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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (34 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Tuve que gravar a los colonos con un impuesto que me inventé yo: «castellería», lo llamé. De manera que cada colono tuviera que prestar unas horas a la semana de trabajo en su construcción. No ha sido difícil —me explicó Vítulo—. Todos ellos saben que ese castillo garantizará su seguridad. Eso sí, no tengo soldados para guardarlo. El trabajo de vigilancia lo hacen los propios colonos. ¿Te acuerdas de las anubdas que hacíamos nosotros en la Peña de Mena? Pues aquí hacemos lo mismo, pero en el castillo.

Vítulo nos obsequió con una buena cena y nos alojó, precisamente, en el castillo. Esa noche, al calor de un gran fuego donde se asaron dos corderos, confraternizamos con toda la comunidad: los monjes de Vítulo, el presbítero Eugenio con los suyos, y también los labradores y ganaderos y artesanos que habían acudido a Espinosa para repoblar. A la gente se la veía contenta con Vítulo. La bondad natural de mi hermano sabía hacer sus vidas más gratas. A la mañana siguiente partiríamos hacia Mena.

Entramos en el valle de Mena por la puerta que a occidente abre la Peña. Cabalgábamos ligeros, despreocupados, más pendientes de admirar el paisaje y, en particular, la obra enorme de los colonos, que cada día sometía nuevas tierras al yugo amable del arado. Un corro de chiquillos apareció a nuestro alrededor. Apenas conocía a ninguno. Vi también muchas casas recién levantadas: nuevos colonos habían acudido al valle para plantar sus hogares en el cauce del río. Mena crecía. Así pues, la gran obra de mi padre estaba echando fruto como la buena simiente en tierra bendecida por el Señor.

Salió a mi paso Guma, el viejo Guma, dando voces. Traía algo en los hombros. Con una carcajada de felicidad descubrí que el bulto en cuestión era un niño de unos pocos meses: «¡Te lo dije, chico! ¡Te lo dije!», gritaba Guma mientras balanceaba al niño sobre su cabeza. El niño se llamaba Guzmán, como Guma quería: Guzmán Gómez de Mena. Finalmente mi esforzado compañero y guía hasta la Liébana había conseguido afianzar su linaje en el otoño de su existencia. Enseguida nos dirigimos a la iglesia de San Emeterio. Allí abracé a mi hermano Ervigio, que era ahora el jefe espiritual de nuestra comunidad. Nos fundimos en un abrazo, pero apenas hablé con él: tenía prisa por ver a mis padres. Dejé a mis diez muchachos bien acomodados en San Emeterio y corrí al encuentro de Muniadona y Lebato.

Entré en la casa paterna. Lebato y Muniadona se hallaban sentados frente a la chimenea; sobre el fuego, un puchero. Mi padre tallaba un trozo de madera, como tantas veces le había visto hacer a su padre, mi abuelo, en las largas y oscuras tardes de invierno. Mi madre tejía el eterno lienzo que perpetuamente tenía en las manos. Al verme entrar, ambos se pusieron en pie. Creí notar un breve gesto de alarma. Me quité el casco de la cabeza. Descubrí mis cabellos bajo la cota de malla. Dejé en el suelo el escudo.

—¡Zonio! —gritaron los dos al unísono.

Mi madre me besó, me abrazó, me acarició; se le escapó una mueca de espanto al ver la profunda cicatriz de mi rostro, y después la besó también, con el amor que solo una madre puede depositar en el dolor de un hijo. Mi padre estaba detrás, quieto, rígido, tratando de enderezar sus espaldas ya encorvadas. Caminó hacia mí, puso sus manos sobre mis hombros. Lebato tomó mi escudo en sus manos. Enseguida reparó en mi espada.

—¡Te han hecho caballero! —exclamó.

Pocas veces me he sentido más orgulloso que cuando pude contar a mis padres que sí, en efecto, que me habían hecho caballero, y que ahora era Zonio de Mena, fiel de nuestro señor el rey don Alfonso de Oviedo.

—¿Te han contado lo de Esteban? —susurró mi padre.

Respondí afirmativamente. Mi madre ahogó un sollozo.

—Ven con nosotros —ordenó mi padre.

Lebato y Muniadona se embutieron en gruesos mantos de basta lana. Me llevaron al cementerio, junto a la iglesia. Allí, al lado de la tumba del niño Bartolomé, muerto al nacer, estaba la del pequeño Esteban. Dos simples cruces recordaban las vidas que volaron de esta tierra.

