeros del Pirineo. Luego reparó en mí. Me habló en latín:

—¿Tú eres…?

—Zonio de Mena, caballero del rey Alfonso de Oviedo, mi señor.

Dije esto agachando la cabeza y bajando la mirada, como era preceptivo. Pero Carlomagno tomó mi mentón en su mano y me elevó el rostro. Cruzó su mirada con la mía y la mantuvo fija unos instantes. Carlomagno tenía unos ojos grises y profundos que a mí me recordaron el cielo de mi país cuando las nubes cubren las montañas. Examinó la cicatriz que recorría el lado derecho de mi cara.

—¿Sabes qué edad tienes? —me preguntó.

—Veinticuatro años, mi señor.

—A tu edad yo ya era rey —comentó.

Sonrió satisfecho. Me palmoteó el rostro como el jinete que valora a un caballo de calidad. «Buen caballero», dijo Carlomagno. Y desapareció por el otro extremo de la estancia junto a nuestros embajadores Froila y Basiliscus. Esto es todo lo que puedo contar de Carlomagno, que pronto sería emperador de occidente.

En el camino de vuelta, Basiliscus me dijo:

—¿Fuiste tú quien regaló un ajedrez a nuestro rey don Alfonso?

—Sí —contesté, intrigado—. ¿Por qué?

—Carlomagno nos ha enseñado otro tablero que tiene en su cámara, con piezas de asombroso arte. Dice que se lo ha enviado como presente el gran califa de Bagdad: Harún al-Rashid.

De vuelta a Oviedo, dejé a los embajadores con una breve escolta de jinetes y peones y envié a mis hombres al castillo de Espinosa. Yo tomé otro camino: me dirigí al monasterio de San Martín de Turieno, en Liébana. Necesitaba ver a Beato.

Encontré a mi maestro exactamente igual que tantos años atrás: era como si se hubiera congelado en el tiempo. Me recibió con un abrazo paternal. Quiso lavarme los pies, según manda la regla, pero no lo permití. Fui yo quien besó sus manos. Después me condujo al jardín.

—¿Así que al fin has vuelto? —bromeó.

Le conté mis aventuras en Lisboa, en las batallas precedentes y en la corte de Carlomagno. También le puse al corriente de algunas cosas que en el monasterio ignoraban. Y comentamos, como no podía ser menos, la atroz suerte del obispo Elipando, degollado por el renegado Amorroz en el foso de Toledo.

—Desde que supe la noticia rezo por su alma día y noche —comentó Beato—, y mi hermano Eterio también. Sabe Dios que jamás le deseé ningún mal. Y estoy seguro de que él a mí, tampoco. Al final el pobre ha caído víctima de la gente con la que aspiraba a entenderse. Es horroroso. Y al cabo, demuestra que nosotros teníamos razón: no caben componendas con los blasfemos. La sede de Toledo ya no puede ser la primada de España.

—Debe serlo Oviedo —afirmé—. Y esa púrpura te corresponde a ti.

—¡Oh, no! —rió Beato—. Yo ya estoy demasiado viejo para eso. Y ya he cumplido mi papel, que era defender la santa fe. Otros deben ahora tomar el testigo. Me han dicho que el joven Adulfo goza de las simpatías del rey. Será un buen obispo de Oviedo.

Describí a Beato cómo era la Oviedo que el rey estaba levantando, sus nuevas iglesias y palacios, y le hablé también de mi trabajo en la frontera, de los castillos de las Bardulias y de la repoblación. Hasta que, cansado de cháchara, Beato de Liébana se detuvo, me miró fijamente y preguntó:

—¿A qué has venido?

—Tengo algo importante que contarte —confesé—. Necesito un consejo. Y no conozco a nadie más sabio que tú.

—Hay muchos más sabios que yo, pero, en fin, trataré de ayudarte si está en mi mano. ¿De qué se trata?

—Es una mujer.

—Acabáramos. Me temo que sobre eso no soy particularmente experto.

—Se trata de Creusa.

—¿La vieja Creusa? ¿La viuda de Mauregato?

—¡No, por Dios! —contesté con un aspaviento—. Su hija, la joven Creusa.

—Hechura de su madre, según la recuerdo.

—Lo es.

—Y muy bella —apuntó Beato.

—Muy bella y llena de encantos. —No pude evitar un sonrojo.

—La vieja Creusa se casó con Nepociano, según me contaron…

—En efecto.

—De manera que ahora la joven Creusa es heredera de una considerable fortuna. —Beato dijo esto frunciendo mecánicamente los labios, como siempre que creía haber localizado una presa.

—Sí.