Miré largamente a mis padres, ambos en pie, silenciosos, el ánimo sobrecogido, las cabezas gachas, la mirada perdida en algún punto más allá de las tumbas. Tristeza, sí. Con un no sé qué de tierra arrasada en sus rostros. Pero de pie. Como una roca y un árbol. La roca era mi padre, Lebato. El cielo la había plantado en el suelo y ahí permanecía, inconmovible: sacudida por los vientos, horadada por las lluvias, abrasada por el calor y agrietada por el hielo, pero firme en el pedazo de universo que el Señor le había asignado, y no se movería hasta que el desgaste del tiempo la redujera a polvo. El árbol era mi madre, Muniadona. La tierra la había hecho surgir y elevarse hacia lo alto firmemente agarrada a sus raíces, y con la misma firmeza de la roca se mantenía arraigada: periódicamente la tempestad sacudía su tronco y el ciclo de la vida le arrancaba sus hojas, pero ella, como el árbol, sabía cimbrearse para eludir la tormenta y sacaba fuerzas de su interior para renovar perpetuamente el fruto. Tampoco el árbol se movería hasta que el tiempo secase su savia. Y el árbol y la roca, juntos allí, en el camposanto de Mena, pregonaban a los cuatro vientos la voluntad de permanecer sobre un suelo que consideraban suyo porque Dios se lo había dado en heredad.

—Habrás visto mucha muerte en estos años —musitó mi padre.

—Sí, padre —respondí—. He perdido a muchos y buenos amigos. Pero ninguna muerte me resulta tan dolorosa como la de este pequeño.

—Es la vida —casi gimió Lebato—. Dios nos lo da y Dios nos lo quita. Tendrá que ser así.

Nos persignamos y retornamos a la casa familiar. Mi madre sirvió la mesa. Cenamos un puchero cuyo aroma me transportó diez años atrás, cuando mis padres eran gigantes que sostenían el mundo. Reparé en que ahora era yo quien tenía que sostenerlo, y que mis padres empezaban a necesitar que alguien les sostuviera. Mi padre se retiró temprano. Quedé solo con mi madre. Me senté en el suelo, a sus pies, como cuando niño. Recosté la cabeza en su regazo, como cuando niño. Acarició mis cabellos, como cuando niño. Lloré, como cuando niño. No lloré por tristeza ni por melancolía ni por ninguna otra razón. Lloré simplemente porque era mi madre y porque Muniadona estaba allí. Como cuando niño.

Al día siguiente acudí a ver a Ramiro, el herrero, que mantenía su fragua siempre activa. La casa estaba llena de materiales de su fábrica: el herrero seguía buscando el arado perfecto. Me enseñó algunas de las cosas que había creado. Pero yo iba con un encargo muy particular.

—Mira esto —le dije.

—Es una azagaya —confirmó—. Tu azagaya.

—Exactamente. Es la azagaya con la que aprendí a pelear, con la que maté a mi primer moro y que desde entonces me acompaña. He pensado algo sobre ella y necesito unas manos expertas. Quiero saber si me puedes ayudar.

—Cuenta conmigo, Zonio.

—Se trata de lo siguiente: esta azagaya es fuerte y sólida, pero se mella con frecuencia y, por otro lado… en fin, he pensado que quizá fuera posible perfeccionar el arma. Si convertimos este lado de la hoja en un filo como el de un hacha… Si en esta otra parte añadimos un espolón…

—En mi vida he visto semejante cosa —exclamó Ramiro.

—Lo sé. Yo tampoco. Estas ideas se me ocurrieron después de los combates. Cuando cargas a caballo, la azagaya funciona como lanza y no se puede usar más que en una dirección. Pero con estas modificaciones podría servir no solo como lanza, sino también como espada, porque cortaría, y como maza, porque golpearía clavándose en el enemigo, y además podrías usarla en todas direcciones, de manera que cualquier movimiento del brazo sería ofensivo…

—Si le hacemos esas modificaciones que propones, el arma perderá puntería cuando la arrojes.

—Lo sé, pero la experiencia me dice que pocas veces me veo en la tesitura de lanzarla y, por el contrario, con mucha más frecuencia he de combatir cuerpo a cuerpo, y en ese momento la azagaya termina siendo un estorbo.