—¿Te has enamorado de ella? —preguntó a bocajarro.

—No lo sé.

—¿No sabes si la amas?

—La deseo.

—No es lo mismo —advirtió mi maestro.

—Ciertamente. Pero creo que ella sí me ama a mí. Al menos prodiga las demostraciones cada vez que me ve; que no es algo muy frecuente, por otro lado.

—No me contarías todo esto si no hubiera otra cosa ocupando tu corazón.

—Mi corazón sigue lleno de Deva, aquella chica… —Bajé la mirada.

—Sí, la hija de Asur ——interrumpió Beato—. Recuerdo el episodio, no te molestes —dijo con fastidio—. Pero Deva fue capturada esclava por los moros, hace siete años ya, y desde entonces nadie ha sabido nada de ella.

—¿Sabes, Beato? Fui a buscarla a Córdoba.

—¡Estás loco!

—Lo estaba. Aproveché una misión ordenada por el rey para acercarme al harén del emir y hacer averiguaciones. Sin fruto, como era de esperar.

—Mira, Zonio —suspiró mi maestro—. Habla muy bien de ti que tu corazón siga prendido de aquella chica. Eso demuestra que tu amor era limpio y puro, y que no fue una simple urgencia de la carne lo que te sacó de estos muros de San Martín. Pero Deva, lamentablemente, no volverá. Sería un auténtico milagro que lo hiciera. Y tú eres un hombre joven y fuerte, ahora mismo caballero del rey y mañana, ¿quién sabe?, señor de algún territorio en premio a tu esfuerzo en el combate. Y un hombre así no puede sepultar su corazón en vida.

—Cada vez que miro a otra mujer me siento culpable; culpable de deslealtad a Deva.

—El amor, en efecto, es una enfermedad, querido Zonio. Y no soy buen médico para esa dolencia.

—¿Qué puedo hacer?

—Creusa te persigue. Pero si su presencia te tortura, elúdela. Tú aprendiste en estos muros qué es la castidad. El propio rey Alfonso la practica como ofrenda a Nuestro Señor. No debería resultarte tan extraño…

—Lo entiendo, pero al mismo tiempo siento dentro de mí un vacío.

—Ese vacío que sientes es el que ha dejado Deva y nada podrá llenarlo jamás. Nunca una mujer sustituye a otra si de verdad la has amado. Pero ¿quién sabe?, tal vez Dios te bendiga con otra que colme con creces esa ausencia.

—¿Tú crees que una mujer como Creusa…?

—No conozco a la joven Creusa, pero sí a su madre. Y a poco que se parezca, será una mujer caprichosa, ambiciosa, muy consciente de sus encantos y dispuesta a usarlos para conseguir sus propósitos. Es muy posible que ella se haya enamorado de ti: eres joven, no eres feo, ahora tienes fama y, además, eres un guerrero cercano al rey. A las mujeres les atraen los guerreros; bien es cierto que luego pretenden que se comporten como lacayos de caballeriza. He visto a hombres más fuertes que tú sucumbir ante un cuerpo bonito y una mirada comprometedora. En todo caso, lo que quiero decirte con esto es que el amor de Creusa, quizá sincero, puede no ser puro. Y eso debería frenarte.

—Lo entiendo, Beato.

—¿Qué harás?

—Seguiré tu consejo —acepté, humilde.

—Espero que esta vez lo hagas —cerró Beato como si fuera una advertencia.

Me despedí de Beato de Liébana pidiendo su bendición. Abandoné la idea de volver a los brazos de Creusa. Al salir de Liébana por el camino de Potes vi una vez más la casa que había sido de Asur y Deva. Decididamente, mi corazón había quedado cautivo con aquella dulce muchacha. Y si ella no volvía, tampoco mi corazón recobraría nunca la libertad. Retorné al castillo de Espinosa. Mi sitio estaba allí.

Supe que Oviedo crecía semana tras semana. Supe que Carlomagno había enviado embajadores a la capital del rey Alfonso: Jonás y Teodulfo, se llamaban. Supe que con ellos vinieron artesanos y canteros y orfebres de varias ciudades del imperio, y que todos ellos dejaban su arte en la capital de nuestro reino. Supe también que en Asturias empezó a circular de nuevo la moneda: los sueldos de plata de los francos no tardaron en convertirse en objeto de codicia. Pero todo aquello me quedaba muy, muy lejos. Mi vida era ahora el castillo de Espinosa, mi vecino hogar de Mena y las frecuentes exploraciones hacia el sur, al paraje de Tedeja, donde me había propuesto levantar algún día un nuevo castillo.

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