—Entiendo lo que dices. —Ramiro examinó atentamente el arma—. Por otra parte, a este viejo artefacto no le vendría mal carbonizar un poco más la hoja y asegurar bien el empalme con el asta. Déjamela unos días. Veré qué puedo hacer.

Ramiro se quedó con mi azagaya. Yo apuré el resto de aquellos días fundiéndome cuanto pude con mi familia y consolando a Lebato y Muniadona. También consolándome yo con ellos.

Dejé a mis hombres que marcharan a sus casas para pasar la Navidad con su gente. No había que temer ninguna aceifa a estas alturas del año. Yo me quedé en Mena con mis padres. Tres velas en la ventana principal de nuestro hogar recordaron a Bartolomé, a Tello y al pequeño Esteban. En mi corazón ardían otras tres por Deva, mi amor tan cruelmente arrancado, y por el
miles
Juan y Gadaxara, mis maestros de armas. Pedí al cielo que me otorgara una muerte tan digna y elevada como la suya.

Aquel fue un año generoso en nieves.

Mis muchachos regresaron al castillo de Espinosa después de la Epifanía, tal y como yo les había ordenado. Cuando empezó la primavera preparamos la marcha hacia Oviedo, donde debíamos incorporarnos en cuanto la nieve despejara los caminos. Allí Teudano nos asignaría la misión para este nuevo año.

Ninguno ignorábamos que nos aguardaban grandes peligros. Con toda seguridad Córdoba repetiría la ofensiva del año anterior. La única incógnita era saber cuándo y dónde. Eran vitales las informaciones que pudieran remitirnos los espías cristianos en Córdoba, Mérida y Toledo. Por dos veces el rey había estado a punto de caer. Difícilmente podríamos resistir una nueva acometida. Nuestras fuerzas menguaban e imponerse a la presión sarracena parecía imposible. Quizás este año fuera el último de nuestras existencias.

Oviedo se había recuperado con asombrosa celeridad. Me contaron que ahora había allí un arquitecto, un tal Tioda, en quien el rey había depositado su entera confianza. Este Tioda debía de ser un trabajador incansable y un hombre de iniciativa. El hecho es que no solo los edificios destruidos la anterior primavera aparecían ahora recuperados y limpios, sino que nuevas construcciones surgían por todas partes. La corona estaba sacando buen provecho de los musulmanes apresados por Teudano en su exitosa acción de Piedrafita.

A principios del mes de abril comenzó la preparación: hacer recuento de los hombres disponibles, establecer contacto con las huestes de los señores del reino, verificar el estado de los caminos y de los puestos de vigilancia, reunir avituallamientos… El resultado era bastante poco halagüeño: la fuerza del reino había quedado ostensiblemente mermada por las batallas del año anterior y, lo que aún era peor, varios señores se mostraban remisos a alinear sus mesnadas, sin duda temerosos de que ello dejara sus tierras desprotegidas. Iba a ser difícil defender Oviedo una vez más.

Tales eran nuestras cuitas cuando, ya a principios de mayo, llegó un jinete de Toledo. Las noticias que traía eran asombrosas. Y cambiaron de un plumazo el paisaje.

—El emir Hisam ha muerto.

Parecía increíble. Hisam tenía aproximadamente la edad de nuestro rey: menos de cuarenta años. Era un hombre joven y fuerte, y se hallaba en la cumbre de su poder. Pero la Parca no presta gran atención a estas consideraciones humanas. El rey Alfonso convocó a sus caballeros y a los hombres de palacio. Allí estábamos todos, en pie, en la explanada ante el portalón de la casa del rey. Y nos habló así:

—La Providencia ha salvado al reino de Oviedo. El emir de Córdoba ha muerto. Y su sucesor, Alhakán, está viendo cómo dos tíos suyos le disputan el trono. En estas condiciones, podemos dar por seguro de que este año no atacarán nuestra capital. —Un murmullo de alivio y alegría saludó estas palabras del rey, pero Alfonso aún no había terminado—: Nuestros hombres en Mérida y Toledo han empezado a agitar a la población de estas ciudades. Todo el malestar acumulado en los años de Hisam está emergiendo ahora. Toledo ya está en franca rebeldía contra el emir. Mérida se ha sumado a la revuelta y está apoyando a uno de los tíos de Alhakán. En definitiva, el emirato está al borde de la guerra civil.

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